«Si quieres, puedes quedarte aquí» de Txani Rodríguez
Sobre la obra
Si quieres, puedes quedarte aquí resultó finalista del XLVII Premio Internacional de Novela Corta Ciudad de Barbastro.
Sobre la autora
Txani Rodríguez (Llodio, 1977) es periodista y escritora. Ha firmado varios guiones de cómics, entre los que destaca La carrera del sol, traducido a varios idiomas, y ha publicado el libro de relatos El corazón de los aviones (Elea), los libros infantiles Artzaina izan nahi dut y Ez naiz barazkijalea (Elkar) y las novelas Lo que será de nosotros (Erein) y Agosto (Lengua de Trapo).
Colabora en Radio Euskadi y firma una columna semanal en El Correo, en cuyo suplemento cultural también escribe desde hace más de una década.
SI QUIERES, PUEDES QUEDARTE AQUÍ (Comienzo)
1
Andrea luchaba por sacar el pie de entre las rejas metálicas del paso canadiense. Una visión cenital habría arrojado la imagen de una mujer indefensa, un ser minúsculo, casi imperceptible, en una vasta extensión de bosque derramado a través de silenciosas hectáreas. Luchaba por liberarse, pero a cada movimiento, se le encarnizaba el dolor que sentía en el empeine. Las copas de los pinos se agitaban como si amagaran con echársele encima para susurrarle al oído ese tipo de cosas que es mejor no escuchar nunca. A sólo unos metros de donde se encontraba, algo cruzaba la carretera, un bulto pequeño y nervioso. Una ardilla, quizás. Las hojas de los árboles formaban remolinos en el suelo y, mientras ella intentaba escapar de allí, todo a su alrededor resultaba cada vez más amenazante: la espesura del monte, la quietud mordida por la escaramuza de algún animal, y el cielo impávido, oscureciéndose. Al fin, logró sacar el pie. Respiró. Derrotada, como si en esa penosa maniobra hubiera entregado sus últimas fuerzas, siguió el camino hasta la casa. Pensó entonces que los pasos canadienses no se habían inventado para mantener a los animales lejos de las personas sino para confinar a algunas personas en lugares apartados, remotos. Ese paso canadiense, se dijo, no estaba allí para que las bestias, paralizadas por el vértigo, no entraran, sino para impedir que ella saliera.
Fue Gonzalo quien la condujo a aquel paraje. Él insistió en que les convenía escaparse un tiempo a las montañas.
—¿Por qué no Roma? ¿O Londres? —proponía ella. Pero él no cambiaba de opinión. Antes de que lograran acordar dónde pasar una breve temporada, acumularon otros muchos desacuerdos y la única opción que le quedó a Andrea fue aceptar instalarse sola en aquella cabaña.
—Necesitas relajarte, valorar lo que tienes, y yo quiero estar solo.
Hasta hacía poco más de un mes había vivido en un luminoso piso situado en el Ensanche de Bilbao, cercano a la ría y al museo Guggenheim. El inmueble, herencia familiar de Gonzalo, tenía los techos altos, amplios ventanales y un espacioso balcón donde, poco después de que Andrea se mudara, colocaron una pequeña mesa y dos sillas de teca. Al principio, en las noches templadas, salían a menudo a la terraza para contemplar las luces de la ciudad y contarse qué tal les había ido el día. Él se apoyaba contra la barandilla y ella le abrazaba por detrás, le acariciaba el torso, le chupaba a veces el lóbulo de la oreja y notaba victoriosa cómo se contraían levemente los músculos de su espalda. Sin embargo, el balcón cedió pronto su lateral izquierdo a una despensa en la que guardaban alimentos no perecederos, herramientas y productos de limpieza. El resto del mirador se vio enseguida colonizado por un colgador de ropa y por las bicicletas de paseo de ambos. Ese espíritu práctico, funcional y descreído terminó por imponerse en otros muchos ámbitos de su relación. Lo cierto es que, desde que pusieron la despensa en el balcón, Andrea empezó a mirar las luces de la ciudad a través de las ventanas, con ese aire ensimismado y algo triste que tienen siempre las personas cuando observan un paisaje hermoso desde un espacio cerrado.
2
Los escasos metros que separaban el paso canadiense de la cabaña resultaron ser demasiados. Avanzó, temerosa del viento, lo más rápido que pudo. Descendió casi a oscuras hasta encarar el carril que llevaba a su terreno. De camino, pasó por dos de las cabañas vecinas y fantaseó con la idea de poder charlar con alguno de sus ocupantes. Pero todas, a excepción de la suya, estaban vacías. Únicamente Otermin, propietario de las viviendas de madera y dueño del único caserío de la zona, habitaba aquel lugar.
Una ráfaga de aire muy fuerte revolvió la hojarasca. Cuidó de no resbalarse con las agujas de los pinos, pero pisó un limaco y sus vísceras anaranjadas se mezclaron con la tierra. Se limpió la suela con un helecho y prosiguió por el centro del carril, para evitar que le cayera encima alguna rama. Le extrañó no ver las vacas que, desde hacía unos días, pastaban en las campas más altas. Tampoco se escuchaban los pájaros. El ruido del viento enmudecía cualquier otro sonido. Pensó en sus árboles: aquellas ráfagas podrían arrancarlos de cuajo. Un par de días atrás, Otermin se había presentado en la cabaña con dos ciruelos y un manzano algo endebles que había comprado en un vivero cercano. Se empeñó en que los plantara la propia Andrea, quien siguió las parcas pero necesarias indicaciones de su casero: midió la anchura y profundidad del hoyo, manejó los retoños con cuidado, vigiló los cuellos de las raíces… En cuanto compactó la tierra con el mango de la pala y dieron por finalizada la operación, Andrea pensó que le gustaría ver crecer aquellos árboles y se prometió atenderlos con interés.
Aligeró todo lo que pudo, pero el dolor en el empeine la ralentizaba. Cuando atisbó al fi n su casa, sacó fuerzas de fl aqueza y corrió unos metros. Abrió la cancela y subió la pequeña cuesta que precedía a la explanada donde había construido el cobertizo para las ovejas. Los plásticos que hacían las veces de tejado precario habían salido volando. Quiso asegurarse de que los animales estuvieran bien. Recorrió la pequeña propiedad y descubrió el rebaño agrupado en la suave ladera que se extendía hacia la cabaña. Contó las ovejas desde el porche y le pareció que le faltaba una. Volvió a hacerlo, apartándose a cada poco el pelo que el viento le echaba sobre la cara. Las enumeró hasta tres veces. Sólo había catorce. Entonces, aunque no llevaba puestas las botas de goma e iba a terminar con las zapatillas de monte sucias, subió la cuesta y se situó junto al rebaño. Definitivamente, faltaba una.
Regresó a la cabaña en busca de una linterna, decidida a dar con el animal extraviado. Cuando sonó el primer trueno, ya estaba dentro de la casa. A través de la ventana, vio caer un rayo en las montañas de enfrente. Tuvo la engañosa percepción de que el viento soplaba en todas las direcciones. Palpó nerviosa el bolsillo de su pantalón y respiró aliviada al comprobar que no había olvidado las llaves fuera.
Encendió la luz y la televisión para tratar de aminorar el contraste entre la calma del interior de la cabaña y el torbellino furioso que acechaba desde el exterior. Resolvió que lo mejor sería no postergar más la búsqueda de la oveja y volvió a la cocina para recuperar la linterna que había dejado en la encimera. Fue entonces cuando, tras una ráfaga de aire con poder para arrancar la vivienda de cuajo, se fue la luz. El ruido de la tele cesó y el viento y la oscuridad ganaron terreno. Andrea negaba con la cabeza, como si no diera crédito al apagón. Se sentó en el suelo, la espalda contra el horno. Asustada. En el ángulo opuesto, un pequeño ratón de campo, desorientado por la tormenta, buscaba la forma de salir de allí. En esos momentos costaba imaginar que uno de aquellos dos seres ostentara supremacía alguna sobre el otro.