Anaan, por Carmen Ramos

Una chica ha caído como un saco de patatas delante de mí, a unos escasos cinco metros. He podido escuchar el golpe del cuerpo contra el suelo. Es viernes por la noche, centro de la ciudad, última semana de clase antes de Navidad y los viandantes que a esa hora quedábamos en la calle miramos descreídos el bulto en el suelo: otra Erasmus en coma etílico, pensamos casi al unísono. El hombre que la acompaña intenta levantarla, pero la chica está inconsciente, él no es muy corpulento y se le resbala de los brazos. Ha llovido durante todo el día y el suelo esta empapado. ¡Túmbela! le gritamos mientras nos acercamos corriendo para ayudarle, pero el hombre no quiere. Teme quizás que la chica se moje o se ensucie la ropa, porque una y otra vez con un marcado acento árabe nos repetía que el suelo estaba mojado.

Alguien ha recogido sus pertenencias que al golpe se habían desparramado por la calle: una cartera, un móvil y su batería y poco más. La chica no huele a alcohol y el hombre nos dice que no ha bebido. Le preguntamos si ha comido, y dice que no, que no ha comido en todo el día. Silencio. Convencemos al hombre para que la tumbe y le subimos un poco las piernas por si es una bajada de tensión o de azúcar y le preguntamos al hombre si quiere que llamemos a la ambulancia o quiere llamar a alguien. Se niega. La chica no responde y una argentina que también pasaba por allí toma la voz cantante y le explica al hombre que la chica no está bien y llama al 112. Tres señoras, de vuelta de su comida de los viernes, se han acercado. Diagnostican bajada de tensión y buscan un caramelo o un chicle para dárselo. Nos negamos: se puede ahogar. Le pregunto al hombre si conoce el nombre de la chica. Anaan, me dice él. Le preguntamos si habla español, nos dice que sí. Y la llamamos repetidamente, por si nos escucha.

Mientras tanto la argentina habla ruidosamente por su móvil y sigue las instrucciones. Pregunta si la chica tiene epilepsia. No. Si le ha pasado antes. No. Si ha bebido. No. Pide que le desabrochemos todo lo que le aprieta. Le desabrochamos el abrigo. Da las indicaciones de dónde estamos y le responden que en unos minutos aparecerá la ambulancia. Se hacen eternos. Hablamos con el hombre, le cogemos la mano a Anaan, las mujeres no paran de cotorrear. El hombre mueve la cabeza a veces con cara de fastidio.

Escuchamos a la ambulancia y antes de verla ya hacemos gestos con los brazos como los náufragos para que sepan a qué altura de la calle estamos. Se detiene y bajan dos enfermeros. Anaan no ha dado muestras de recobrar la conciencia. Uno de ellos nos pide que nos apartemos. Bajan la camilla y comienzan a hacerle preguntas al hombre, que responde con monosílabos. Le digo al médico que el hombre nos ha dicho que no ha comido en todo el día. Y el médico me dice que Anaan sufre una crisis conversiva, que no nos preocupemos, que está consciente pero no es capaz de reaccionar y que hay que llevarla al hospital. Le hablan suavemente y la suben a la camilla. Esa es la última vez que la veo y probablemente la última vez que la vea en mi vida: aunque en un futuro nos crucemos por la calle estoy segura que no nos reconoceríamos. El hombre sube a la ambulancia. Cierran las puertas y arrancan. Desaparecen por la calle tal como han venido. Fin del episodio.

El camino de vuelta a casa prosigue entre preguntas y conjeturas. No sabemos quien es el hombre y qué hacía con una chica tan joven. Podría ser su hija. Tampoco sabemos que es una crisis conversiva. Pero hablamos del hambre, de lo que significa tener hambre, no haber comido en todo el día, del día que habrá pasado Anaan sin probar bocado y los bares llenos de gente celebrando la comida de empresa, la comida de hermandad, la comida del centro cívico, la comida de los antiguos alumnos y así hasta el infinito.

No puedo dejar de pensar en Anaan mientras subo las escaleras de mi casa y abro la puerta. No puedo dejar de hacerme preguntas y preocuparme. Pienso en la noche que le queda en urgencias, en qué relación tendría con el hombre que la acompañaba, en dónde iría antes de desmayarse, en qué haría en España, en su larga trenza rubia, en cómo iba vestida y que no se diferenciaba de cualquier chica de un instituto cualquiera, en qué demonios sería una crisis conversiva. Lo busco en Google. Aparecen 4.190 resultados. El primero de ellos dice: «Crisis conversiva. También la conocemos como crisis de histeria, crisis nerviosa, neurosis conversiva, etc. Es la impotencia o dificultad que tiene una persona para afrontar sus problemas o emociones; por eso responden entonces de una manera que nadie se puede imaginar y muchas veces ni ellos saben. Pero puede ir desde un vomito, cefaleas, alteraciones motoras, «pseudo crisis convulsivas», alteraciones cardiológicas, colitis, sangrados digestivos por vomito excesivo, alteraciones menstruales, ceguera, locura, etc. Muchas veces los familiares pueden creer que se trate de personas poseídas (incluso el mismo paciente)». Pienso, mientras me pongo el pijama, que si yo hubiera pasado todo el día sin comer y no supiera que voy a comer mañana, también hubiera sufrido una crisis conversiva. Y pienso en tanta gente que hoy dormirá en la calle, en los seis millones de personas que están en paro, en los suicidios y en los millones en cuentas en Suiza y enciendo la radio como cada noche.

Acaba de comenzar ese programa al que la gente llama y cuenta sus problemas. No ha hecho más que finalizar la música de cabecera y comienza a hablar un chico marroquí. Cuenta una historia que recuerda bastante a Tristán e Isolda pero en Móstoles. A su chica la quieren casar con otro hombre en Marruecos y su padre se la iba a llevar aprovechando las vacaciones de Navidad, para que lo conociera y cerrar la dote. Ella no quiere, está enamorada de él y le prometió que le llamaría hoy viernes por la noche. Hace dos días que no sabe nada de ella. Voy quedándome dormida. Escucho que la conductora del programa le pide el nombre de su chica. Anaan, dice él, se llama Anaan. Me levanto respingada de la cama. Otra vez ese nombre e intento escuchar más detalles, pero la presentadora ya está dando paso a otro oyente con otra historia. Paseo por la casa, de una habitación a otra como un ratón atrapado mientras conjeturo por qué no puede ser la misma Anaan. No sé si Anaan es un nombre muy común en Marruecos o no. No sé quien era aquella chica ni donde puede estar a estas horas de la noche, ha pasado casi una hora desde que se la llevaron en la ambulancia. Me acuerdo como en un flash del teléfono que la chica llevaba en la mano, ¿por qué no lo llevaba en el bolsillo? ¿Iba a llamar a alguien? Pero la Anaan de la radio es de Móstoles y esto es Sevilla. ¿Y si el hombre que la acompañaba era su padre y estaba en Sevilla de paso para Marruecos? A cada paso que doy tengo más y más la certeza que hablamos de la misma Anaan. Y pienso en ese chico en Móstoles que no sabe que Anaan se ha caído desmayada delante de mí hace una hora. Espero a que en una cuña del programa vuelvan a decir el número de teléfono para llamar. Miro el reloj nerviosa. Lo vuelvo a mirar porque no he sido capaz de retener en mi cabeza qué hora decía la pantalla que era. Dicen el número de teléfono y lo apunto. Descuelgo el teléfono y me sorprendo a mi misma pensando en la locura que voy a hacer, en qué hago yo llamado a las 3 de la mañana a un programa de radio si ni siquiera sé si estamos hablando de la misma historia. Esa es la palabra clave: historia. Vuelvo a descolgar el teléfono y comienzo a marcar. 9-1-… «Hola me llamo Carmen, soy de Sevilla. Llamaba por la historia del chico marroquí y de Anaan…»

 

 

Carmen Ramos nació en Gibraleón (Huelva) 1968. Economista de profesión, ha colaborado en diversas convocatorias de fomento a la lectura. La plaquette Mudanza interior (Ediciones en Huida, 2010) fue su primera publicación en solitario, a la que siguieron los poemarios Poliédrica (Ediciones en Huida, 2011) y Las estrellas han hallado otra forma de morir (Guadalturia Ediciones, 2013), libro candidato al XX Premio Andalucía de la Crítica. Un proyecto de microrrelatos Mundo, más de veinte maneras de lavarse las manos fue seleccionado en el Proyecto Novos dentro del Festival CoruñaMayúscula.

 

 

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(La fotografía de Bernd Thaller se publica bajo licencia Creative Commons.)