Tantas mentiras, de Paco Inclán

Tantas mentiras, doce actas de viaje y una novela (Jekyll y Jill) incluye un esperpéntico secuestro en una cafetería de Bogotá, un paranoico espionaje a tres excarpinteiros en una parroquia gallega, un hotel en la frontera colombo-ecuatoriana, un festival de cine en el Sáhara, un acto zapatista en el Zócalo del D. F., una encrucijada en la embajada de Corea del Norte en México. El narrador observa, transmitiéndonos una crónica fragmentada del encuentro entre las propias vivencias del narrador y las vicisitudes de sus prójimos —tan extraños como cercanos— con los que se va encontrando en su obstinado deambular.

Su autor, Paco Inclán (Valencia, 1975), es editor desde el año 2008 de la revista de arte y pensamiento Bostezo. En los últimos años ha participado en varios proyectos que lo han embarcado en una experiencia viajera constante: Feria del Libro de Malabo (Guinea Ecuatorial, 2014), residencia artística en Montalvo Arts Center (California, 2013), proyecto radiofónico La radio como herramienta para la construcción de la paz (frontera colombo-ecuatoriana, 2012) o una residencia artística de la Fundación Campo Adentro en Alg-a Lab (Valladares, Vigo, 2011), entre otros.

Ha investigado la época dorada (1924-1952) de la pelota vasca en Catalunya (Institut d’Estudis Catalans-Eusko Ikaskuntza, 2003) y la etapa de Max Aub como director de la radio y la televisión de la Universidad Nacional Autónoma de México (Fundación Max Aub, 2000). Durante una estancia de dos años en México (2005-2007) fue columnista dominical del diario Milenio y asiduo colaborador de la revista Replicante. Ha publicado La solidaridad no era esto (La Tapadera, 2001), El País Vasco no existe (La Tapadera, 2004), La vida póstuma (Fides Ediciones, México D. F., 2008) y Hacia una psicogeografía de lo rural (Fundación Campo Adentro, Madrid, 2011). La ilustración de cubierta de Tantas mentiras, doce actas de viaje y una novela es obra de Víctor Coyote Aparicio.

 

 

LOS OTROS ASSANGE

Dirección General de Extranjería de la República del Ecuador,
avenida 6 de diciembre (entre La Niña y avenida Colón), Quito

Pasé cuarenta horas encerrado con otros extranjeros
en la Dirección General de Extranjería de Ecuador.
Todos esperábamos lo mismo: una firma.

Paradójicamente, el primero en perder los nervios ha sido un monje budista que, en inglés tibetano, ha soltado una serie de improperios que no he logrado entender del todo. Al parecer tiene prisa pues de madrugada debe viajar a la ciudad de Ambato para impartir una conferencia sobre cómo acceder a la paz espiritual. Ataviado con su túnica naranja, hacía apenas un rato que con gesto afable nos había estado repartiendo unos folletos sobre meditación al grupo de veinte extranjeros que permanecemos encerrados desde ayer por la mañana en la Dirección General de Extranjería de Ecuador. Esperamos con ansias la llegada de un señor al que los funcionarios nombran como El Embajador, que es el único que puede autorizar con su firma nuestros visados. Nos aseguraron que aparecería antes de las cuatro de la tarde. Son las diez de la noche del día siguiente.

La oficina cerró oficialmente ayer viernes. La información es confusa: a medianoche de hoy sábado entrará en vigor una nueva ley de extranjería y los funcionarios no nos aseguran si sus efectos serán de carácter retroactivo. De serlo nuestros trámites quedarán invalidados en un par de horas. Ningún extranjero se atreve a moverse de allí hasta que el mentado «embajador» firme sus documentos. Yo tampoco. La sola idea de tener que comenzar de cero la tramitación de mi visado me hace mantenerme firme en esta oficina ubicada en la avenida Colón de la ciudad de Quito. Habían sido meses de espera para conseguir que una funcionaria sin rostro del consulado de Ecuador en Valencia me autorizara la entrada en el país, previo pago de ciento veintiséis euros, no sin antes atormentarme con una serie de quebraderos burocráticos a través de notarías, colegio de médicos, detectores de metales, laboratorios de análisis sanguíneos, el ambulatorio, justificante de antecedentes penales, «vacíe sus bolsillos y deje sus pertenencias sobre la bandeja», vacunas, pago de tasas, detectores de metales, fotocopiadoras, «quítese el cinturón», fotografías tamaño carné con fondo azul y el cajón de mi infancia donde guardo mis amarillentos expedientes académicos. Tras cuatro meses de idas y venidas, a punto de tirar la toalla, obtuve un visado de entrada como misionero, ante la imposibilidad de que se me expendiera uno de cooperante o trabajador foráneo, estatus más relacionados con mi actividad a desarrollar en Ecuador. «Para eso usted debería acudir a la embajada en Madrid». Era 18 de marzo y estaba a punto de comenzar la mascletà en la plaza del Ayuntamiento de Valencia. Miles de personas jadeaban sudorosas al otro lado de la ventana del consulado. «No, no, está bien, póngame de misionero», decidí para acabar rápido con esto. Pero todavía faltaba que desde la Dirección General de Extranjería en Quito me firmaran el visado, un trámite que debía solicitar dentro de los primeros treinta días de mi entrada en el país andino, donde aterricé anteayer.

Lo peor ha sido pasar mi segunda noche en Ecuador en esta sala burocrática, donde un par de televisores repiten machaconamente amables anuncios gubernamentales que dan la bienvenida a los extranjeros. Los que hemos tenido más suerte hemos dormido sin cerrar los ojos sobre incómodos asientos de plástico; los demás han pernoctado de pie y durmiéndose abrazados a los pilares. A media noche una religiosa haitiana ha comenzado a usar mi hombro de almohada. Al amanecer, cuando llevaba unos cuarenta segundos durmiendo, me ha despertado una llamada de mi madre desde España. Le he dicho que estoy bien, sin entrar en detalles. Con la llegada del día, algunos, como el monje budista, han comenzado a exteriorizar su nerviosismo, aunque también es cierto que entre el grupo han surgido espontáneas relaciones de efímera amistad que ayudan a mejorar la atmósfera matutina; nos animamos con la esperanza de que El Embajador llegue hoy temprano. A partir de las primeras veinticuatro horas en el interior de un edificio institucional entra el síndrome de sentirse superviviente de un alud o un naufragio; al menos me gustaría regresar media hora al hotel para cambiarme de calzoncillos. Con nosotros permanecen encerrados cuatro funcionarios de la Dirección General y un par de miembros de seguridad, un hombre y una mujer, que tratan de apaciguar los ánimos, pero sin ofrecer ninguna respuesta a nuestras demandas. «Lo estamos pasando tan mal como ustedes», alega un funcionario. Algo de razón tiene, al menos han dormido igual de jodidos que nosotros. Y han cumplido su promesa de no irse hasta que El Embajador llegase.

Quizá asustados por los improperios del monje budista, los burócratas, que permanecen desde ayer tarde agazapados tras unas ventanillas, proponen que los religiosos tengamos prioridad a la hora de tramitar nuestros visados. Los demás aceptan resignados: «Los asuntos de Dios siempre van primero», dice con sorna un cubano. Nos acercamos a la ventanilla el tibetano malhumorado, un pastor protestante de Boston, la monja haitiana y yo, como falso misionero. Entablo una ligera amistad con el pastor que me explica su misión evangelizadora en el norte de Ecuador apoyándose en algunos pasajes de la Biblia. Me cuenta que él lleva tres años y unas veinte visitas a la Dirección General sin haber conseguido que El Embajador acepte a trámite su visado. Todo este tiempo lo ha pasado con un permiso provisional. «Es por ser gringo, el gobierno se piensa que todos somos espías», se queja sonriente. Incluso ha tenido que regresar a Estados Unidos a causa del papeleo. Apenas le queda una semana de permanencia en el país, con lo que, con suerte, hoy conseguirá legalizar su residencia en Ecuador, cuando está a punto de abandonarlo. Necesita ese papel para solventar unas cuestiones burocráticas en su país, me dice en un castellano bastante lamentable que salpica con palabras, como suplicio o bagatela, que parecen memorizadas de un diccionario. Me preocupa su historia; es mi primera vez en la Dirección General de Extranjería y aspiraba a que también fuese la última.

Un funcionario recoge los papeles de los religiosos —incluidos los míos— y desaparece con ellos a paradero desconocido. Tarda cuarenta y cinco minutos en regresar sin más información que El Embajador todavía no llega. En la espera, los otros funcionarios, tan amables como desconcertantes, han recogido para ganar tiempo las peticiones del resto de extranjeros, entre los que se encuentran un surafricano, cuatro haitianos, tres colombianas —y la bebé de una de ellas—, unos cubanos que esperan poder acceder a la reagrupación familiar (todos afirman ser primos o hermanos), una señora teutona que no abre la boca y una chica italiana que va descalza y que de vez en cuando nos deleita con alguna contorsión de su vientre. También hay un grupo de indígenas que, a pesar de vivir desde hace siglos en el interior de la Amazonia ecuatoriana, nunca se habían molestado en registrarse en ningún lado; les acompaña un antropólogo canadiense que es el que les está tramitando la nacionalidad. «Son ecuatorianos sin serlo por lo que no tienen acceso a ningún tipo de servicio público, claro que ahora falta que algún servicio público llegue hasta donde viven ellos», le explica en inglés al pastor protestante. Por lo que entiendo es una comunidad a la que se accede tras unas quince horas viajando en canoa.

Todos los haitianos afirman ser periodistas. Y no solo ellos; también una dominicana, dos argelinos, algunos cubanos, las colombianas, un paraguayo y un muchacho del Surinam, país del que desconozco su gentilicio. Gente que ayer viernes no dijo ser periodista, hoy sábado sí que afirma serlo. Hace apenas dos semanas que el gobierno ecuatoriano ha concedido asilo político al fundador de Wikileaks Julian Assange a través de su embajada en Londres, en la que se ha refugiado para evitar su extradición a Suecia, donde está encausado por dos supuestos delitos de violación y acoso sexual. El presidente Rafael Correa ha declarado que otorgar el asilo a Assange supone evitarle una hipotética extradición a Estados Unidos, donde podría ser condenado a pena de muerte por traición y espionaje. Para algunos analistas, Correa se ha apuntado un tanto ante la comunidad internacional en la defensa de la libertad de prensa, al mismo tiempo que es criticado por su persecución política a los medios de comunicación más conservadores del país. La maniobra del presidente ecuatoriano ha provocado una avalancha de solicitudes de cientos de personas que afirman ser periodistas y estar también siendo perseguidos como Assange. Por Internet se ha corrido el rumor de que Ecuador tramitará el permiso de residencia de las personas que se introdujeron ilegalmente en el país si demuestran que llegaron huyendo de amenazas sufridas en el ejercicio de su labor periodística. El gobierno lo ha desmentido, pero ya es tarde: el bulo ya circula por todo Quito y otras ciudades. Las autoridades se han comprometido a estudiar minuciosamente caso por caso, lo cual alarga los procesos. La mayoría de solicitudes están bajo sospecha, a sabiendas de que certificados de licenciatura en Periodismo son ahora una demanda en alza en el mercado ilegal de documentos.

El trío de colombianas, chillonas y dicharacheras, increpa con guasa a los funcionarios; contrasta la verborrea y la animosidad de ellas con la molicie de ellos, que tratan de saldar con beatíficas sonrisas su impericia para solucionar el desaguisado. Mientras la italiana danza por medio de la sala, una de las chicas colombianas me pregunta por qué y desde cuándo las mujeres en Europa ya no se afeitan los sobacos. No sé qué responderle. El ambiente es amable, podría ser peor para lo que estamos sufriendo. De alguna manera se crea un ligero sentimiento de solidaridad grupal a través de un problema colectivo, lo cual nos lleva a compartir víveres, cachitos biográficos, llamadas de móvil y caramelos. Animados por la italiana armamos una programación intercultural, un improvisado festival de las naciones: una dominicana nos cuenta la receta del sancocho, un haitiano nos regala un baile relacionado con el vudú y el pastor protestante nos cuenta las diferentes versiones del pecado original de Adán y Eva en los libros sagrados de cada una de las tres religiones monoteístas, un tostón que provoca que la atención del público se disperse. El chico de Surinam divierte sin pretenderlo a las colombianas, que no se acaban de creer que en Surinam, un país cuyo nombre nunca habían escuchado, hablen una especie de holandés y esté en Sudamérica. «Surinam es mentira», le dice una, la más coqueta. El muchacho, que apenas entiende el español, le dibuja el mapa en su espalda. Ella le sonríe y siguen jugando. Mientras, el monje budista trata de calmar su ira jugando a matar marcianos en su BlackBerry que se convierte en nuestra conexión con el mundo exterior. Le pedimos que nos lo preste para averiguar si con la entrada en vigor de la nueva ley de extranjería nuestros trámites anteriores quedarán invalidados, pero no encontramos ninguna página que nos lo aclare.

Desde ayer noche algunos allegados de los extranjeros retenidos, que les avisaron cuando vieron que sus trámites irían para largo, han montado guardia ante la puerta del edificio. Cada cierto tiempo se arma un alboroto en la entrada por la negativa de los vigilantes de seguridad a permitirles el acceso al interior de la sala; los que estamos dentro no nos atrevemos a salir, los que están fuera no pueden entrar, lo cual enrarece el ambiente. Un grupo, comandado por los cubanos, se amotina ante las ventanillas solicitando una solución inmediata. «Vamos a poner una bomba», grita una muchacha colombiana, con un notorio retintín sarcástico que los funcionarios no captan. Se monta un pequeño revuelo en la sala. En ese momento, la vigilante extrae una pistola de su cartuchera con la que nos convence a todos para regresar a la zona de los asientos, mientras ella accede a las ventanillas y comienza a poner orden con el tema de los papeles. Según me cuenta el pastor evangélico, y después de veinte visitas a la Dirección General de Extranjería sabrá de lo que habla, los funcionarios se han incorporado a sus puestos hace apenas un par de meses, razón por la que muestran tal nivel de desorganización, por lo que es la vigilante, que lleva más de quince años en el mismo puesto, la que suele acabar encargándose de la tramitación de los visados. Los funcionarios la conocen como La Embajadora. Por su carácter marimandón, pero también porque se rumorea que mantiene un affaire con El Embajador.

Lo cierto es que la imagen de esa mujer blandiendo un arma consigue por fin organizarnos. Vamos pasando uno por uno a contarle nuestro caso. La mujer recoge los papeles que faltan y se los sube por unas escaleras. Por la puerta principal entra un hombre de barba blanca y trajeado; tiene prisa, desaparece raudo de la escena. «Es él, El Embajador», nos confirma el pastor. Por fin parece que se solucionará algo más o menos rápido. Son casi las once de la noche, me aterra la idea de volver a pasar la noche aquí de nuevo, casi más que mis papeles queden caducos. Ha transcurrido día y medio desde que entré en esta sala que solo abandoné ayer al mediodía para comprarme un sándwich. Desde entonces hemos ido comiendo de un puesto ambulante de perritos calientes que se ha instalado en la puerta y que nos ha ido sirviendo hot-dogs con mostaza a precios populares para, más que el hambre, matar el tiempo.

A pesar de la llegada de El Embajador, los papeles no bajan. Algunas voces rumian que a saber qué estarán haciendo ahí arriba El Embajador y La Embajadora. La imagen de ella, libidinosa, metiéndole la pistola en la boca me turba por un instante. Los familiares que permanecen fuera pierden la poca paciencia que les queda. Me asomo a la puerta para pedirle a un señor si puede traerme una coca-cola. Le doy cinco dólares. Ya no regresa. Pregunto por él. Al parecer no es familiar de nadie. Pasaba por allí y se acercó a ver qué sucedía.

La chica italiana pasa una bolsa rota de supermercado pidiéndonos limosna —«incentivo económico», lo llama ella—, por habernos entretenido durante toda la jornada con su danza del vientre. Apenas consigue diez dólares. «Espero que le llegue para comprarse calzado», comenta la misma mujer que anteriormente se preocupó por el vello de sus sobacos. La vigilante de seguridad, todavía con pistola en mano, regresa con un montón de papeles. Empieza a nombrar gentes que no están, lo cual desmoraliza a los presentes. Al parecer, El Embajador ha comenzado a firmar autorizaciones sin priorizar a los que permanecemos desde ayer en la sala. Una de las cubanas toma el mando y apunta en un papelito nuestros nombres para que El Embajador los tenga en cuenta a la hora de firmar los visados. La Embajadora se los vuelve a subir. Todavía se demorará media hora más. Fuera, los allegados de los extranjeros hacen ademán de querer invadir a la fuerza la sala. De repente, después de varios intentos fallidos, brota un cántico desafinado entre el murmullo: «Somos Assange, somos Assange», corean al unísono las laringes de aquellos hombres y mujeres; también yo, poco propenso a este lirismo de aires futboleros, me dejo arrastrar por la euforia colectiva. «Somos Assange, somos Assange». Los argelinos lo gritan dándose fuertes golpes en la cabeza, las cubanas marcan las sílabas tónicas con sus caderas, la italiana mueve el vientre y los haitianos esconden entre sus párpados el iris de sus ojos. La bebé rompe a llorar y la señora teutona que no abre la boca balbucea entonces una serie de improperios que nadie entiende pero que suenan feos. El budista tibetano está perdiendo los nervios. Los miembros de seguridad asumen que la situación se les está yendo de las manos y solicitan refuerzos. En diez minutos aparecen una decena de patrullas de las que bajan policías de varios cuerpos para dispersar a la pequeña multitud que se amontona en la entrada. «El Embajador podría haber sido tan rápido», comenta la colombiana que antes bromeaba con hacer estallar una bomba.

Finalmente bajan los documentos firmados de los que sí estamos en la sala. No de todos, algunos tendrán que regresar a entregar documentación faltante. Contrasta la alegría de los que estamos admitidos con la pesadumbre de los que, después de cuarenta horas, reciben la noticia de que no obtendrán su visado, aunque los funcionarios les garantizan, sin mucha fe, que la nueva ley de extranjería no tendrá efectos retroactivos. La vigilante de seguridad comienza a repartir los pasaportes. Los religiosos —que supuestamente habíamos gozado de prioridad divina— somos los últimos en ser nombrados por una lógica burocrática: fuimos los primeros en entregar los papeles, con lo que quedaron amontonados debajo cuando subieron el resto. «Los últimos serán los primeros en el reino de los cielos», bromeo con el pastor protestante, que no me ríe la gracia. Mientras, a mis espaldas, el monje budista —que no entiende el español, lo cual acentúa su incomprensión ante la situación— pierde la paciencia y, con ella, los estribos: agarra una silla y la lanza contra un funcionario que salía del baño. El hombre comienza a sangrar abundantemente por su ceja izquierda. La Embajadora abandona la gestión de los papeles. Los policías que retienen a la muchedumbre en la puerta hacen acto de presencia en el interior de la sala, lo cual aprovechan los familiares para acceder al recinto. Se abrazan con los que estaban dentro, cae alguna lágrima. Entre unos diez policías y La Embajadora, que está en todos los frentes, tratan de inmovilizar al monje, que les ofrece resistencia, y se lo llevan a rastras tirando con fuerza de su túnica, que acaba desgarrada. Todo indica que, a pesar de tener el visado en regla, deberá suspender su conferencia de mañana en Ambato. Mientras, es la señora cubana la que, aprovechando el alboroto provocado por la silla, la sangre, los familiares, la policía, La Embajadora y el budista, recoge los papeles que hay sobre el mostrador y se hace cargo de ellos. Los timoratos funcionarios, conscientes de que la situación requiere ser desatascada, le dejan hacer. «Armen una fila, por favor», nos grita con una firmeza inusual en estos lares. Uno a uno, sin prioridades, va repartiéndonos los documentos. «Es lo que tiene haber vivido en un país donde la mitad del día te la pasas haciendo cola», se ufana.

Cuando faltan cinco minutos para medianoche recupero mi pasaporte con la firma estampada de El Embajador y el cuño necesario. Me siento aliviado. Y muy cansado. Han pasado cuarenta horas. Comienzo a despedirme de «los otros Assange»; unos ríen, otros lloran. El pastor de Boston, por fin, consigue su visado. El chico de Surinam abandona el edificio con la muchacha colombiana, que al parecer quiere conocer con mayor detalle algunos aspectos del país que es mentira. Mañana la bebé cumplirá su primer año de vida. Su madre me cuenta que tenía dos semanas la primera vez que entraron en la Dirección General de Extranjería. Nació en el taxi que les cruzaba la frontera colombo-ecuatoriana, entre Ipiales y Tulcán. Esa tierra de nadie que separa Ecuador de Colombia era clave para el futuro de ambas. La mujer huía de su país por unos «problemas» que no me llega a especificar. Le horroriza la idea de tener que regresar. Hoy, por fin, con la firma de El Embajador ha quedado refrendado que su hija nació del lado ecuatoriano, por lo que podrán tramitar sus permisos de residencia. Si yo estoy contento, ella se muestra exultante; no hay dos biografías iguales: ellas se jugaban mucho más en este trámite. Por si fallaba, también se había comprado un título de licenciada en Periodismo, de esos que vendedores ambulantes ofrecen desde hace dos semanas por cien dólares en la acera de enfrente.

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