El mercado de la carne, por Antonio Hernández Nieto
Dicen que los corazones solitarios encierran un páramo desierto. Los hay que colocan en este paisaje algún cactus cubierto de espinas y pelusas rodantes en aquellos corazones que son capaces de mostrar cierta humanidad. Sin duda olvidan que esos corazones bombean el sofocante calor del páramo. También bombean algunas de las espinas que se le caen al cactus llevándolas hasta la raíz del pelo y el nacimiento de las uñas de los pies. Sudor y dolor.
Se sabe que los corazones solitarios no escriben, no cuentan historias, no hacen ficción. Son presencias que se colocan a nuestro lado y a los que dejamos que nos acompañen, que nos miren, seres que desaparecen cuando su calor o su dolor se nota. Presencias fantasmagóricas que asustan a los cuerpos aunque menos que a las mentes.
***
—¿Dice usted?
—Me duele
—¿Dónde?
—Me duele
—Señálese dónde
—Todo el cuerpo
Ahora está desnudo. Tumbado en la camilla. El médico le aprieta la tripa mientas le dice que respire. Le toma el pulso en los tobillos, detrás de las rodillas, en las ingles, en las muñecas. Mira y busca con la mano el latido en el cuello. Observa con detenimiento las pupilas en las que él nota la luz de una pequeña linterna que le hace reaccionar.
—Siéntese en el borde de la camilla.
El médico se sienta a su lado y le ausculta. Le pide que inspire y expire mientras mueve el fonendo por la espalda. Más tarde, cuando le ponga el mismo fonendo en el pecho, le pedirá que no respire.
***
Lo llaman “el mercado de la carne” porque en él se concentran todos los carniceros de la ciudad. Venden una carne roja, añeja, colgada de ganchos oxidados o colocada en mostradores sucios. Las carnicerías son pequeños cuchitriles marronáceos por los que se pasean las moscas. El olor es intenso. Le gusta llegarse allí cuando sale de la embajada sin rumbo fijo, aunque el rumbo siempre lo marca el mercado desde hace varios meses, sin nada que hacer, cuando deja la vida regalada del Cuerpo Diplomático, el pequeño entorno en el que todo recuerda al país de origen, donde, algún día todo debió ser así, igual que aquí, y la carne olía y se pudría en mostradores sucios esperando un comprador. Las primeras veces que le vieron los carniceros se pusieron alerta. Los había quienes le sonreían, algunos con una sonrisa desdentada, al verle acercarse al mostrador, a la vez que le enseñaban la mejor pieza. Sin embargo, al cabo del tiempo dejaron de inmutarse cuando llegaba y recorría el mercado. Inspeccionaba el material con interés y luego se iba, sin más, como había llegado.
***
No fue el calor. Tampoco la humedad. Fue el peso de los pies al caminar. Una sensación de plomo seguido de cansancio las que le obligaron a pedir la baja en el servicio y volver.
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Dicen de los corazones solitarios que son cuencas de ríos secos y pedregosos, piedras bajo las que según algunos, los más optimistas, todavía queda algo de humedad. Los más valientes, aquellos que no tienen miedo a los fantasmas, se han acercado al pecho de los corazones solitarios y cuentan que han escuchado el rumor del río subterráneo. Un ruido rocoso que la piel y los huesos impiden que suene como del más allá. Es una corriente lenta y pesada sobre la que resbala, de vez en cuando, un guijarro que superpone a la rutina un repiqueteo corto y alegre convertido en una sonrisa apenas apreciable, un leve movimiento del vello corporal, que se esconde como un animal amenazado en presencia de un depredador. Una desaparición tan brusca que hace pensar si ese corazón estuvo allí, si se puso la oreja para escuchar, y si el ruido o el repiqueteo del guijarro se oyeron de verdad.
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No encuentra nada, por eso sigue buscando, le dice. Sale de la consulta lleno de volantes hacia la ventanilla de las citas. Un análisis completo. Varias radiografías. Alguna prueba más que desconoce por poco corriente. Comprueba en el móvil las fechas que le dan. Es un acto mecánico ya que tiene libres todos los días, exceptuando alguna comida o alguna cena que, por otro lado, son perfectamente prescindibles. Está aquí, le devolvieron, porque se sentía mal. Le han dejado todo el tiempo del mundo para que se recupere. Retirado del servicio temporalmente y, de nuevo, recorre su ciudad buscando el mercado de la carne, el olor de lo que se pudre delante de la vista. Pero no es aquí donde lo va a encontrar. Ya no. No en este lugar. Donde ya ha pasado el tiempo del gancho oxidado y los mostradores de mármol bien iluminados reflejan el color blanco de la higiene en el que las piezas de carne parecen las encías rosadas de una dentadura infantil.
—Pregunte para cuándo estarán hechas todas las pruebas y luego pida cita para que yo le vea.
—¿Sabe si tardarán mucho?
—Lo normal.
De vuelta a casa. Bajo el brazo un montón de papeles con datos e indicaciones que leerá más tarde en la comodidad del salón. En la casa que construyó poco a poco para hacerla su patria sin conseguirlo. Hecha entre destino y destino. En las largas y ficticias vacaciones que suponen esos períodos de espera, sobre todo si no se tiene ansia de progresar en la carrera diplomática y se aguarda en una oficina del ministerio la asignación de un puesto cualquiera. Allá donde haga falta cubrir un hueco con la eficiencia que siempre ha demostrado y que ha hecho que cualquier lugar sea antes su casa que su propia casa. Acostumbrado a habitar y hacerse con la habitación estándar que reserva el ministerio a sus funcionarios en los centros que tiene en el exterior. Lugares que él a penas personaliza con la ropa, un ordenador, un libro, tal vez, con los periódicos o las revistas locales una vez que domina el idioma del lugar. Esa es y ha sido siempre su casa. El lugar donde la cháchara funcional y formal que querría dejar atrás le acompaña y llena el páramo desértico y el río pedregoso y seco que dicen que los solitarios tienen por corazón.
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Camina solo bajo la lluvia hacia el mercado de la carne.
***
Según dicen, el monólogo es la conversación que prefieren los corazones solitarios. Se les ve murmurar por las esquinas. A veces, con la mirada perdida. La mirada infinita y abisal de los iluminados. De los eremitas que llevaban tanto tiempo haciéndose revelaciones que asustan por incomprensibles y por haberse quedado fuera de la realidad. Su voz es el susurro y el viento colándose por las rendijas de las puertas y las ventanas. Lo que muchos confunden con un tenue aullido es, a veces, la única manifestación de que un corazón solitario está cerca, se aproxima, el anuncio de una presencia que amenaza con una retahíla que empieza y acaba con brusquedad. Silencio, es el silencio, lo que viene después y con él la incomodidad porque cuando todo está dicho no hay más que hablar.
***
Ha llegado tarde y la casa está fría. Viene de una larga cena con antiguos colegas. Ha habido anécdotas y también risas y reconoce habérselo pasado bien. Sonríe a la mirada del espejo mientras se cepilla los dientes y recuerda momentos de la cena. Y se para cuando nota una presencia. Una sombra que parece moverse en el espejo detrás de él y que desaparece cuando se da la vuelta. Piensa en los efectos de una comida copiosa con mucho alcohol. Piensa en la cama. Piensa en acostarse. Y en dormir. Piensa en el sueño que le despierta en un cuarto impersonal para funcionarios lejos de la metrópoli, lejos de casa.
—¿Cómo puedes encontrarte cómodo? —dice la voz.
—No se necesita mucho más para vivir.
—¿No echas de menos a nadie?
Es entonces cuando se nota empapado. Él cree que es la lluvia constante de los lugares por los que camina. No le extraña que le miren. Él también miraría a un hombre vestido con un pijama. Pero no es el pijama, él lo sabe. Es el hecho de que un blanco lleve pijama por la calle y meta los pies en el barro. Al igual que los niños. Al igual que los ancianos. Hasta que llega al mercado de la carne en el que el agua arrastra la sangre, hasta entonces seca, de los puestos, y los dedos de los pies se llenan de un barro enrojecido, un barro oscuro y sucio, que mancha el pantalón a rayas. Un suelo húmedo y caliente que resbala y le tira. Cara en el barro. Ojos cerrados. Manos en los bolsillos empuñando el arma. Y una mano tirando de él.
—Míster, míster.
Pero no responde. Ha abierto la boca y deja entrar el agua y el barro. Disfruta del sabor acre y sucio. Mueve la lengua y siente. Es puro asco. Pura nausea. Arcadas. Un cuerpo que se da la vuelta. Tose. Se abraza a sí mismo con los ojos cerrados. Que siente las miradas atónitas de los carniceros de dientes mellados. Sonrisas rotas. Y unos zapatos que chapotean en el barro pidiendo paso. Pasos que le llevan al coche. Del coche a la embajada. De la embajada al cuarto. Del cuarto al baño. Y la lluvia no deja de caer. De sonar en la calle. Recuerda el peligro, si es que lo hubiese. Mientras, el jabón y la espuma arrastran unas pocas lágrimas que se pierden en el vapor de la ducha.
***
—Bueno, ya tenemos todas las pruebas.
—¿Y?
—No ponga esa cara, hombre —le dice mirando por encima de las gafas
—¿?
—¿Cómo se siente?
—Igual. Cansado.
—No concuerda con…
—¿Puede ir al grano?
—Las pruebas no explican los síntomas.
—No me encuentro bien, doctor.
—Apenas acabamos de dejar atrás la casilla de salida. ¿Algún síntoma nuevo? ¿Algo que nos pueda orientar?
—No, doctor.
—¿Tiene algún problema? Aquí puede hablar, ya sabe… —se ajusta las gafas.
—No, doctor.
***
Dicen que los corazones solitarios han olvidado las caricias que recibieron en la infancia. La mano suave de la madre. Y el abrazo fuerte del padre. Tampoco recuerdan los besos ni los tortazos. Ni buscan una cosa ni la otra. Son pieles secas llenas de un suave picor y una descamación constante. Pieles frías. Aunque hay quien se ha atrevido a tocarlas. Siempre como un experimento. Y han notado el calor que la palidez esconde. Y han visto en los ojos solitarios la extrañeza de sentir el dorso de una mano sobre el brazo. Miradas intensas de un interior desértico y seco. Ciertamente ansioso. En el que el único sonido es un eco reflejado en los huesos que abandonados a su suerte siguen acompañando a un cuerpo que hace tiempo también fue abandonado. Sin recuerdos. Sin la presencia de los otros.
***
Sobre la cabeza de un carnero sobrevuelan unas moscas. Se presenta sola sobre el mostrador. Esperando que venga un comprador que permita cerrar el puesto por hoy. En las cuencas, los ojos miran al infinito que para ella ha acabado. Se pone delante. Le toma una foto. Observa en la pantalla del móvil la sonrisa de la muerte. Una muerte animal. A la vez una comida. Un manjar. Una delicia con que la mujer agasajará a su hombre. Antes, habrá encendido el fuego. Y en los rescoldos habrá cocinado la cabeza como su madre la habrá enseñado. Él, tal vez, llegue contando cuentos africanos. Chismes sobre este y aquel. Ella seguirá callada cocinando. Niños descalzos recorriendo la casa. Uno a la espalda. Al que todavía amamanta. Seguramente hablen. ¿De qué? ¿Del manjar que se van a comer? Sin embargo, la cabeza sigue ahí. Esperando. Con la sonrisa puesta. Con las moscas sobrevolándola. Borra la foto. Sigue andando. Deja atrás el mercado. Vuelve a casa. A la que ahora es su casa. Vuelve con las manos vacías. En una de ellas un móvil que es una provocación. Que también es nada para quien espera una mesa puesta en una pequeña estancia de la embajada. Donde una mujer habrá cocinado para él. Donde comerá solo la misma comida que el resto del servicio. Y la costumbre tomará su forma cómoda, confortable. Su rutina emplatada. Cercada tanto por la desgracia de una muerte, una guerra, una enfermedad, como por la felicidad de un nacimiento, de un niño jugando, un matrimonio, una festividad. Cercada por la pobre satisfacción de un burdel. Cercada por la excitación del riesgo.
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—Así que un problema visual
—Sí.
—¿Me lo cuenta?
—Me resulta difícil describirlo.
—¿Pierde la vista?
—No.
—¿Ve peor?
—No.
—¿Pierde parte del campo visual?
—¿El campo visual?
—Sí, como si dejara de ver una zona.
—No, doctor, no.
—Entonces…
—Se aparece una sombra. Una sombra que veo en los espejos.
—¿En los espejos?
—En los espejos de casa.
El médico le hace una sencilla exploración ocular. Le hace mover los ojos para uno y otro lado. Le hace leer. Primero con un ojo y luego con el otro. Primero sin gafas y luego con gafas. El médico saca un aparato del cajón. Un oftalmoscopio le dice. Intenta ver dentro del ojo. Luego lo pone de pie. Le hace andar en el sitio. Con los ojos abiertos. Con los ojos cerrados. Con los brazos extendidos. Le empuja. En la camilla le toca con una escobilla y con un alfiler. Le golpea con un martillo. Le hace el gesto de soplar. Le pide que sonría. Cuando acaba vuelven a sentarse. El médico rellena un papel que firma y en el que estampa un sello.
—Vaya a ver a mi compañero —dice metiendo el papel en un sobre.
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Dicen que los corazones solitarios solo tienen por amigos a los libros. Libros fríos que conservan y ven amarillear en las estanterías. Libros que les sirvan para reducir la ausencia de compañía. Apasionados volúmenes de calidad diversa. Bibliotecas de corazones solitarios que muestran a los que se han acercado desde Ana Karenina de Tolstoi a una tórrida novela de Bárbara Cartland. Desde Cumbres borrascosas de Jane Austen a El diario de Noa de Nicholas Sparks. Los hay que están suscritos a la colección Bianca y guardan un volumen tras otro. Escondidos. En cajas bajo las camas. Como algo vergonzante. Algo que leen en sus incómodos sillones de orejas o metidos en la cama en las largas noches de insomnio. Miles de luces encendidas. Como antiguamente los faros en las noches cubiertas.
***
—Dice usted que es una presencia.
—No. Es una sombra.
—Me la describe.
—Miro al espejo y allí está. Detrás. Parece mirarme fijamente.
—¿Mirarle? ¿Tiene ojos?
—No. Es la actitud. Es la forma.
—Descríbame la actitud y la forma.
***
Allí está de nuevo. Se queda con ganas de preguntarla. Pero sigue cepillándose los dientes. Mientras la observa. Observa esa especie de forma gris, quieta e inmóvil. Parece al acecho. Una sombra que parece agrandarse cuando se inclina para coger agua. Y que desaparece cuando se levanta. Como si el ruido que hace el agua al moverla en la boca le asustase. Como si fuera una amenaza o un conjuro que quitase todos los males. Como si fuera uno de los brujos de la tribu de los muchos que había conocido en los destinos a los que le había llevado su trabajo. Los que tras una retahíla bebían un mejunje espeso y agrio, que con frecuencia llamaban cerveza, y que luego escupían alrededor del niño que querían proteger. De la chica poseída por demonios. De la anciana que moribunda yacía en el suelo de la choza o en un camastro. Del guerrero que tenía una fiebre inmensa y deliraba. De un jefe que quería pasar a mejor vida y que en el viaje no le arrebatasen el alma los malos espíritus. Era escupir sobre el lavabo el agua jabonosa de la boca. Ver como se iba por el desagüe. Y no ver más la sombra en el espejo. Hasta la noche siguiente.
***
Volvió a la embajada con un pedazo de carne envuelto en un periódico. Cogido con ambas manos como cuando era monaguillo y acercaba el cáliz al sacerdote. Aceleró el paso. Toda su preocupación era que la tinta no pasara a la carne. Esa tinta tóxica de los periódicos locales que le manchaba las manos. Recuerda que entró corriendo en el edificio. Se dirigió a su cuarto. La puso encima del escritorio y la destapó. Una palpitante masa roja. La miraba sentado en el borde de la cama. Ensimismado. Había perdido el atractivo que tenía en el mercado de la carne. Pero había conseguido otro. El de la pieza aislada del entorno. Un entorno que no la esperaba y que la rechazaba. En el que la pieza luchaba por ser aceptada. Se quitó los zapatos y se tumbó en la cama. Puso las manos manchadas de sangre casi seca bajo la nuca. Y durmió. Durmió hasta que las moscas empezaron a posársele en la nuca y en las manos. Y empezaron a recorrerlas. Él sintió una corriente de felicidad. El cosquilleo de la infancia y el ligero roce de la mano que tienta el deseo bajo la mesa. Abrió los ojos como la boca se abre al sonreír. La pieza de carne no estaba encima de la mesa. Resopló y se estiró. Tal vez, todo había sido un sueño. Un sueño que le hizo feliz. Se sentó en el borde de la cama, todavía somnoliento, y buscó las zapatillas con los pies, debajo de la cama. Amodorrado bajó las escaleras hasta la cocina.
—La cena está lista —le dijo la chica de servicio mientras miraba el horno.
—¿Qué hay de cenar?
—Carne. Carne asada.
Él se fue directo al cuarto de baño. Puso las manos bajo el grifo abierto. Manos manchadas de sangre. Espuma de jabón rosada. Y el agua que la arrastra.
—Ya puede servir la cena —le dijo.
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Dicen que los corazones solitarios no comen. Son puro espíritu. Todo les alimenta. Hay quien los invita a sus casas para comprobarlo. Una sola vez. Los tientan con comidas pantagruélicas llenas de manjares. Ellos comen de todo. Hasta de lo que no les gusta. Hasta de lo que no les apetece. Gente educada. Prefieren comer a tener que hablar. ¿Hablar de qué? A los más callados tratan de emborracharlos. Desatarles la lengua. Pero ellos están acostumbrados a callar. En cualquier circunstancia. Silencios rotos por cortas frases de agradecimiento. Nada más que decir. Si acaso sale de su boca una ligera canción camino de casa. Dicen los que las han oído al pasar que son baladas tristes de amor. Canciones que ponen melancólicos a quienes las escuchan y a quienes las cantan. Siempre parecen tristes los corazones solitarios. Aunque sonrían a sus anfitriones. Sonrisas que se dibujan suavemente en sus caras, a cámara lenta, difuminadas, infundiendo paz y sospecha. La sospecha de los seres libres. De los que no se atan. De los que simplemente existen y por existir ponen en evidencia la vida normal de los otros y molestan.
***
—¿Cómo va con la medicación?
—Mal.
—¿No se siente más animado?
—No estoy desanimado. Estoy cansado. No puedo con mi alma.
—Y la sombra, la del espejo, ¿la ha vuelto a ver?
—No.
—Lo ve —dice sonriéndole—. Ya vamos avanzando.
Sale de la consulta. Arrastra los pies. Lleva consigo las recetas. Coge el autobús. Remolonea. Para a ver algo. Se acerca al trabajo aunque está de baja. Saluda a los compañeros que le invitan a quedarse a comer. No opone ninguna resistencia. En casa, en el espejo, le espera la sombra que está hecha de forma y de actitud. Ya no se inmuta cuando le ve escupir en el lavabo el agua de enjuagarse los dientes. No desaparece. Allí está. Permanece. Es como si las pastillas la hubieran fijado. Una compañía permanente que no sale de casa. Que lo espera y lo recibe. Quiere decirle al médico: “Sí, la sombra sigue. No solo sigue. Se ha vuelto más grande. Más fuerte. Me coge. Me acuna. Me besa. Hasta asfixiarme. Hasta caer inconsciente en la cama. Y entonces sueño. Sueño con una pieza palpitante de carne comprada en el mercado. Que late encima del escritorio, en la cocina, encima de la mesa, encima de cualquier superficie, buscando su lugar.”
***
Pies desnudos sobre el barro. El agua cae. El pelo mojado. La ropa húmeda. Corre por el camino al mercado. Hace calor. Y al final, hierros oxidados, mostradores sucios, estantes podridos. Y la carne en mal estado en los pocos puestos abiertos en los que dormitan sus dueños que ya no se asombran al verle llegar. Le sonríen. Dientes mellados que amarillean entre sus labios. Y vuelven a cerrar los ojos y dormitar. Y él de pie, descalzo, dedos mojados, y los zapatos en la mano, mirando a la carne, añojo, pasado, pedazo que hace tiempo que vivió y murió.
Antonio Hernández Nieto se presenta: «Como Antón Chéjov, soy médico, concretamente especialista en Medicina del Trabajo y, también, técnico superior en prevención de riesgos laborales. Y como el escritor ruso siempre he estado interesado por la escritura, por lo que he estudiado en la Escuela de Letras de Madrid y en la Escuela Contemporánea de Humanidades, ambos proyectos dirigidos por el escritor Alejandro Gándara. En la última formé parte del Seminario Avanzado, compuesto por escritores, filósofos y científicos, durante 5 años y dirigí durante tres años El Nido del Escorpión, revista de arte, ciencia y humanidades perteneciente a dicho centro. Además, estudié escritura periodística con Daniel Ulanovsky y Marrtín Yriart de Clarín, guion de cine con Jesús Díaz, escritura dramática con Sanchis Sinisterra y performance con Los Torreznos. Formación que he completado con cursos de teatro en el Teatro de la Abadía con Andrea Delicado, Ernesto Arias, Carlota Ferrer e Inma Nieto, cursos de ópera con el musicólogo Gabriel Menéndez y con la directora de escena Rita Consentino en el Teatro Real y de dirección de escena con Marcelo Díaz en la Cuarta Pared. En la actualidad, hago crítica teatral para el Huffington Post, la revista Actores y, en el pasado, la revista Kiliedro, de cultura contemporánea. Además, hago crítica de ópera y ballet para SulPonticello, revista de música y arte sonoro.»
El número 43 de Eñe. Revista para leer se titula Desvelados. Un número en el que descubrimos los mejores relatos de Cosecha Eñe 2015, auténticos secretos literarios para celebrar la mejor literatura. Pero queremos que la revista impresa viva en la revista digital, así que ahora te proponemos a ti que Eñe continúe en tu escritura. Esperamos tus escritos —no importa el género, no importa si relato o poesía— movidos por esa contraseña: desvelados. Algo que se desconocía, algo que se intuye sin certeza… La invitación es amplia. ¿Te apuntas al reto? Cada semana publicaremos en nuestra web los mejores textos, y al finalizar el trimestre escogeremos a un ganador, que se llevará una suscripción anual a Eñe. Revista para leer. Puedes enviárnoslos mediante el formulario que hemos habilitado, y consultar las bases legales en esta página.
(La fotografía, de Tom Waterhouse, se publica bajo licencia Creative Commons.)