La maniobra de Heimlich, por Antonio Orejudo
Hoy en Eñe tenemos el placer de compartir con vosotros el diario de Antonio Orejudo, «La maniobra de Heimlich», publicado en Eñe 49 «El conflicto». ¡Esperamos que lo disfrutes!
2016
20 de noviembre
Hace 41 años que murió Franco. Acabo de escribir sobre aquel momento en la novela que estoy terminando: la noche del 19 de noviembre de 1975 pasaron por la primera cadena Objetivo Birmania. Me acuerdo porque era muy raro que a mí me dejaran quedarme a ver películas por la noche. Las de guerra tenían un rombo. A la mañana siguiente había una nota de mi padre en la cocina: «Franco ha muerto, no hay colegio». Y efectivamente, no hubo. Quedamos en la plaza y echamos un partido de fútbol. Luego tuvimos vacaciones durante una semana. Decíamos: Menos mal que Franco no se ha muerto en Semana Santa como Carrero Blanco. Considero la posibilidad de poner un tuit con esta idea tan graciosa, pero finalmente se me atraganta y no lo hago. Entro en una espiral de autodestrucción y borro el episodio de Franco.
22 de noviembre
La novela tiene que estar lista antes de que termine el año. Y lo está, pero se me ha atragantado el final; no consigo encontrar la manera de cerrarla. Por la noche, a las nueve, me voy a nadar. Por un malentendido o error de matriculación, me han incluido en los entrenamientos de un equipo de triatlón. Iba a salirme, pero al final me he quedado porque la hora me viene muy bien. En medio de todos esos sansones estoy yo, un poco intimidado por sus cuerpos y por sus edades. Puedo ser el padre de todos ellos. «Antoñito, campeón; tú, a tu ritmo», me dice Vito, el entrenador.
23 de noviembre
Como todos los días, me levanto temprano a escribir. A media mañana hago un descanso para tomar algo de fruta mientras hojeo los periódicos (ojeo los periódicos en internet). Llevo repitiendo este ritual desde hace años. Ha muerto Rita Barberá. Esta Rita Barberá, de la que no quedará ni el nombre dentro de 41 años, es una política sospechosa de corrupción. Hay un pequeño revuelo en el país, sobre todo entre la clase política, porque sus compañeros de partido culpan de su muerte a la oposición y a la prensa por haber aireado los indicios. Sin embargo, fueron ellos los que la expulsaron del grupo y le hicieron el vacío. Estaba un poco gordita y dicen que bebía más alcohol del que debería. Además, se estaba medicando. Considero poner un tuit recordando estos pormenores, que quizás hayan influido en su muerte más que la oposición y la prensa, pero al final me lo pienso mejor y no lo hago.
24 de noviembre
Se me ha ocurrido un final que me gusta: la escena final será una reunión de viejos amigos de cole. Me parece una idea genial. Me paso la mañana escribiendo. Por la tarde la elimino. Por la noche nado. A mi ritmo.
25 de noviembre
Dicen que hoy es un viernes negro. Pero no creo que lo digan porque se haya muerto Fidel Castro, el rojo. Dicen que es negro porque es alegre; porque es una fiesta de consumición de productos rebajados. Antes, los días negros eran los peores, pero ahora son los mejores porque no aparecen en rojo, es decir porque no hay pérdidas. Para los que ponen colores a los días, la muerte de Fidel Castro no debe de ser una pérdida, sino una ganancia. Hablo con Juan Cerezo, mi editor de Tusquets: le reitero mi promesa de que tendrá un final para el 31 de diciembre, pero él me dice que estará de vacaciones, así que veo la posibilidad de ganar una semana más. Viernes negro para mí también.
26 de noviembre
Pongo un tuit: «Rita Barberá y Fidel Castro están en el cielo». Lo borro. Últimamente borro muchos tuits. Los pongo e inmediatamente después me arrepiento de lo que he escrito y los borro. O me dan vergüenza. O me da miedo que me metan en la cárcel por mis ideas. O que me linchen en la prensa digital. Descubro de este modo una nueva funcionalidad de la aplicación: el tuit arrepentido. Al escribirlo me desahogo, que es para lo que a mí me sirve Twitter; pero al borrarlo inmediatamente evito todos los inconvenientes que trae consigo: que me contesten airadamente, que me lleven la contraria y el más insoportable de todos: que no me retuiteen.
28 de noviembre
Me paso la mañana escribiendo otro final que también me parece muy brillante. Por la tarde voy al Hotel Don Curro de Málaga, donde se aloja Dani Ruiz. Presento su novela La gran ola, que ha ganado el Premio Tusquets de novela 2016. En el hotel también lo está esperando Pablo Monereo, el representante del Centro Andaluz de las Letras, que convoca el acto. «¿A que no sabes quién soy?», le pregunta Pablo a Dani. Dani dice que no. «Fuimos compañeros de cole durante toda la EGB», le revela Pablo. Se produce entre ellos una anagnó- risis que me conmueve. Hacen el camino desde el Hotel Don Curro hasta el Centro Andaluz de las Letras hablando de los viejos tiempos, de antiguos profesores, de compañeros que no han visto desde hace siglos. Luego hablo de la novela de Dani; un cuento de terror en clave de humor sobre los efectos del mercado laboral en las personas. Después, unas cervezas para brindar por la novela. Esta noche no voy a nadar.
29 de noviembre
Leo el final brillante que escribí ayer y ya no me lo parece tanto. A media mañana, tampoco se muere nadie. Por la tarde voy a una conferencia de Julio Neira en el Centro Cultural Generación del 27. Julio habla sobre «La Generación del 27 y El Quijote». Voy por amistad con Julio y por curiosidad. Me extraña que esa generación de poetas tuviera interés por un escritor tan humanizado como Cervantes. Y no me equivoco: como dice Julio, el interés de los poetas del 27 por el Quijote no pasa de ser superficial, una especie de admiración o de identificación personal con el loco idealista que la protagoniza. Pero ninguno de ellos se da cuenta —ni puede hacerlo, porque no tiene ojos para eso— del poderoso artefacto que ha nacido con la escritura de Cervantes y que marcará la manera de contar historias durante varios siglos. Todas las épocas tienen su propia ceguera. Me pregunto qué será lo que no estamos viendo nosotros.
30 de noviembre
Eduardo Mendoza, Premio Cervantes. Me entero mientras como la fruta de media mañana. Suelo ser bastante indiferente a los premios, sobre todo si se los dan a otro; pero en este caso me alegro como si me lo hubieran dado a mí. No conozco personalmente a Mendoza, pero me cae bien. Y además, lo admiro como escritor, y lo considero un maestro. Mi generación, educada en la individualidad a ultranza, no ha sido capaz de organizarse nunca en torno a una idea estética ni alrededor de un maestro, como se hacía antes. Yo me fijé mucho en La verdad sobre el caso Savolta cuando escribía mi primera novela. Lo admiro no tanto por el humor que destilan todos sus libros o por su estirpe cervantina, sino por su intento de fundir dos géneros literarios muy dispares: la novela negra y la tradición picaresca. Busco sus libros en mi biblioteca, hojeo sus novelas en busca de alguna clave que me permita desatrancar la mía. Suelo hacer esto cuando estoy atragantado: voy a los libros de mis autores favoritos, leo al azar cinco páginas de Don DeLillo, ocho de Philip Roth, una novela ejemplar de Cervantes, y me pregunto cómo saldrían ellos del atasco en que me encuentro.
1, 2, 3, 4 y 5 de diciembre
No dejo de escribir finales, uno tras otro. Los escribo por la mañana y los borro por la tarde, en una actitud que ha dejado de ser una manifestación de exigencia literaria para convertirse en neurosis. No para de llover.
6 de diciembre
Inundaciones en Málaga. Día de la Constitución. A unos los veo explicar por qué celebran la Carta Magna, y a otros por qué no. Atragantados con los mismos asuntos desde hace siglos. Franco lleva muerto 41 años, más tiempo del que fue jefe de Estado; pero sigue vivo porque el franquismo, más que una ideología, es una manera soberbia, irrespetuosa, intransigente y maleducada de hacer política y en general de estar en el mundo. La reconozco en la derecha, por supuesto; pero también en los partidos de la llamada «nueva política». El franquismo se nos ha atragantado; lo tenemos en el esófago, no va hacia delante ni hacia atrás.
17 de diciembre
Muere Henry Heimlich, el inventor de la maniobra de Heimlich, una técnica para evitar atragantamientos. En muchos restaurantes de Estados Unidos hay carteles en la pared que explican con dibujos sinópticos cómo actuar cuando alguien se atraganta. Siempre me hizo gracia que el primer paso fuera preguntar «¿Se está usted atragantando?». Busco ansiosamente si Heimlich ha muerto atragantado, pero no; ha muerto de un infarto a los 96. De un infarto no hay maniobra que te salve. Heimlich aplicó su técnica por última vez el mes de mayo pasado y salvó la vida de una mujer en la residencia de ancianos donde vivía. Una maniobra de Heimlich para desbloquear mis conductos narrativos y poder terminar este libro es justo lo que necesito. Por la noche voy a nadar a mi ritmo.
25 de diciembre
Me levanto con un poco de resaca después de la cena familiar. Aunque se supone que no hay prensa, todos los periódicos digitales recogen la muerte de George Michael, un cantante de mi época; una época en la que los jerséis se metían por dentro del pantalón. Este año se han muerto muchos músicos y cantantes de mi época: Leonard Cohen, David Bowie, Prince o Rick Parfitt, el guitarrista de Status Quo. El tiempo pasa irremediablemente, así que debería darme prisa para terminar esta novela. Yo empecé a tomar conciencia de que el tiempo pasaba cuando descubrí que era mayor que los futbolistas de Primera División. Una vez que abres los ojos a esta realidad todo se precipita: pronto descubres que eres mayor que el entrenador y poco después que eres tan viejo como el presidente. Y entonces se empiezan a morir los cantantes de tu época. Y lo peor de todo es que los llamas así: los cantantes de mi época, un signo inequívoco de decrepitud. Traigo el fútbol a la música porque curiosamente a mí George Michael me recuerda las tardes de la UEFA en el Bernabéu. Hace mucho tiempo que no voy al estadio. La última vez todavía existían las localidades de pie, las únicas que estaban a mi alcance cuando era estudiante. En el descanso de los partidos pasaban por la pantalla gigante del marcador Faith, el vídeo de George Michael. Lo pasaban una y otra vez, en todos los partidos, como si no tuvieran otro relleno. Eran los tiempos de la Quinta del Buitre, futbolistas de la misma edad que yo, algunos de los cuales ya son entrenadores. Todavía no hay ninguno presidente, me digo, pero debes darte prisa, Antoñito, campeón.
27 de diciembre
Muere Carry Fisher, la princesa Leia. Últimamente me acuerdo de cosas absurdas e inútiles. Por ejemplo, me acuerdo de la primera vez que oí hablar en la tele de La guerra de las galaxias. Fue en una crónica regional sobre el Festival de Cine de San Sebastián, donde se presentó por primera vez al mundo. «No está mal», dijo el locutor.
28 de diciembre
Ahora sí creo que he terminado. Mi manera de trabajar es un tanto caótica, y eso me hace perder mucho tiempo. Mis colegas y mis lectores creen que soy un vago por lo poco que publico, pero lo cierto es que entre novela y novela no hago más que escribir. Lo hago sin dirección fija y cambio muchas veces de registro, de argumento, de personajes… Me muevo a impulsos de intuición o de cansancio: hay un momento en el que no me soporto más y archivo lo que estoy haciendo. El resultado final, al cabo de los años, es una ingente cantidad de material disperso y a menudo contradictorio que, sin embargo, me permite hacer lo que más me gusta del proceso: jugar, mezclar argumentos, fundir personajes y cambiar de lugar los acontecimientos. A veces me siento como un ciego armando un puzle. Y hay un momento en el que todo hace clic y entonces sé que ya he terminado. Alguien o algo me ha hecho la maniobra de Heimlich, y por fin respiro aliviado.
29 de diciembre
Me paso una semana picando texto, introduciendo todas las correcciones en el archivo original. Me alegro de que mi padre a finales de los setenta me matriculara en un curso de mecanografía porque desde entonces escribo con diez dedos sin mirar el teclado, a la velocidad del rayo.
2017
10 de enero
Comienza la ronda. Envío un ejemplar a mi editor, Juan Cerezo, otro a mi agente, Laure Merle d’Aubigné, y a dos amigos que leen siempre lo que escribo antes de publicarlo: Rafael Reig y Eduardo Becerra. En este caso, me interesa especialmente la opinión de Reig, al que he incluido como personaje. Uno no es el personaje que aparece en los libros, aunque se llame como él; pero qué duda cabe de que lo contrario también es verdad. Tengo problemas con eso que se llama autoficción. No sé muy bien cómo identificarla. Un día escribí un cuento protagonizado por un tal John, que era profesor de literatura. Lo di a leer y nadie me dijo que fuera autoficción, aunque sí pensaba que el personaje estaba influido, como siempre sucede, por mi biografía. Antes, en el bachillerato, se estudiaba mucho la biografía de los autores: se pensaba con naturalidad que las obras estaban dictadas por la vida. Un buen día tomé el cuento de John y utilicé mi herramienta favorita del procesador de textos: Reemplazar. Marqué «John» y lo reemplacé por «Yo». Pero no cambié las desinencias verbales. El resultado final fue una idiotez experimental. Quedaban frases como: «Yo salió de su casa camino de la universidad». Luego volví a meter el cuento en el taller y corregí las desinencias verbales para que concordaran con el pronombre de primera persona del singular: «Yo salí de mi casa camino de la universidad». ¿El resultado fue autoficción?
12 de Enero
Llamada de Juan Cerezo para comentar el manuscrito.
13 de enero
Me llama mi agente.
14 de enero
Cada dos meses hacemos una tertulia gastronómica que organiza María del Mar Peregrín. Elegimos un libro, y cocinamos platos de la región del autor. Hoy nos toca hablar de Patria, de Fernando Aramburu. Cocina vasca. Antonio Soler triunfa con su bacalao al pil pil. Escuchando las opiniones de todos los presentes, me doy cuenta de que todavía es demasiado pronto para hacer literatura con el asunto vasco. La prueba es que nadie habla de literatura, sino de eta, lo que no sucedería si hubiésemos leído Zumalacárregui, de Pío Baroja. No creo que en ese caso habláramos de las guerras carlistas.
19 de enero
Voy a ver a Reig a Cercedilla. He cogido el AVE a las diez de la mañana. El Cercanías me deja en la estación de Cercedilla a las 13.30. Camino por la pendiente que entra en el pueblo hasta la Librería Fuenfría en medio de un temporal de viento y nieve. He oído que hay gente atrapada en las carreteras.
Mi visita a Reig al Polo Norte obedece al interés. Hace un par de días le envié el manuscrito terminado y quiero saber qué le parece. Lo he hecho siempre con todas mis novelas, y esta no podía ser una excepción dado su papel estelar en ella.
Admiro la capacidad de Reig para convertir las diferentes casas donde ha vivido en sucesivos centros del universo. Sus domicilios siempre han sido lugares de reunión de amigos. Cuando nos conocimos, hace más de treinta años, yo vivía en Cuatro Vientos y él, entre Bilbao y Alonso Martínez. Me quejaba de que por cada vez que él venía a mi casa, yo iba diez a la suya. Pero era normal: él vivía en el centro de Madrid y yo en la periferia. Pero sucedió lo mismo cuando salió de allí para instalarse por su cuenta en diferentes zonas de la ciudad, alguna de las cuales estaba más allá de la Castellana, donde empezaba para él la España rural. Cuando se mudó a Cercedilla, pensé que le iba a ser imposible convertir aquel pueblo de la sierra en un lugar de referencia. Pero estaba equivocado. Ha conseguido convertir Cercedilla en un barrio céntrico de Madrid.
Me dice que su amigo Timor Fisher también lo ha incluido en otra novela: «Si no paso a la historia de la literatura como escritor, por lo menos voy a pasar como personaje».
21 de enero
Cena en casa de Eduardo Becerra y María. Llego un poco antes para conocer sus primeras impresiones de lectura. Eduardo siempre ha sido conmigo un lector implacable. Justo cuando terminamos de hablar va llegando el resto de invitados: Ángeles y Carmen, las hermanas Aguilera, y sus respectivos cónyuges, Bienve y Román; Marta Sanz y Chema, Asier y Luisgé, que me ha encargado este dietario, y a quien le explico que he estado atragantado con el final de una novela que acabo de terminar gracias a la maniobra de Heimlich que me han practicado mis escritores de cabecera. Exagero el sufrimiento; intento darle pena para que me conceda unos días de prórroga en la entrega de este diario, pero me mira con cara de pocos amigos y se muestra inflexible. El 25 de enero tiene que estar listo. Cenamos delicias preparadas por María y Bienve, que cuenta cómo ha sobrevivido al temporal de viento y nieve, atrapado en la autovía de Valencia desde las seis de la tarde hasta las ocho de la mañana. Ante el relato de sus desventuras, mis desvelos y mis problemas con el final de una novela pierden peso y se convierten en toreo de salón. Pero antes de irse, Luisgé me dice: Tienes hasta el 31. Sin falta. Sábado negro.
25 de enero
Visita a Barcelona, para hablar con Juan Cerezo del texto y preparar la promoción. Veo después de mucho tiempo a los viejos amigos de Tusquets —a Natalia, a Ana, a Álex, a Albert—, ya en el edificio de Planeta. Visito a Elena Ramírez en su despacho de Seix Barral. La última vez que los Tusquets y yo hicimos eso tan emocionante que es preparar un libro (la cubierta, las fotos, la promoción…) todavía estaban en la torre de Cesare Cantù. Pero de eso hace ya seis años. Vuelvo a Málaga por la tarde. Por la noche voy a nadar. «Antoñito, llevas unos días sin venir», me regaña Vito. «Venga, al agua. A tu ritmo, campeón».