Una verdad improvisada, de Carmen M. Cáceres

La editorial Pre-textos publica «Una verdad improvisada», el debut de la escritora argentina Cármen M Cáceres. En Eñe tenemos el placer de ofrecerte el inicio de la obra.

¡Que lo disfrutes!

 

Sobre la obra

Todo comienzo de un amor es, como dice el hermoso título de este libro, una verdad improvisada en la que se entremezclan, por un lado, las expectativas hacia el futuro, y por el otro, la necesidad –no siempre fácil– de asumir el pasado.

Clara, aprovechando una enfermedad que deja temporalmente sin habla a Bruno, se sumerge en esa investigación de los primeros años de un amor adulto, un tipo de relación que no nace sólo con la fuerza de la novedad sino también con los celos inevitables, la inseguridad, el descubrimiento siempre tentativo de la persona a quien se está comenzando a amar…

Una verdad improvisada tiene el pulso narrativo de las grandes prosistas frontales del siglo XX: Marina Tsvietaieva o Natalia Ginzburg, y también su honestidad desarmante. Carme

M. Cáceres se revela con este debut, más que como una promesa, como una voz perfectamente formada.

 

Sobre la autora

Carmen M. Cáceres nace en Posadas (Argentina) en 1981. Una verdad improvisada es su primera novela.

 

 

 

UNA VERDAD IMPROVISADA (COMIENZO)

 

Me gusta creer que empezamos a vivir juntos con la delicadeza de no ser del todo conscientes. Es un departamento con aire, decía Bruno porque yo llevaba viviendo en Caballito menos tiempo que él en la Paternal. El living era un rectángulo de tres paredes lisas de argamasa y un ventanal al balcón, una terraza angosta a tres pisos de altura con un sillón de caña y un tendedero de aluminio que, invariablemente, amanecía todas las mañanas en el piso. Antes de que se mudara Bruno salía a fumar al balcón y me gustaba pensar que conocía los árboles del pulmón de manzana, que contemplarlos era entrar en una especie de trance doméstico –humilde, privado– pero no era así; cuando se vive sola la verdad se revela más cerca del vértigo que de la melancolía. Lo cierto es que apenas registraba los cambios evidentes –las hojas amarillas, la multiplicación de los brotes–, los árboles me interesaban más por su movimiento que por su tipo y cuando finalmente Bruno se instaló, llenó el balcón de geranios y aquellos árboles volvieron a tener esa existencia secundaria y pasiva que tienen siempre los árboles urbanos.

En lo que se refiere a las formas, no confiábamos en la voluntad. Los dos habíamos convivido con otras parejas antes con éxito relativo –ese el misterio, el auténtico misterio– y habíamos aprendido que la voluntad podía ser causa de un gesto imperdonable: la insistencia. Por eso preferimos no agotarnos antes de tomar las decisiones. A mí me alcanzó con descubrir una mañana a un hombre alsaciano afeitándose meticulosamente en mi baño. La espalda acanalada de Bruno, el movimiento lento mientras arrastraba la línea jamás inconsistente de una hoja de afeitar.

Hay una ingenuidad que no vuelve, dijo Bruno un día o lo dije yo, da lo mismo, estábamos de acuerdo.

No se puede subestimar el efecto de las estaciones en este tipo de movimientos frágiles, tan de harina y agua. Bruno trajo definitivamente la valija grande, el bolso de tela y los libros de fotografía cuando el invierno estaba terminando pero yo aún no había apagado del todo las estufas porque insistía la eventualidad de un refriado. La casa se fue

llenando en los estantes y cajones, fue ganando peso, fue perdiendo agilidad. Entre semana nos despertaba el torno odontológico de la obra de al lado, habían derribado una casa vacía y plantaban las primeras vigas en la excavación. Las voces de los obreros eran nuestro rumor de fondo, porque así se siguen levantando edificios, con hombres. Los sábados cuando abríamos las ventanas para ventilar el cuarto nos invadía la humareda del asado en la obra –y en la boca, temprano, el gusto salado de la premonición caníbal.

Bruno tenía treinta y siete, yo treinta y dos. Compartíamos una lucidez intermedia, a veces reflexiva, casi siempre impaciente. Comenzábamos a sentir nuestros cuerpos un poco desvencijados pero reaccionábamos con movimientos cortos y nerviosos, movimientos de vendedores ambulantes, de pájaros. Éramos enérgicos en las críticas y, aunque lo negáramos, todavía nos preocupaba hacer bien. Nos vestíamos cómodos pero jamás faltaba algún elemento que alterara el conjunto (el detalle de la remera deforme en el cuello, el pantalón lavado que no recuerda su color) como si no quisiéramos ser del todo de una sola manera o como si ya no pudiéramos admitir, en ningún terreno, cualidades absolutas.

No se puede subestimar el efecto de las estaciones en este tipo de movimientos frágiles, tan de harina y agua. Bruno trajo definitivamente la valija grande, el bolso de tela y los libros de fotografía cuando el invierno estaba terminando pero yo aún no había apagado del todo las estufas porque insistía la eventualidad de un refriado. La casa se fue llenando en los estantes y cajones, fue ganando peso, fue perdiendo agilidad. Entre semana nos despertaba el torno odontológico de la obra de al lado, habían derribado una casa vacía y plantaban las primeras vigas en la excavación. Las voces de los obreros eran nuestro rumor de fondo, porque así se siguen levantando edificios, con hombres. Los sábados cuando abríamos las ventanas para ventilar el cuarto nos invadía la humareda del asado en la obra –y en la boca, temprano, el gusto salado de la premonición caníbal.