Ruinas, por Raquel Moraleja San José
(Ruinas, de Raquel Moraleja San José, es el relato ganador que se lleva una suscripción anual a Eñe. Revista para leer. Recuerda que queremos que la revista impresa viva en la revista digital, así que os propusimos que Eñe continuara en tu escritura. Te animamos a enviarnos tus poemas o relatos sobre Leed, leed, malditos, el número 41 de Eñe. Puedes enviárnoslos mediante el formulario que hemos habilitado, y consultar las bases legales en esta página.)
Se ha dejado algunos libros en casa para que no parezca que se ha marchado para siempre. El piso tiene algo de provisional, una certeza de que es un hogar de paso, de que no es un hogar. Sofía y ella se veían poco desde que acabaron la universidad, pero cuando Nadia tuvo que pensar en alguien con quien compartir el alquiler, ella fue la primera persona que le vino a la cabeza. Es ordenada, limpia y poco ruidosa. Dividieron las bandejas de la nevera y los estantes del baño y sólo juntaron dinero para las facturas de la casa y algunas cosas que hacía falta comprar. Miraron cuatro pisos y se quedaron con el segundo, al final de una de las calles principales de la ciudad, pero cuando ésta se alejaba de las tiendas y bares y entraba en uno de esos barrios míticos sobre los que se han escrito libros y cantado canciones. Tenían cerca una farmacia, dos supermercados, una cadena de librerías, unos cines y un gimnasio low cost. Compraron un par de mantas para el sofá del salón, cortinas para las dos habitaciones —azules con líneas en plata las de Sofía, beige sin estampados las suyas—, un marco múltiple para poner fotos de los años de la facultad, una vajilla nueva, toallas para el baño y un geranio para la mesa del balcón. Nadia se ha quedado con la habitación interior, la que tiene menos luz, pero es que tiene más estanterías. Las llenó organizando los libros como los había tenido organizados en su casa. Cinco baldas de ficción —clásicos y novedades entremezclados por orden alfabético—, dos de ensayo y poesía también ordenadas por nombre de autor, otra de libros de arte y una última de cómics. Puso delante de los libros que menos utilizaba su colección de tortugas. Las tenía de madera, de barro, de hierro, de vidrio, compradas en puestos callejeros, en viajes al extranjero, en tiendas de decoración, en los chinos, regaladas por amigas, por parejas, por su madre. Se las había traído envueltas en papel de periódico. Dos perdieron la cabeza por el camino, y lloró por una de ellas, la de piedra volcánica del Vesubio, la primera de todas.
En su casa, Nadia había guardado los libros en once cajas. Su madre la miraba desde la silla del escritorio. Había abierto la ventana para fumar, y tenía la frente apoyada en la mano, muy cerca el cigarrillo de sus ojos, que se entrecerraban por el humo. Estaban llorosos y Nadia se dijo que era por eso. Cogió una taza vacía que antes guardaba barras de labios y echaba la ceniza dentro. Está muy lejos. No lo estaba. Le había enseñado el plano del metro decenas de veces. Nueve paradas en nuestra línea, éste trasbordo, que no es de los largos, coges la roja y otras cuatro, y luego es doblar la esquina, no son ni cincuenta minutos. Podrías haberte quedado por el barrio. Cómo le decía mamá, no hay nadie que quiera vivir aquí, es casi la periferia, ni siquiera yo quiero vivir más aquí. Tuvo que hacer tres viajes con maletas llenas de ropa y cajas de libros, carpetas, cuadernos y adornos. Daniel la llevó, aunque no era una de sus competencias como viejo amigo con el que, una noche después de una fiesta, Nadia había decidido empezar a acostarse. Pero había heredado el viejo Renault rojo de su tío y la esperaba en la puerta de la urbanización, jugando con el móvil. Hizo ademán de sacar algunos libros y luego los volvió a colocar para que su madre lo viera. No se los lleva todos porque no es definitivo. ¿Entonces para qué te vas? Era una casa grande y cómoda para las dos que había terminado de pagar él antes de marcharse. Seguía ingresando quinientos euros al mes como ayuda aunque su hija, a la que no había vuelto a ver, ya había cumplido los veintisiete años. Quizás haya perdido la cuenta. Tenían una habitación para cada una y una sala de estar que realmente era como el estudio de Nadia, con otra estantería enorme que habían invadido sus películas compartida con los álbumes de fotos familiares que pararon a los nueve años y una colección de literatura romántica que su madre compró para adornar, las tapas en colores pastel con flores doradas, pero que luego resultó contener cinco o seis clásicos que valían la pena. No le dejó llevárselos, tampoco los del salón con pastas de falso cuero negro y ribetes verdes, así que se hizo una lista de todos los libros que tendría que comprarse en ediciones de bolsillo o en puestos de segunda mano.
Desde el patio se veían las casas y bloques vecinos, la autopista y, en la otra dirección, la ciudad en la que siempre había sentido que vivía y a la que ahora se marchaba. Uno de esos pisos es el suyo. Puedes venir cuando quieras. No quería que viniese a menudo, pero quería que fuera a visitarla, que le trajese comida para varios días, le ayudase a planchar la ropa y se sentase en su sofá —tendría que ponerle unas mantas dobladas para que no le hiciese daño en la espalda—, y después podrían salir a mirar las tiendas del centro, que quedaban muy cerca. Mirarían pañuelos y bisutería y sólo se los compraría si también le gustaban a Nadia aunque ya no los fuesen a compartir. Pero sabía que no iría a visitarla salvo que ella la llamase para invitarla a comer o a pasear un lunes, que era su día libre en la redacción. La había llevado a ver el piso y había sido amable con Sofía, que maja es tu madre, pero después les sacó pegas a las tuberías, a las paredes, a las lámparas. Están muy altas, ¿qué vais a hacer cuando se os funda una bombilla? Fue a apuntar a la cocina que también tendrían que comprar una escalera. En su casa, cuando se les rompió una bombilla en el salón de madrugada y saltaron los plomos, su madre se echó a llorar. ¡No funcionan! Las ventanas estaban abiertas, y afuera olía a verano y llegaba el ruido de los coches y de la ciudad lejana. Fueron a despertar a Paco, el del número 52, claro, claro, mujer, no te preocupes, ya voy yo, y ella lo vio desde el quicio de la puerta acariciar el hombro de su madre, veamos cómo va esto, cambiar la bombilla y encender los plomos. Otra vez llamaron a Gerardo, el del 38, para que les instalase un antivirus en el ordenador de mesa. Siéntate aquí que te enseño a usarlo. Pero tuvieron que llamarlo varias veces más, porque a veces se iba la conexión o no arrancaba al reiniciarse. ¿Cómo son vuestros vecinos? Arriba no hay nadie, los de al lado también son jóvenes, debajo no saben quién vive y en el segundo hay un matrimonio con un hijo y dos perros. Llevaos bien con ellos, tendréis que pedirles ayuda. Le habían sujetado la puerta del ascensor mientras Nadia metía las cajas. El pastor alemán se acercó a olerle la entrepierna. ¡Para Roco! Si necesitáis ayuda, Samuel es un manitas. Su madre miraba la estantería y le dijo que recolocase los adornos que no se iba a llevar, que tendría que ir a los chinos a comprar algo, porque ahora, como había dejado unos pocos libros, se vencían y todo se desplomaba. ¿Sabes lo incómodo que es eso para limpiar?
El piso de alquiler es algo temporal. No había sabido poner su primera lavadora. Sofía, que había vivido sola desde que se vino de su pueblo a estudiar a la ciudad, estaba en el trabajo y Nadia no quiso ponerle un mensaje para preguntarle algo como aquello. Se sentó en el suelo y se echó a llorar. No le dijo que, después de aquel piso, fuese a volver a vivir a casa, o que fuese a pasar por casa una temporada antes de buscar otro, porque no sabía lo que iba a hacer. Pero se dejó algunos libros y también algo de ropa y algunos zapatos que ya no le gustaban pero que podría ponerse cuando volviese a pasar las vacaciones en verano, cuando Sofía se marchase por unos días a su pueblo, en Navidad también, suponía, y quizás algún fin de semana. Vendré una vez a la semana para ayudarte a hacer la compra. Pero le dijo que no haría falta. Tampoco voy a comer mucho. El periódico le pillaba más cerca del piso de alquiler, pero aún así era casi una hora de metro. Esta semana ha pedido el sábado libre para poder ir a comprar algunas cosas más para la casa. Les llevará Carlos, el chico con el que sale Sofía desde hace un par de años, pero que por trabajo tiene que salir de viaje por el país lo suficiente como para que no se decidan a compartir un piso. Han entrado dos becarios nuevos, un chico de tercero de carrera y una chica de quinto, y les explica cómo se avisa en rojo de los fallos en las hojas, las faltas de ortografía y los errores de maquetación, que lean atentamente, por favor que no hablen, porque a veces los periodistas escriben sin sentido y entonces tendrán que subrayarlo y ponerles «reformular». Después se lo tienen que cantar a Nadia y llevarlo a la sección correspondiente. Tacha casillas en el periódico, reorganiza, llama por teléfono a los jefes de sección que están sentados a unos metros.
Ayer, casi a la una de la madrugada, se murió un Nobel de Literatura y llegó a casa a las cuatro y sin cenar. Mientras esperaba al especial, el becario de guardia inquieto, quería irse ya, pensó que le podían haber dejado escribir una pieza a ella. Una de las hojas del suplemento con un artículo sobre la geografía imaginaria de sus novelas. O al menos ampliar la noticia de la muerte en la web. Había estudiado su obra en el máster, y además se suponía que ahora su firma valía algo. Le habían dado también libre el martes veintidós porque presentaba su novela en una librería del centro. En la planta de arriba pondrían sillas, una mesa con copas de plástico con vino tinto y cervezas y tostas con queso y jamón, y en una mesa ella, el director de la editorial independiente que la había concedido el premio a su primera novela y un escritor invitado para presentarla que aún no sabía quién era. Había hecho un evento público en las redes sociales para que todos invitasen a todos porque sabía que la vergüenza la bloquearía si no aparecía nadie. Hacía dos años, cuando fue una de las diez ganadoras de uno de los certámenes de relato breve más importantes del país, entre el público no había prácticamente nadie que viniese por parte de ella. Estaba Miguel, con el que salía por aquel entonces, también fueron Sofía y Martina y Alberto, de la universidad, y Patricia y Nerea, amigas del barrio, a las que casi no veía pero que siempre se apuntaban a las celebraciones especiales. No estaba su madre porque no la había invitado. Le dijo que había ganado un concurso de relato corto. ¡Otro! ¡Qué bien cariño! ¿Me lo dejas leer? Pero no podía dejárselo. Una noche soñó, al poco de escribirlo, antes de corregirlo, que su madre lloraba al leer aquel relato. Esta vez no podía imprimirlo y graparlo para que lo leyese recostada en la butaca especial para su espalda que tenían en la cocina y ella mientras esperase en el salón, nerviosa, mordiéndose las uñas, como durante los primeros años. Después empezó a dárselos justo antes de salir de casa, y volvía al cabo de las horas cuando
el poso de la historia era más tranquilo. Siempre lloraba porque las historias siempre hablaban de ella. Las primeras fueron tiernas, melancólicas, recuerdos infantiles que no sabía si eran del todo verdaderos pero que recuperaba de entre la bruma y daba forma y su madre no le decía si eran verdad o eran mentira, sólo le sonreía con los ojos llorosos y le decía qué bonito hija. Ahí estaban ellas dos, una madre y una hija esperando el autobús a la salida del hospital, la lluvia golpeando encima de la marquesina, la carretera apenas sin coches, el pinar silencioso. Y volvían a estar ellas dos, una madre y una hija en el andén del tren para ir a buscar en un polígono industrial al otro lado de la ciudad una lámpara de calor para la espalda, y en una de las ventanillas el padre se reía y acariciaba la cara de otra mujer, y la madre cogió de la mano a la hija muy fuerte. Y estaba la madre, llorando debajo del edredón cuando creía que la hija no la oía, rompiendo en pedazos que se enredaron en las sábanas las fotos de cuando eran otra familia. No hubo un pinar porque cogieron un taxi, no sabía si era su padre el de aquel tren, y su madre lloraba pero guardaba los álbumes en un estante muy alto. ¿Por qué cuentas mentiras? Y en los años de universidad empezó a mirarla con rencor. También lloraba, pero en su sonrisa dejó de adivinarse la dulzura. Eran madres e hijas que se mentían, que se odiaban, que se insultaban, que se gritaban, que se abandonaban. Eran novios que no entendían que tuviera que irse a casa temprano, que tuviese que ir a hacer la compra, que llorase cuando se estropeaba la nevera o aquel verano en que perdió las llaves de casa.
Pero a su madre le encantaban los premios. Se ponía guapa, sacaba las joyas, y era educada y discreta, e intentaba ocultar las lágrimas porque de verdad se emocionaba. La madre y la hija cogían un autobús para ir a recoger un premio y le decían lo bien que escribía su niña y ella, aunque no entendía, sabía que era verdad y les decía a todos lo mucho que leía y lo estudiosa e inteligente que era y lo bien que se portaba con ella. Fíjese, mi niña y yo solas, siempre ha cuidado de mí. Una de aquellas veces leyó en voz alta algo muy triste y los demás aplaudían porque no sabían que era verdad, pero su madre sí que lo sabía, y aplaudió con los ojos fruncidos, el labio apretado, y en el autobús de vuelta, Nadia hacía tintinear el trofeo contra el cristal mientras su madre lloraba. No se hablaron durante días. Asique aquella vez en que fue una de los diez ganadores, su madre no estaba allí. Se levantó de madrugada y escribió siete hojas de lo primero que se le vino a la cabeza —total, su madre no entendía—, y al día siguiente las imprimió y las grapó y se las dio a leer, y a su madre le extrañó pero le pareció muy bonito, me gusta más que esos otros que escribías. Le dijo que era poca cosa, que no habría ceremonia de entrega de premios, y la llevó a un restaurante italiano a celebrarlo. Pero no sabía que iba a hacer aquella vez, porque había ganado bastante dinero, como para pagar el alquiler durante un año y hacer ese viaje a Grecia, y además iban a publicar el libro y saldría en la prensa. Al menos su periódico ya le había prometido una buena crítica en el suplemento cultural. No podía inventarse otras ciento ochenta y siete páginas y llevarlas a encuadernar. Brillante y conmovedora. Las madres e hijas de Nadia Berges nos recuerdan lo delicado y perverso que habita en todas las familias. Eso diría el cintillo de la cubierta. Para cuando lo publicasen, colocaría el ejemplar por orden alfabético en las estanterías de ficción, en la casa de alquiler. ¿Cuándo vas a traerme tu novela Nadia? Pero su madre no podía conocer a Alejandra. El mundo de Alejandra se derretía y todo sucedía de noche. Los días pasaban rápido, una rutina inquebrantable de trabajo en los grandes almacenes, ir a hacer la compra, limpiar la casa, ayudar a su madre con los ejercicios de la rehabilitación. Salía a comprarle revistas del corazón y le sacaba novelas románticas de la biblioteca porque la columna de la madre de Alejandra estaba estropeada y le dolía al caminar. Por las noches, cuando el mundo se apagaba, se sentaban a ver juntas reality shows, y fumaban y bebían vino barato mientras otra gente de su edad, aquellos a los que había conocido y con los que nunca había llegado a intimar, se divertían allí afuera. Porque el mundo era peligroso, y todos querrían hacerle daño a Alejandra como se lo habían hecho a su madre, porque todas las amigas eran unas traidoras y todos los hombres eran unos pervertidos y uno le pegó cuando Alejandra le pidió que parara y empezó a llorar. Cuando apagaban la tele levantaba a su madre en brazos, quebradiza como una vara de bambú, me coges mal, me haces daño, te lo he explicado mil veces, y a veces la apretaba fuerte en los costados para hacerle daño aposta y su madre gemía y lloriqueaba. Después encendía la luz de su escritorio, y sus rasgos de joven aviejada, cenizos, se reflejaban en el cristal de la ventana, y escribía una novela sobre Irene, que había dejado una carrera, que había dejado dos trabajos, que había dejado de ver a amigas, que había dejado a los que podían llegar a haber sido novios o amantes, porque tenía que estar en casa, con su madre desquiciada, y ella pedía y pedía, e Irene se estaba volviendo loca, y leía novelas de crímenes después de fregar la cocina, de hacer la compra, de lavarle los pliegues del cuerpo a su madre. Nadia tenía previsto, anotado en un minucioso esquema, que Alejandra no tenía previsto que, una mañana tranquila, la primavera colándose por la ventana del salón abierta, Irene estuviese limpiando una cortina y su madre la golpease en las piernas, ¡baja de ahí inútil que siempre lo haces mal!, y su madre se subió y estiró el cuerpo hacia afuera e Irene sintió un temblor y el mundo desvanecerse y empujó a su madre. Pero no se cayó al instante, quedó colgando del alféizar de la ventana, chillaba y pataleaba por encima de los coches, e Irene se quedó allí de pies hasta que finalmente sus dedos se soltaron. Alejandra se asustó y rompió las hojas y se metió en la ducha para dejar escurrir el agua hirviendo, pero Nadia no se asustó, si no que había corregido la escena de la caída siete veces antes de dejarla perfecta, la elección de la palabra adecuada y su correspondiente orden en la frase. Adivinaban en ella la influencia de una generación sucia de Norteamérica que había tomado forma en su país de la mano de unos noventeros, el caudillo ha muerto, que escribían sobre drogas y delincuencia, masturbándose detrás de los arbustos y colgando su bravura de un puente. Decían que sus personajes eran una versión castiza de aquellos monstruos trastornados de una Nobel de actitud polémica, fría en el norte del continente, adaptada al cine la historia de la intérprete sadomasoquista por un director aún más polémico. Nadia aceptó la clasificación de aquellos que sabían más que ella y se vio la película por internet. ¿Habría odiado la madre de aquella escritora a su hija al verse reflejada en tan horrible creación? ¿O quizá era todo mentira y se trataba de una dulce mujer escandinava que preparaba galletas a sus hijos y los llevaba de excursión? Quizá no existía tal madre, y la ausencia la había liberado de la vergüenza y la culpa de tener que responder ante ella del horror que brotaba en su cabeza, expuesta ahora tan sólo a los comentarios de los que, en el fondo, nada importan. Nadia ojeó las hojas de la libreta que siempre llevaba en el bolso. En una de ellas estaba apuntado el comienzo de Irene: «Alejandra quería a su madre más que a nada en el mundo, pero a veces era feliz imaginando cómo sería la vida si ella. Se había hecho mayor sin apenas darse cuenta».
Raquel Moraleja San José es graduada en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid. Actualmente cursa el Máster en Estudios Literarios de la misma. Ha realizado prácticas en el diario El Mundo en la sección de Cultura y como mediadora en el espacio de gestión cultural Espacio Trapézio de Madrid. Colabora con las revistas culturales ExPerpento, BEIS magazine e Input magazine y la revista digital de literatura Pliego Suelto. Es autora del blog de periodismo cultural Lit Ar Co, que cuenta con más de 75.000 visitas. Ha sido becada para realizar distintos cursos de escritura creativa en la Escuela Contemporánea de Humanidades de Madrid. Sus premios literarios más recientes son el XV Concurso de relato corto en castellano de la Universidad de Navarra (2014) y el II Concurso de Teatro Breve 6 metros cuadrados de Foro de Creadores (2014).
(La fotografía es de Carlo Err).