Don Carmelo, por Antonio Ladra
El fin
Y al final la muerte, que tantas veces le anduvo rondando, no le llegó a Gabriela, pero sí al Lilo, y ella tuvo mucho que ver. La muerte de Lilo, violenta, como no podía ser de otra manera, ocurrió en su ciudad natal, Carmelo, el viernes 9 de abril de 1999, cuando el narco salió del bar Peluca.
Previamente, como casi siempre ocurre con las ejecuciones de estilo mafioso, hay alertas, advertencias. Semanas antes de su asesinato, arrojaron en el jardín de su casa carmelitana una poderosa granada, que no explotó, pero si lo hubiera hecho habría borrado de la faz de la Tierra mucho más que la casa de Lilo.
Nunca se supo quién o quiénes fueron los que arrojaron la granada, pero quedó claro, luego, con el diario del lunes en la mano, que se trató de un aviso de que había un fuerte malestar con el narco carmelitano en el ambiente de la droga.
El periodista Monteagudo escribió en el diario La República una crónica del asesinato de Lilo: «Martínez fue llamado al celular y cuando salió a la calle para subirse al auto, su reciente adquisición, un BMW último modelo, fue interceptado por un desconocido que lo ultimó de cinco balazos».
Murió y parece que con ello se terminó la historia. Pero no, la historia siguió, aunque para muchos la muerte de Lilo fue un alivio. Sintieron alivio los amigos a los que prestó abundantes sumas de dinero y no la tenían que devolver. Sintieron alivio los dirigentes políticos locales, muchos de los cuales no sabían cómo explicar a la gente honesta la presencia de Lilo en sus comités o cerca de ellos. También sintieron alivio los policías que Lilo tenía contratados para salir a cobrar deudas de algunos olvidadizos.
Según Monteagudo, los únicos que lamentaron verdaderamente la muerte de Lilo, además, quizá, de su familia, fueron los dirigentes y simpatizantes de Wanderers, el club de barrio que a fuerza de dinero fresco inyectado por Martínez obtuvo varios campeonatos consecutivos en el torneo local.
Sin embargo, hoy son pocos, muy pocos, los que quieren acordarse del paso del narcotraficante por el club. Esos pocos memoriosos recuerdan una noche en la que Lilo recibió un llamado por el cual se le avisó que Interpol había librado una orden para su captura: «Este llamado me costó quince mil dólares», dijo, lacónico, acostumbrado a meter mano en el bolsillo para pagar a amigos que le hacían de campana. Pero ese 9 de abril no hubo nadie cerca de su lustroso BMW para avisarle que su vida corría peligro. No hubo ni un tintineo de la campana. El ruido de la muerte, junto con las cinco balas, llenó la noche carmelitana; hasta se pudo escuchar cómo la sangre y la vida se escapaban del cuerpo de Lilo.
En los días posteriores al asesinato de Lilo Martínez, los investigadores recogieron varios testimonios. Uno, quizá el más claro, contó que en momentos del crimen se dirigía a la estación Texaco, distante una cuadra del bar Peluca, y que luego de sentir los disparos pudo ver una camioneta blanca con matrícula de Argentina, con una mujer rubia al volante, que estaba estacionada pero con el motor prendido, y pudo ver cómo dos hombres salieron corriendo de las inmediaciones del bar Peluca y se subieron al vehículo, que salió a toda velocidad.
Otro testigo contó que vio la misma camioneta cerca del cementerio, donde los hombres abordaron un coche rojo, posiblemente un Fiat Palio con matrícula de alquiler.
Sin embargo nadie pudo dar cuenta del rostro del o los asesinos. El misterio, el silencio pero sobre todo el miedo se apoderaron de los potenciales testigos. Pero no todo fue así. Hubo un testigo presencial del asesinato. Diez días después de la muerte de Lilo, que sacudió a Carmelo, un agente policial obtuvo el dato de parte de un comerciante de la zona.
Esto quedó estampado en un documento interno de la policía, que fue elaborado por el agente. Allí se cuenta la conversación mantenida con el testigo clave. «Una vez en el domicilio del mencionado testigo, se le pregunta si efectivamente había visto algo de la muerte de Lilo Martínez. En una primera oportunidad manifiesta que no había visto nada, pero luego de una serie de preguntas admite que había sido testigo del episodio». «Al preguntarle si era posible reconocer por medio de una foto al homicida contestó que sí, por lo que luego de haberle mostrado varias fotos identificó al homicida».
Pero ocurrió algo muy común en este tipo de casos: en el juzgado se desdijo. No obstante, cinco meses después llegó al despacho del en ese momento juez de la causa, Carlos Colmenero, el nombre del supuesto asesino de Lilo Martínez: Alejandro Ismael Píriz Brum, ladrón de narcos, narcotraficante y presunto autor material de la muerte del joven Andrés Trigo Fonte en Colonia del Sacramento.
Pero Colmenero no dio curso a la investigación policial y durmió el expediente de la muerte de Lilo. No obstante, la Policía y la Dirección Antidrogas siguieron con su investigación y llegaron, cuatro años después, a una nueva confirmación de que Píriz Brum participó en el asesinato de Lilo.
Dos testigos, en absoluto secreto, participaron de una ronda de reconocimiento en Montevideo. En esa oportunidad señalaron con certeza a Píriz Brum y a otras dos personas como los participantes del asesinato de Lilo Martínez. Así, la Justicia pudo saber que además de Píriz Brum habría participado Ruben Mario Soria, el Marito, y dos delincuentes más, junto con una mujer que esa noche hizo de chofer de una camioneta blanca en la que los asesinos se dieron a la fuga, como ya había declarado un testigo.
Pero a pesar del avance en la investigación, el juez Colmenero seguía trancando la definición judicial e incluso en mayo de 2002 archivó el caso. A esa altura, las relaciones de los investigadores con el magistrado no eran nada buenas y fue acusado formalmente por el Ministerio del Interior como promotor de una especial protección a Píriz Brum, con quien los policías de Colonia denunciaron que lo unían fuertes y llamativos lazos de amistad.
El 20 de febrero de 2004, Colmenero fue separado del cargo por decisión de la mayoría de la Suprema Corte de Justicia, al señalarlo como el magistrado que enlenteció la investigación sobre el asesinato de Martínez, ya que sabía que su protegido, Píriz Brum, tenía directa participación en el hecho.
Finalmente, el 16 de junio de 2004, la jueza Julia Staricco, designada como jueza suplente mientras se sustanciaba el sumario a Colmenero, tomó una decisión sobre el caso y estimó que, pasados los cinco años del hecho, tenía los elementos suficientes para procesar a Píriz Brum por el asesinato de Lilo Martínez.
Sin embargo, en una entrevista realizada por la periodista Nancy Banchero para el semanario El Eco y publicada en marzo de 2012, Píriz Brum, en ese momento preso por la muerte de Andrés Trigo y de Lilo Martínez, aseguró que no mató a ninguno de los dos. «A “Lilo” Martínez no lo maté yo, sino Marito Soria; tampoco maté a Andrés, ni siquiera lo conocía, nunca estuve en Colonia [del Sacramento]».
Ya en esa época, el Marito Soria no podía desmentir los dichos de Píriz Brum: el 7 de enero de 2007 había sido asesinado de treinta puñaladas en un baño del Penal de Libertad.
El móvil de la ejecución de Lilo, teniendo en cuenta sus actividades, su creciente protagonismo en el narcotráfico rioplatense, bien podría haber sido o un ajuste de cuentas o producto de una disputa de bandas de narcotraficantes de la localidad argentina de San Fernando, para quedarse con el mercado de la droga que manejaba el carmelitano.
Si bien todo lo anterior era cierto, se sumó también un componente que puede catalogarse de pasional: los celos, el ánimo de venganza, la disputa por una mujer, quizá hasta el amor. Puede haber sido todo eso junto, nunca quedó del todo claro.
Cuando Gabriela Maldonado fue detenida por el asesinato de Sabattoni, estuvo un tiempo presa en la cárcel de Cabildo; por alguna razón, quizá a través de conocidos, no se sabe bien, conoció a Píriz Brum y con él entabló una relación amorosa.
Hasta ese momento –corría el año 1998–, Lilo, que seguía con paradero desconocido, bien guardado en las islas del delta aunque desarrollando su actividad de narcotraficante, dispuso que los abogados de un costoso bufete fueran los que asistieran a los hermanos Maldonado durante el proceso judicial.
Gabriela y Víctor, los asesinos de Sabattoni junto con Lilo, eran gente humilde, sin recursos para acceder a tamaña defensa. Pero un día, Lilo ordenó a los abogados que abandonaran el caso, lo que provocó la furia de los hermanos, en especial de Gabriela, quien siempre había creído a pie juntillas en el narco carmelitano y que incluso lo había protegido, por ejemplo, negando su participación en la muerte de Sabattoni.
Pero pronto se supo que este cambio de actitud de Lilo le iba a costar caro. Luego de su muerte, en uno de los tantos interrogatorios de rutina a los que se vio sometido Víctor Maldonado, este confesó que su hermana le había encargado la venganza a un amigo, quien actuó como sicario. Ese amigo no era otro que Píriz Brum, quien en nombre del amor quizá, en la noche del 9 de abril de 1999 se cobró, en nombre de Gabriela, todas las cuentas impagas que había dejado Lilo: don Carmelo.
Antonio Ladra nació en Montevideo en 1956. Es periodista desde hace más de tres décadas. En 1984 integró el grupo fundacional del diario Cinco Días, que fuera cerrado por la dictadura tras veinte ediciones. Ese mismo año participó en la fundación del diario La Hora. Su carrera periodística prosiguió en los diarios La República, El Observador, las revistas Posdata y Latitud 3035, las radios El Espectador y AM Libre. Fundó el diario Primera Hora de San José. Fue corresponsal para el Mercosur de la revista española Contrapunto de América Latina. Su última incursión en medios escritos fue en el periódico planB, donde ejerció la secretaría de redacción. Para el diario El Acontecer de Durazno escribe una columna semanal. En el año 2010 recibió el premio Morosoli al periodismo televisivo. Actualmente desempeña su labor periodística en el canal 12, donde co-conduce el periodístico Código País, además de ser uno de los coordinadores adjuntos del noticiero Telemundo. Ha ejercido la docencia en la Escuela de Diseño y Comunicación de Bios, donde impartió un taller de periodismo.
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(La fotografía, publicada bajo licencia Creative Commons, es de Jimmy Baikovicius.)