La madre de mis ojos, por Neus Arimany
No era hábito ni norma darnos un beso de buenas noches, ni de buenos días, ni un abrazo, ni siquiera para fingir calor. A oscuras, dentro de mi cama, era una niña literalmente fría. Pero entonces cerraba un ojo, solo uno, para preservar lo que tenía de real aquel momento y poder añadirle la dosis justa de fantasía que colmara mi necesidad de calor. Y me parecía ver como mamá entraba en la habitación, con su delantal a cuadros verdes y blancos —el que le regaló Carmen, la del segundo— mientras se frotaba las manos quitándose algunos restos de harina que veía volar y aquel gesto me parecía magia. Mamá olía a pan por las noches porque amasaba los panecillos que desayunábamos por la mañana, después se sentaba en la cama frotándose las manos con más fuerza y les daba aliento para ponerlas calientes sobre mis mejillas. Repetía este gesto tres o cuatro veces hasta que algo se rendía en mí y me venían las ganas de dormir.
En mayo mi madre terminó de coser un conjunto de terciopelo azul marino para la comunión. Una falda ligeramente pesada que me llegaba hasta las rodillas (pero que volaba mucho) y una torera a juego, y también una camisa blanca con un estampado de infinitos cisnes. Aquella mañana mi madre me secaba el pelo con el secador. Mi pelo tendía a encresparse y ella tendía a quererlo siempre bien liso y definido y tiraba y me recalentaba la cabeza y lo peinaba con el cepillo redondo (el que te deja las puntas en forma de «c») y me quemaba un poco y luego volvía a tirar haciéndome saber que teníamos prisa porque mi hermano se había manchado el jersey durante el desayuno y tuvo que cambiárselo por otro, ¡mientras tú tenías que probarte las medias de la comunión otra vez!
Mis medias de la comunión eran blancas, parecidas a las de la princesa de mi cuento de princesas, y aquella mañana tuve que probármelas otra vez para confirmar que eran las mismas y que, efectivamente, eran perfectas para mí. Pero las rompí sin querer. Eran muy finas y tiré mucho y mi madre se recalentó como el secador y se puso roja como un tomate… Y así, entre tirón de pelo y calentón de secador, cerré un ojo, solo uno, para aliviar el dolor que propinaba en mí el enfado de mamá. Entonces algo se suavizó en el aire y me pareció lucir en el espejo con el pelo fino y brillante, y mamá me ponía clips de colores y me preguntaba si me gustaba más el lazo azul o el amarillo mientras acercaba su mejilla a la mía y nos veía frente al espejo jugando ella a ponerme el dedo en la oreja y riéndome yo de nuestro juego. Entonces me susurraba en la otra oreja que estuviera tranquila, que mamá había comprado para mí otras medias igual de bonitas y blancas, como las de la princesa de tu cuento de princesas, son iguales hija, no te preocupes…
Cuando volvíamos juntas del colegio nos cogíamos de la mano —ella siempre me agarraba más fuerte porque tenía la mano más grande— y yo andaba con pasos de hormiga, punta talón punta talón punta talón, y ella decía, ¿qué me cuentas, hija? Y yo, ¡un cuento chino, mamá! Y nos reíamos y le contaba el cuento chino mientras la miraba y ella me sonreía, y no había terminado aún con mi mirada que ella volvía a fijar la suya hacia delante y desaparecía. Entonces yo cerraba un ojo, solo uno, para añadir a su gesto la dosis justa de fantasía que colmara mi necesidad de atención. Y me parecía ver como mamá volvía su cara hacia mí entusiasmada y sonriendo como si yo fuera lo único que existía en el mundo en aquel instante y se agachaba y me preguntaba si podía venirse a vivir en aquel lugar donde cada ser era una canción y cuando había reunión en la plaza del pueblo sonaban sinfonías mágicas que se escuchaban desde las estrellas. Yo le respondía que sí, pero que primero debía hacerse niña otra vez porque en Melodía solo podían entrar niños y niñas, que luego ya crecían pero que de entrada tenían que ser pequeños… y mamá me abrazaba y se reía con un de acuerdo mientras me daba un beso en la mejilla que me dejaba colmada de diferentes cosas a las que no sabría aún qué nombre darles.
Una mañana en clase me sentí mal y dejé caer la cabeza en mis brazos sobre la mesa y poco a poco quedó todo oscuro y callado. Cuando volví a ver las cosas y a oírlas estaba tumbada, veía un techo que no conocía dándome cuenta entonces que estaba en un sitio serio y recordando que mi madre siempre decía que en los sitios serios una tiene que estar seria. Se acercó un señor (serio también) tapándome el ojo con un parche adhesivo a la vez que me explicaba que hay que mirar siempre con los dos ojos porque si lo haces solamente con uno el otro se vuelve vago y es entonces que los médicos tenemos que dejar descansar al que siempre trabaja. No entendía ni una palabra de lo que me contaba y sentía picor en el ojo así que acerqué la mano para rascarlo pero el señor soltó un ¡prohibido! mientras levantaba su dedo índice. Yo quería salir de allí, rascarme aunque fuera el parche y también llorar un poco, pero después pensé que si me echaba a llorar el ojo tapado se llenaría de lágrimas que no podrían escapar y lo ahogarían así que me quedé seria, tragué las lágrimas y me aguanté. Entonces cerré un ojo, el que me quedaba, para imaginar una escapada fugaz, pero al hacerlo no veía nada y en la oscuridad de mis ojos contaba las esquinas de las paredes con el resto de luz que quedaba en mi retina o en mi cerebro o ahí atrás, e imaginaba que aquella, de nuevo, era mi habitación. Y me pareció ver que mamá venía y me besaba la frente y me decía que todo iría bien y que en unos días ya podría empezar a escribir la carta a los Reyes, que este año me había portado muy bien y que ellos lo ven todo y con los dos ojos, seguro que te traen todo lo que pidas, hija. Y ella sonreía y yo la miraba y otra vez en aquel mundo medio de mentira y medio también donde mamá existía y no y… Creo que en realidad mamá no se enteraba de mis juegos, pero esto lo sé ahora que ella ya no está y que puedo ver con otros ojos.
Porque un día mamá se fue y yo me quedé sin madre y sin juego y también sin ojos y sin nada. Y entonces pensé que igual de mayor podría ser madre yo también, y esta vez cerré los dos ojos para imaginarlo haciendo saltar descaradamente todas las lágrimas que vivían en ellos. Imaginé cómo serían los ojos de mi hija y los juegos a los que jugaríamos. Practiqué mucho paseando a las muñecas, dándoles clases y leyéndoles cuentos, pero ya con el tiempo cambié de opinión y creo que no quiero ser madre porque cuando eres madre eres un poco menos hija y tienes que repartirte y yo quiero seguir siendo hija entera toda la vida aunque sea sin mamá.
Neus Arimany nació en Girona en 1981. Es palabrista activa y coleccionista de letras transcritas en libretas y soportes digitales en general. «Mis palabras, mi silencio», se define.
El número 40 de Eñe. Revista para leer se llama Madres y madres. A los escritores que colaboran en él con sus relatos y poemas les pedimos justo eso: habladnos de madres, y también de madres.
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(La fotografía, de brighter than sushine, se publica bajo licencia Creative Commons).