La mujer ajena, de Ramón Bueno Tizón

Una niña intenta salvar el espíritu de la Navidad ante los ojos de su hermano pequeño, mientras su familia y el país se derrumban. Unos adolescentes marginales comparten un grotesco y triste viaje iniciático. Un jinete fracasado y agobiado por las deudas se aferra a una esperanza tan débil como inútil. Un torero veterano se enamora de una bailarina exótica, que cree ser una princesa de la China imperial. Un inmigrante peruano en los Estados Unidos encuentra refugio en el insólito culto a una actriz porno japonesa…

La mujer ajena, del escritor peruano Ramón Bueno Tizón, incluye once historias de seres huérfanos, perdidos en ciudades inhóspitas, con la mujer como hilo conductor. Teniendo a Lima como marco, pero con saltos espacio-temporales que van desde el antiguo Reino de Lidia hasta el desierto de Texas, pasando por el París de E. M. Cioran, La mujer ajena propone una metáfora inquietante de un mundo que se rige por la ley del más fuerte y donde apenas hay lugar para los débiles. Un libro sin concesiones, que pone el dedo en la llaga de algunos de los grandes males de nuestro tiempo: la miseria de la condición humana, la incomunicación, el desamor, el egoísmo o la desesperanza.

Ramón Bueno Tizón nació en Lima, Perú, en 1973. Estudió Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad de Lima y tiene un máster en leyes por la Universidad de Florida y otro en creación literaria por la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. Ha trabajado como abogado y periodista en su país de origen y ha sido columnista de opinión en la página web Perú Liberal. Actualmente reside en Lima. Es autor de la colección de cuentos Los días tan largos (Solar, 2006) y un relato suyo fue incluido en Emergencias, doce cuentos iberoamericanos (Candaya, 2013). La mujer ajena, con Candaya y a la venta este lunes 15 de diciembre, es su primer libro publicado en España.

Toño Angulo Daneri dialogará con el autor en la presentación de La mujer ajena en Madrid, el lunes 15 de diciembre, a las 19.30, en Librería Iberoamericana (c/Huertas, 40). Una escritura, indican desde Candaya, que lo acerca a Julio Ramón Ribeyro, Mario Vargas Llosa, Santiago Roncagliolo, Jeremías Gamboa o Daniel Alarcón.

 

 

 

PHILIPPE Y LOS NÁUFRAGOS

Hoy he vuelto a llegar tarde al local de Rashid. Como no tenía dinero para el metro, me vine caminando con las manos en los bolsillos, envuelto en la bufanda que no pienso llevarle al usurero de Brunot, que ya se ha quedado con el mejor de mis sobretodos. El trayecto desde el Marais hasta las callejuelas de Montmartre no es corto y el viento nunca ha sido benévolo con los peatones. Una de estas noches lloverá y llegaré empapado a pesar del paraguas, mojando las baldosas que Olivier friega por las tardes. Será peor cuando empiece a nevar. Olivier no entiende excusas y es mejor no ponerlo de mal humor. Entro muy rápido, sin que me vea Rashid. Pero Olivier sí me ve. Me recibe con una sonrisa sorda, como si me dijese en silencio que puede contárselo a Rashid, que me tiene cogido de las pelotas. Me hubiese gustado escupirle pero voy directo al guardarropa.

Mi nombre es Jean-François Pagès y sé muy bien que nadie me conoce, que nunca nadie sabrá quién soy. No me interesa; la vanidad es una mujer veleidosa y tonta, cuyos encantos hace años dejaron de inquietarme. Tengo que aclarar entonces que soy pianista profesional. En realidad, músico antes que pianista. Músico como mi padre y como lo fuera alguna vez mi hermano menor Philippe, antes de que decidiera cambiarse de nombre. Estudié piano desde los trece años en el Conservatorio de París. A los diecisiete obtuve el segundo puesto en el concurso anual de piano y según mis diplomas y títulos comenzó mi carrera profesional.

He dejado mi abrigo y mi bufanda en el perchero del guardarropa, junto a los baños. Cuando salga, ya de mañana, estarán oliendo a humo de cigarrillo y perfume incierto. Le pido una taza de vino caliente a Louis y me acomodo en la barra Louis me mira y sonríe. A diferencia de Olivier, la sonrisa de Louis es amable y cálida. Me sirve el vino humeante y comienzo a beberlo a pequeños sorbos. Es muy malo, como siempre, pero ayuda. A pesar de haber llegado tarde, no hay náufragos y solo veo algunas muchachas.

–Debe ser el frío, pianista –dice Louis–. Nadie saca a pasear al pájaro con este frío.

Vivíamos en un pequeño piso de la Rue des Archives, en el Quartier du Temple, siempre en el Marais. El recuerdo más antiguo que tengo es el de mi madre dándole de comer a Philippe, sentado en su sillita de bebé. Yo observaba la escena de pie al lado de ellos. Philippe tenía un año menos que yo y en casa le decíamos Phiphi. Mi padre trabajaba como maestro de piano y dictaba las clases a sus alumnos en el inmenso piano de cola que teníamos en la sala, o en el pianoforte, como a él le gustaba llamarlo. Por las tardes, Philippe y yo escuchábamos a escondidas y en silencio las lecciones de mi padre. Cuando las lecciones terminaban, levantábamos la tapa del pianoforte y jugábamos con las teclas, riéndonos de las notas. Ahí decidí que quería ser pianista. Philippe también.

Llevo más de un año trabajando en el local de Rashid. Está en la esquina de la Rue d’Orsel y la Rue des Trois Frères, de camino a la colina del Sacre-Coeur. Rashid ha colgado un cartel en la puerta con la palabra piano en letras mayúsculas y rojas. Aunque yo no toco el piano toda la noche. Cuando comienza uno de los números de sexo, me levanto de mi taburete y me voy al baño, a luchar frente al inodoro, y luego a la barra, a pedirle una copa de vino tinto y un cigarrillo a Louis. Tampoco toco el piano cuando no hay náufragos, como hoy. He aprendido a calcular el momento exacto para empezar a tocar. Una vez que no había nadie, llegó un náufrago de unos veinticinco años. Preguntó en inglés por los números de sexo. El inglés no era su lengua materna; deduje que podría ser latinoamericano. Yo conversaba con Louis y decidí no moverme. Rashid acompañó al náufrago a una de las mesas frente al escenario. Le mintió diciéndole que el espectáculo comenzaría pronto, le ofreció mientras tanto la compañía de alguna de las muchachas. Louis le llevó una cerveza. Yo seguí sin moverme. Al rato, el náufrago se levantó exigiendo el sexo en vivo. Louis le dijo que ya iba a empezar. El náufrago nos miró a Louis y a mí y pidió la cuenta. Al ver el monto, armó una escena. Ya en la calle, le gritó algo a Rashid en español. Rashid le contestó en árabe, furioso.

Cuando cumplí nueve años, mi padre me regaló el viejo pianoforte que teníamos en la sala. Los ingresos en casa mejoraron y mi padre pudo comprar un piano más moderno y alquilar un piso en la Rue des Rosiers para dictar sus clases particulares. Es para ti y para Phiphi, me dijo mi padre.

Yo protesté porque no era el cumpleaños de Philippe sino el mío. Entonces es tuyo, pero se lo vas a prestar a Phiphi. Así comenzamos a practicar en el pianoforte y aprendimos a leer música. Mi padre nos traía partituras y nosotros las ejecutábamos como podíamos, primero yo y luego Philippe.

Tenía talento Philippe. Mis interpretaciones eran simplemente correctas, las de Philippe eran estupendas. Eso lo puedo aceptar ahora, pero a los nueve años Philippe era un pequeño ladrón que se llevaba los besos de mi madre y las sonrisas de mi padre y que tocaba mi pianoforte mejor que yo.

Las muchachas van llegando. Saludan sonriendo, moviendo los brazos, el pelo suelto. La mayoría de ellas son latinoamericanas. Menuditas, de piel oscura, sin documentos y con un francés rudimentario. Pero hay una que destaca sobre el resto, un animal espléndido al cual Rashid bautizó como Bijou. Es una muchacha muy alta para ser latinoamericana, muy blanca y con el cuello muy largo, como un cisne. No debe tener más de veinte años, pero su cuerpo perfecto y rotundo es una dádiva insólita de la naturaleza. Bijou no habla francés y hay que entenderla en ese español matizado que se habla en América Latina. No es difícil hacerlo, aunque yo rara vez le hable, igual que al resto de las muchachas de Rashid.

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