Don Carmelo, por Antonio Ladra
El hijo de Melita
Lilo Martínez, nacido en el primer día del año 1947, se hizo de abajo, pero también hizo dinero, mucho dinero, pero no lo hizo trabajando y eso fue seguramente lo que le valió ser ejecutado al mejor estilo mafioso cuando apenas había pasado el medio siglo de vida, a los 52 años.
Las tranquilas calles de Carmelo –la única ciudad fundada por el prócer uruguayo José Gervasio Artigas que aún se mantiene en pie, a ambas márgenes del arroyo de las Vacas– pronto se acostumbraron a los pasos de Lilo, casi siempre en conflicto con la ley.
Su carrera comenzó muy temprano; el hijo de Melita tuvo su primer encontronazo con la ley cuando tenía apenas 21 años: fue procesado por hurto y encubrimiento. Después siguió, a los 26 años, con proxenetismo, lesiones y violencia privada. A los 30 lo procesaron por rapiña y a los 35, por hurto.
Fue entonces que decidió dejar de jugar en la cancha chica y se organizó de manera tal que pronto se convirtió en el líder de una poderosa organización dedicada al contrabando, cuyos integrantes cruzaban con mercadería ilegal en lanchas hasta Carmelo.
Después vio que podía usar esa infraestructura para otro tipo de contrabando, mucho más redituable, pero tanto o más peligroso, y comenzó a ganar terreno en el tráfico de drogas desde y hacia Argentina, transportando especialmente cocaína y una nueva droga que empezó a hacer furor en esa época, el éxtasis. Su radio de acción fue en principio todo el departamento de Colonia, pero se estaba expandiendo hacia Montevideo, donde tenía buenos contactos. Y después de Montevideo no le fue difícil extenderse hacia la zona de Punta del Este donde había, en la temporada de verano, un mercado ávido de buena droga. Más tarde cruzó el charco y puso un pie en Buenos Aires. Igual, su base estaba en la ciudad de Carmelo, por eso los narcotraficantes argentinos le llamaban también don Carmelo.
En Uruguay, Lilo Martínez fue uno de los pioneros, un adelantado en la venta de droga a nivel internacional, aunque no trascendió más allá de la capital porteña, que para esa época bastaba y sobraba.
Pero pronto lo detectó la Dirección Antidrogas y se dieron cuenta de que estaban ante un gran jugador, con potencial como para transformarse en alguien muy importante en el mercado de la droga. Discretamente comenzaron a seguirlo, a buscar información de su vida, de sus movimientos, de sus contactos.
Cuando se dio cuenta de que la Dirección Antidrogas le pisaba los talones, logró tener nuevos documentos y diferentes identidades. Lo pudo hacer gracias a sus aceitados contactos, los que tenía a todo nivel, por lo que no le fue nada difícil. Así, se llamó Jorge Martínez, un hombre de 45 años con gruesos bigotes, y hasta consiguió tener una Cédula de Identidad. Todo legal en la ilegalidad, como corresponde a un mafioso que se precie de tal.
En otro momento tuvo otra identidad, también «legal», y se llamó Washington Ruben Figueredo Pose, y así estaba registrado, por ejemplo, según pudieron constatar los investigadores, en la mutualista Asociación Española Primera de Socorros Mutuos.
También se llamó Jorge Reynaldo, y así lo atestiguaba una Cédula de Identidad de un hombre de 50 años. Con ese documento sacó el registro de conducir en la Intendencia de Canelones.
Con la Dirección Antidrogas siguiéndole los pasos, la vida de Lilo tuvo que cambiar, aunque no mucho. Para ello ensayó algunas estrategias de cómo burlar los controles policiales, como por ejemplo la ya narrada de usar varias identidades u otra que consistía en denunciar que había extraviado la Cédula de Identidad y el registro de conducir para de esa manera obtener un documento provisorio, pero auténtico. Cada 50 días conseguía ese salvoconducto en la comisaría tercera de Carmelo, donde tenía buena llegada y nadie hacía preguntas.
Tampoco usaba teléfonos de línea, hablaba a través de los públicos y en contadas oportunidades lo hacía por celular, y para ello usaba los prepagos y diferentes chips que cambiaba después de cada llamada importante. Estaba obsesionado con que estaba siendo escuchado.
A pesar de tener una memoria prodigiosa –Lilo recordaba sin problema los números telefónicos de sus contactos–, a medida que la organización fue creciendo tuvo que acudir a una agenda y para ello usó un código para cifrarlos. Consistía en colocar los números como dígitos sumados, correspondiendo el primero de cada uno de ellos al número telefónico; también utilizaba para identificarlos la inicial del nombre o el apodo de la persona de que se tratara.
Hacía sus traslados en Montevideo en remises o taxis, pocas veces andaba en sus propios vehículos, a pesar de que tenía varios y muy costosos: un Mercedes Benz descapotable de color blanco, un BMW oscuro, un Renault Laguna verde que se supo tenía un compartimento oculto acondicionado para el transporte de la cocaína y una Nissan cupé color borra de vino. Reservaba los movimientos en sus vehículos para Colonia, que era donde se sentía seguro.
Un informe reservado de la Dirección Antidrogas de mediados de los años noventa cuenta que Lilo, con algo más de 46 años y ya con una cuantiosa fortuna, era muy querido por la gente, sobre todo por su apoyo al club local de Carmelo, el Wanderers, el cuadro de fútbol más popular de esa ciudad, que de su mano se cansó de ganar campeonatos.
Era socio, hincha rabioso, que es más que fanático, y el más grande benefactor de la institución. A tal punto llegaba su fidelidad al Wanderers que una vez, a pesar de ser buscado por la policía, cuando su cuadro jugaba contra el Plaza Colonia en Carmelo hizo la previa en el bar Vesubio, que era de su propiedad, disfrazado de mujer, y luego fue al estadio.
Muchos se dieron cuenta de que esa desconocida rubia platinada, de modales toscos, que estaba sentada en la tribuna, era Lilo; pero nadie lo delató, o por miedo o por estar sobornados. Es que Lilo tenía comprada su libertad y sus movimientos cebando la mano de más de un policía, a quienes pagó en varias oportunidades el agua y la luz. Incluso una vez llegó a pagar la refacción de la comisaría tercera de Carmelo.
Y a cambio de esos beneficios, Lilo tenía todas las comodidades para moverse. Estas facilidades se las daba desde el último agente policial hasta algún comisario. Claro que los precios a pagar eran distintos. Por eso no llamó la atención que en algunos de los allanamientos que se hicieron en su búsqueda se encontrara en su poder un verdadero arsenal, totalmente legal, con todos los papeles en regla, como si fuera un coleccionista de armas, a pesar de que con sus antecedentes no podía portarlas.
Lilo era considerado un benefactor, además de un gran seductor; conocía desde abajo las necesidades de la gente porque él mismo se hizo de abajo, y así, a fuerza de dinero desparramado también en ciertos ámbitos políticos, donde sabía que tenía que estar, se hacía escuchar y lograba lo que más le gustaba: que lo reverenciaran. Pero también, cuando era necesario, se hacía respetar entre sus pares a punta de pistola. Era un hombre violento.
Un tiempo antes de que lo mataran, sufrió un atentado. La reacción de Lilo fue violenta cuando le llegó el rumor de que una persona, ocasional socio, podría haber sido el ejecutor. El propio damnificado se lo contó a la policía cuando el comisario de la seccional cuarta de Nueva Palmira, Basilio Faliú, le preguntó si alguna vez había tenido un inconveniente o problema con Lilo Martínez.
Y el hombre, conocido como la Chancha Giménez, relató lo siguiente: «Eran las cuatro de la tarde, yo estaba en la playa Seré (de Carmelo). La playa reventaba de gente, sobre todo mujeres, y había muchos niños jugando. En eso llegó Lilo en su reciente adquisición, un auto BMW descapotable. Se bajó armado, con una pistola grande, negra, opaca, en la mano, a la vista de todo el mundo, sin complejos, actuando con una impunidad total. Me llamó y me dijo, con tono enojado, que quería hablar conmigo. Me acerqué al auto, me empujó y me pegó con la pistola en la cabeza, atrás de la oreja izquierda, lastimándome, todo a la vista de todos los presentes. Amenazándome con el arma, me subió a prepo al auto y me llevó a su casa. En el trayecto me dice que había recibido una llamada informándole de que yo había sido el que le había tirado la granada. Una vez en la casa, la mujer de Lilo me pegó unos cachetazos, diciéndome que si al Lilo le tenían miedo, ella era peor. Después de algunos gritos y amenazas me dejaron ir».
Y cuando no era el propio Lilo el que actuaba tenía sus mandaderos, matones a sueldo, muchas veces los mismos policías a los que sacaba de apuros económicos.
Como buen mafioso –parece que es el signo de todos ellos en el mundo entero y también en Uruguay–, era de hacer ostentación de su poder económico. Tener autos, caros y lujosos, es la más común de las formas de mostrar que se tiene dinero. La otra es la ropa, generalmente de marca y, claro, las cadenas de oro, cuanto más brillantes y más gruesas, mejor.
Cuentan que una vez, Lilo llegó a la automotora más importante de Carmelo y eligió un auto cero kilómetro y lo pagó al contado, con un fajo de billetes que sacó del bolsillo de su pantalón de corte italiano, como si fueran caramelos. El vendedor no salía de su asombro; es que no estaba acostumbrado a esa forma de venta, aunque bien sabía a quién tenía enfrente. Ese día, de allí salió en un Mercedes Benz de color blanco, descapotable, que hizo matricular en Montevideo.
Y a pesar de que mucha gente que anda o es habitué de los pasillos del poder sabía que Lilo andaba en el tema del tráfico de drogas se callaba. Sabían que algún día lo podían llegar a necesitar. Las campañas electorales son costosas…
En otro informe policial, también confidencial, que relataba las andanzas de Lilo, se afirmaba que en ese tiempo, «en Argentina lo buscaban para matarlo, ya que había hecho una estafa por valor de USD 600.000 con dinero de la droga». Es que en ese momento el narco más poderoso de Uruguay no podía con su condición y ambición.
Por esa razón, Lilo siempre andaba armado. Como estaba creciendo, ya había empezado a generar enemigos, pero además la Justicia de ambas orillas lo buscaba. Sobre este punto alardeaba con sus amigos diciendo que no lo iban a detener vivo.
A mediados de la década del 90, Lilo ya era un jugador de primera línea en el mercado aún incipiente de la droga en Uruguay. Se estima que movía unos 300 kilos de cocaína por semana y la hacía ingresar a Buenos Aires, ávido de la blanca, a través de la lancha de Carmelo. Eran los tiempos de la pizza con champagne, del «deme dos», cuando en Argentina un dólar equivalía a un peso.
En Argentina ya se estaba viviendo lo que en enero de 1989, en el entonces parador El Pacha de Punta del Este, el en ese entonces veterano periodista –ya fallecido– Jacobo Timerman había adelantado: «Si gana [Carlos Saúl] Menem, es el triunfo del narcotráfico». Y Menem ganó, el narcotráfico se hizo fuerte en el Río de la Plata y Lilo se convirtió en el líder de una poderosa organización, donde actuaban varios pesados que siguen en el negocio, como Luis Ángel Romero, conocido por el apodo del Picante, quien llegó a ser su mano derecha y el segundo en su estructura. Las últimas noticias que se tuvieron del Picante datan del año 2008 cuando, en el marco de la operación Punta del Este, la policía antidroga desarticuló un incipiente cártel uruguayo-boliviano de tráfico de cocaína. Justamente la pata local de la organización estaba liderada por Romero.
El mecanismo para pasar la droga desde Uruguay a Argentina era muy simple: desde la capital argentina siempre se estaba procurando arena, que se importaba desde Carmelo y se ingresaba a través de los lanchones que hacen esos viajes. Lilo usaba ese mecanismo para transportar la droga disimulada en la arena y, según fuera el volumen del cargamento, llegaba a pagar hasta 3000 dólares por el trabajo, una cifra nada despreciable en épocas de salarios bajos. También armó una estructura de «mulas», hombres y mujeres que se encargaban de transportar la droga en la lancha que habitualmente cruza el río.
En octubre de 1992, Lilo fue detenido en Carmelo y preso en Cárcel Central porque cayó en Buenos Aires, en manos de la policía, una de sus mulas, casualmente su exesposa, cuando llevaba 20 kilos de cocaína.
Desde Argentina, un juez de la localidad de Morón, Buenos Aires, solicitó su extradición a la Justicia uruguaya. Pero obviamente Lilo se declaró inocente e incluso dio a conocer una carta pública a través del diario La República. La carta fue entregada por la mujer del detenido a Gabriel Monteagudo, el corresponsal de ese diario en Carmelo.
En la misiva, Lilo Martínez señaló que su «pecado» es «ser esposo de la persona tenedora del estupefaciente, de la cual me encuentro separado hace más de un año», y agregó, «los argumentos esgrimidos fueron fabricados por la policía argentina, señalando que yo mantenía conversaciones telefónicas con mi exesposa que dicen, grabaron».
Esa vez, como ocurrió en muchas oportunidades, Lilo logró salir libre porque la Justicia argentina no siguió con los trámites de rigor el pedido de extradición. Además, seis años después la Justicia argentina, movida por extraños resortes, decretó la nulidad de todos los procedimientos, por lo que el narco carmelitano quedó libre de toda culpa y cargo.
No es de extrañar, sin embargo, lo ocurrido. En Buenos Aires, Lilo era un hombre con cierto peso y con llegada en algunos sectores de la política argentina, integrantes, muchos de ellos, del circulo áulico del presidente Carlos Menem.
En el libro Poli Armentano, un crimen imperfecto, del periodista argentino Christian Sanz, publicado en el año 2003, se describen –a través de ese caso irresuelto y ya archivado– los vínculos del poder político argentino con negocios tan sucios como la droga.
Justamente en esa investigación periodística se detalla cómo, además de la cocaína, en Buenos Aires se consumía una droga sintética, llamada éxtasis.
«El éxtasis debutó en la noche porteña en la discoteca El Cielo, cuyo dueño era Poli Armentano, hasta desplazar en preferencia a la cocaína. Pero la cabeza de playa presentaba otro objetivo para los vendedores de esa droga. Desde El Cielo, que se levantaba sobre la costanera porteña, se organizaban envíos por lanchas y pequeñas embarcaciones a la costa uruguaya, que levaban anclas desde un amarradero náutico, próximo al local, en viajes habitualmente nocturnos».
Precisamente, la organización de Lilo era la que se encargaba de la logística para el ingreso también del éxtasis a Uruguay, que llegaba en abundancia a Punta del Este.
Uno de los lugares preferidos para pasar la droga era el kilómetro cero, allí donde se junta el río Uruguay con el Río de la Plata, en la zona donde el parador de Punta Gorda se levanta con una vista privilegiada. En el parador y también un poco más adelante, ya en el Río de la Plata, a poco más de siete kilómetros, es donde funciona El Faro, un club privado propiedad de argentinos; allí Lilo también comercializaba su mercancía.
El Faro es un club de campo de 120 hectáreas donde se levanta un resort cinco estrellas, el actual Four Seasons, antes Madison Resort y Spa de Carmelo, y que tiene una cancha de golf de 18 hoyos considerada una de las mejores de América del Sur.
Cuando se realizó la obra, a un costo de más de 40 millones de dólares, la Justicia argentina sospechó que ese lugar integraba el circuito de lavado de dinero sucio con el que se alimentaba la corrupción en la vecina orilla durante el gobierno del expresidente Carlos Menem.
En un documento confidencial de la Jefatura de Policía de Colonia, de mayo de 1999, dirigido al inspector Roberto Rivero, en ese entonces director nacional de la Dirección Antidrogas, se detallan las conexiones de Lilo Martínez en Carmelo y la zona oeste del país.
De acuerdo con el informe, en el club El Faro, propiedad de ciudadanos argentinos, funcionaba una organización para el contrabando. El encargado de El Faro y mano derecha de Eduardo Pacha Cantón, principal propietario del club, era otro argentino de nombre Daniel Martínez, también dueño de una discoteca –Montana Ranch, en Carmelo– y también de un club de bowling.
Siempre según el informe, en este último emprendimiento el socio de Martínez era un ciudadano de Nueva Palmira de apellido Perrone Espósito, conocido como el Pichulia, dueño de un bar de nombre Caribe-Center. La vida de Perrone Espósito no fue fácil y más bien de película, y en Nueva Palmira, una ciudad de pocos habitantes donde todos se conocen, su historia, verdadera o inventada, generó una aureola de ídolo. Sin embargo, su recorrido en la vida no es para imitar ya que el Pichulia tuvo vinculación con el tráfico de drogas en uno de los lugares más peligrosos del planeta para este tipo de trabajo: la frontera de México con Estados Unidos. Allí fue detenido y durante un tiempo estuvo preso; una vez en libertad, ingresó en forma clandestina a Estados Unidos y se radicó primero en San Diego y posteriormente en California, para luego ir a vivir a Panamá. Finalmente, con todo el conocimiento ganado en el norte, regresó a Nueva Palmira, donde se asoció con Lilo Martínez para el transporte y la distribución de droga.
Justamente, según se detalló en el informe policial, un cargamento de cocaína –más de 60 kilos– que se entregó a Lilo Martínez, fue lo que produjo el rompimiento de la relación de Daniel Martínez con Cantón. De todos modos, nunca se supo si esto fue cierto o se trató solo de un rumor, pero el hecho es que a Cantón, por más que se lo investigó, nunca se pudo encontrar nada ilegal en su actividad.
El trabajo detalla además la operativa en esa zona del Uruguay y llama la atención que sabiendo esto no se haya puesto el foco en ella. ¡Quién sabe qué oscuros intereses se han movido para que el brazo de la ley no llegue hasta esa zona!
Pero lo cierto es que es muy delicado y preocupante lo que se denuncia en el informe, que tuvo como fuentes la observación y vigilancia en campo realizada por los investigadores policiales de la Policía de Colonia. Para esa investigación debieron seguir discretamente todos los movimientos sospechosos en una zona que es jurisdicción de la Prefectura Nacional Naval en tanto autoridad marítima de la República.
«En El Faro sobre la costa del Río de la Plata hay un muelle que no tiene ningún tipo de control y al que llegan todo tipo de embarcaciones a cualquier hora y cualquier día. Luego algunas de estas embarcaciones son llevadas al arroyo Víboras que está próximo al Puente Camacho, a una antigua casa que está totalmente cercada y que dispone de guardia privada; curiosamente, la mayoría son marineros de la Prefectura de Carmelo».
A ese club era donde concurría habitualmente mucha gente de la farándula artística argentina, porque, entre otras cosas, estaban lejos de los molestos flashes de los paparazzi.
Pero Lilo no se quedaba solo con la farándula argentina, también vendía droga en lugares más «populares», como los prostíbulos de Carmelo, donde era amo y señor y a donde hacía llegar sus paquetes con la mercadería.
Cuando estaba en Montevideo, se afincaba con su familia, su concubina y un hijo, en el noveno piso de un edificio de apartamentos ubicado en la calle Juan María Pérez y Tomás Diago, en Pocitos, pero también iba mucho a la zona del Cerro. Allí, en ese barrio, tenía muchos amigos, sobre todo gente vinculada al carnaval con quienes cultivaba una fuerte amistad, donde no faltaban las copas, las mujeres del sí fácil cuando hay billetes de los verdes y la buena droga. También frecuentaba las casas de sauna y masajes, y le gustaba ir a Pícaros y a First Class.
Pero era en la zona del barrio de la Aguada, en Arroyo Grande y General Aguilar, donde tenía una casa que le servía como fachada para guardar la mercancía. Allí era donde la empaquetaban y la acondicionaban para el transporte hacia Buenos Aires. En ese lugar vivió, durante un tiempo, Víctor Maldonado y también su hermana, Gabriela Maldonado, a la sazón amante de Lilo.
Fue en esa casa de Arroyo Grande donde un Lilo enceguecido y carcomido por la cocaína planificó el asesinato de Sabattoni.
Sabattoni era el dueño del restaurante Peppino, ubicado enfrente del puerto de Punta del Este, al lado de lo que hoy es Moby Dick y también de una pescadería del mismo nombre sobre la calle 13. Ambos comercios se conectaban por los fondos.
En esa época, en Punta del Este –principios de los años noventa– no había demasiada actividad nocturna sobre la rambla portuaria, salvo dos restaurantes, Seaport y Peppino. Actualmente, en el local frente al puerto funciona una suerte de ampliación de Moby Dick, y en el otro, el que está a los fondos, la viuda de Sabattoni tiene montado un pool. Hay una leyenda urbana, alimentada por la forma en que murió Peppino, que dice que su espíritu ronda en ese local donde las luces se prenden solas.
Cuando se supo que Lilo estaba involucrado en la muerte de Sabattoni, muchos de sus conocidos descreían de su participación directa en el hecho. No entendían por qué Lilo lo mandó matar por la chica y su hermano, cuando estaba vinculado y tenía acceso a gente pesada, con experiencia, que podrían haber realizado el trabajo mucho mejor, sin dejar rastros.
Una de las respuestas es que Sabattoni había seducido a Gabriela y eso habría enojado mucho a Lilo, hasta el punto que antes de la muerte de Sabattoni, los hermanos Maldonado, a propuesta del narco carmelitano, lo buscaron en Punta del Este para ejecutarlo.
Otra explicación para ejecutarlo era que, según fuentes policiales de la época, el comerciante estaría por entrar en el negocio de la venta de droga en Maldonado, en especial en Punta del Este, donde tenía el negocio. Para ello no quería depender de Lilo, quien surtía en la zona, sino que quería comenzar el negocio por su cuenta, sin intermediarios.
Como sea, Lilo tuvo un papel primordial en el asesinato del empresario, ya sea en su planificación como en la propia ejecución. Según Víctor Maldonado, Lilo le ofreció 25.000 dólares para que llevara adelante la ejecución de Sabattoni, además de un poco de merca.
Con la entrega de la merca, Lilo cumplió, pero no con el dinero. Es que Lilo pensaba que con la droga se podía tener a la gente bajo su mando y orden para que hicieran lo que él quería, sin pensar.
La confesión que hizo Gabriela Maldonado ante la Policía y la Justicia sobre qué fue lo que pasó en esa casa de Nueva Helvecia cuando mataron a Sabattoni es tremenda y muestra hasta dónde puede llegar una mente atormentada cuando la droga ya es la dueña de los actos de esa persona. Pero muestra también, claramente, una de las conductas más características del adicto: la manipulación que consiste en despertar en el interlocutor –en este caso en la Justicia– algún tipo de emoción, ya sea de protección, lástima o comprensión, que lo lleve a evitar las consecuencias de sus actos, sin asumir las responsabilidades que ello implica.
¿Yo estaba cuerda como para pensar en matar a Sabattoni? No fue algo premeditado, ¡por amor a Dios! Viendo esto desde el punto de vista humano, mi hermano y yo somos víctimas de la cocaína, dos jóvenes atormentados que matarían a alguien, como sucedió. ¿Cómo explicarles a los libros de Derecho, las leyes, que no somos asesinos, que estuvimos transformados en ese momento? ¿Pero cómo explicarle a la familia que él fue nuestra víctima por drogarnos? ¿Cómo decirles que estamos arrepentidos?
Dios, que todo lo ve, sabe cómo fue todo, nos alertó de cuidarnos y vio todo cómo sucedió y me resigno a pensar que Él sabe de nuestra pena.
No es que tomáramos cocaína para darnos valor para hacer lo que hicimos. Tomábamos porque al comenzar a ingerir cocaína no podés parar, porque el cuerpo te lo pide constantemente.
Gabriela ejercía la prostitución en Maldonado, en la casa de Naná. Era amiga de Lilo, quien a fuerza de entregarle cocaína, la tenía «agarrada». Lilo era su amante, pero principalmente su dealer. Por la cabeza de Gabriela pasó muchas veces salir de ese mundo, escaparse; soñaba con su príncipe azul, el príncipe azul que en algún momento pensó que podía ser Lilo, pero después, al poco tiempo, se dio cuenta de que ella no era una princesa sino una esclava, una más…
Gabriela comenzó a ejercer la prostitución bajo la protección de Lilo en Montevideo, en una casa de masajes en pleno centro. «Lilo me presionaba, fue él quien me inició en la prostitución», confesó Gabriela.
Después se fue a Punta del Este y antes de trabajar en el prostíbulo de Naná trabajó en otro, en la casa de Margot, y cuenta que ahí conoció a Sabattoni, quien era un habitué.
Una de las noches que trabajé ahí, Sabattoni me propuso dejar el lugar para ir con él a su casa, y aunque no era muy suelto de dinero, me propuso pagarme todo un día, para estar en su casa con él. Y yo fui…
Desde su casa llamé a Lilo para contarle, pero este se puso furioso conmigo y me preguntó dónde estaba, pero no le dije la verdad, le tenía miedo.
«Volvé inmediatamente para Montevideo, que te voy a reventar», me amenazó. Al otro día, después de pasar la noche con Sabattoni en su casa y un poco antes de entrar a trabajar en Margot, Lilo me fue a buscar.
A la casa de Gabriela, Lilo llegó acompañado de su amigo, conocido como el Tono, Antonio Regino García, que en ese año, 1996, tenía 44 años. El Tono, que ya tenía antecedentes por contrabando desde los 22 años, era un curandero, pai de santo y también consumidor, según la información policial y judicial. En su Carmelo natal, en el ambiente de la noche, se lo conocía por andar siempre con un bastón canadiense al que le desenroscaba el mango y de ahí sacaba cocaína.
Prosigue Gabriela:
Una vez que llegó [Lilo] me empezó a preguntar por la plata, dónde tenía la plata, y yo solo atinaba a llorar. Fue entonces que me empezó a pegar puñetazos y me llevó de arrastro hasta su auto. Nos subimos y fue el Tono el que agarró el volante. A mí me hicieron subir atrás, junto con Lilo, así mientras el Tono manejaba, Lilo aprovechaba y me pegaba donde pudiera. Me llevaron a las afueras de Maldonado, a un descampado, donde me bajó del auto tirándome de los pelos. Estaba drogado, el Tono también. Me querían matar.
Lilo Martínez odiaba a Sabattoni y ese odio aumentó exponencialmente cuando supo, por boca de la propia Gabriela, que la quería sacar de la droga y de la prostitución. Es que Lilo tenía algunos planes para Gabriela: quería que aprendiera bien el oficio y luego la iba a mandar a trabajar a Italia, a Milán, como ya había hecho con otras mujeres. Gabriela era consciente de eso, así que cuando conoció a Sabattoni lo vio como una tabla de salvación, pero igualmente ella seguía agarrada por la cocaína, y no podía dejar a Lilo porque creía que sin él no iba a tener más droga.
Los que conocían a Sabattoni decían que estaba loco y más loco aún con Gabriela.
A mí no me parecía eso, creí en él y quise hacerle caso y seguir sus consejos, pero no pude. Yo seguía enganchada al Lilo por la cocaína. La cocaína me gustaba demasiado para dejarla y la necesitaba como el aire, era la esclava de la merca.
Y como Lilo lo sabía, la chantajeaba con la cocaína, «y a esa altura yo ya estaba reenviciada y no podía salir de ella, no me daban las fuerzas», contó Gabriela, y agregó:
Lilo siempre hacía lo mismo: me daba cocaína, que me dejaba loquita, y después me cogía. Luego, me daba más cocaína para ir a laburar y si no hacía suficiente dinero, me pegaba y muchas veces muy fuerte. Me amenazaba siempre con matarme, lo intentó varias veces, pero no sé qué lo detuvo.