El viaje a pie de Johann Sebastian, de Carlos Pardo
El narrador de El viaje a pie de Johann Sebastian, que publica Periférica, a punto de cumplir cuarenta años, no solo mira hacia el pasado para contar su particular educación sentimental, sino que, ya en el presente, retrata con bisturí a toda esa sociedad que vivió el cambio de siglo como un tránsito desde el estado de bienestar hasta la crisis creyendo siempre que los culpables eran, sin duda, «los otros».
¿Puede la historia de una familia excéntrica convertirse en símbolo de un país y de una época? ¿Se narra una vida o se narra contra la vida? El humor y la tristeza se entremezclan en estas páginas para ofrecernos el retrato, al mismo tiempo mordaz y sentimental, de una no tan típica familia española.
En medio de esta historia asistimos al viaje de Johann Sebastian Bach, con veinte años, que recorre el camino entre Arnstadt y Lübeck para suceder a su maestro, el organista Buxtehude. Un viaje a pie de 350 kilómetros con un final inesperado. Otra fuga a través de la ficción.
Carlos Pardo, el autor de El viaje a pie de Johann Sebastian, nació en Madrid en 1975. Es uno de los poetas más reconocidos de su generación y autor de una obra breve y exigente (El invernadero, 1995; Desvelo sin paisaje, 2002; Echado a perder, 2007), publicada por algunas de las principales colecciones poéticas del país: Hiperión, Pre Textos y Visor. En 2011 apareció, también en Periférica, su primera novela: Vida de Pablo. Su nueva novela se publica el próximo 27 de octubre.
El viaje a pie de Johann Sebastian (fragmento)
Entre las múltiples circunstancias que han condicionado nuestra vida familiar, una de las más significativas es la del colegio de mi hermano. No sé cómo diagnosticarían a Juan en estos tiempos medicalizados. Dirían que es hiperactivo o que tiene déficit de atención. Le darían pastillas. Cuando no había cumplido los nueve años Juan ganó el concurso de Scalextric de El Corte Inglés. Ganó a niños y adultos. En otra familia se habrían dado cuenta de que era un genio. Ya sé que es mi hermano y que quizá no sea un genio, sino disléxico, pero el caso es que Juan era un superdotado con malos resultados en clase. Iba al colegio a embrutecerse. No atendía. Y un amigo de la familia le recomendó a mi padre un colegio para niños con problemas escolares, un colegio muy especial.
Juan entró en el Nervión cuando aún no había cumplido los trece y dio resultado. Llegaba a casa contento y mi madre se sorprendía de las buenas notas (mi padre estaba lejos de casa, instalando receptores y antenas de radio en los montes de Galicia), así que para apoyar a Juan en su recuperación escolar, a la oveja negra, al descarriado que se perdería para siempre, pero por fin recuperado, mis padres fueron a la fiesta de Navidad del Nervión y no a mi guardería, qué le vamos a hacer.
En el pequeño edificio de paredes de cal con dibujos de payasos y educadísimos padres que la saludaban por los pasillos, mi madre descubrió que el Nervión era un colegio de subnormales.
–No exageres porque haya dos o tres mongólicos.
Papá se hacía el remolón, pero evidentemente era un colegio de niños discapacitados, que adulaban a mi madre con voz difícil:
–¡Qué guapa es usted, señora!
–¿Por qué no has dicho nada? –preguntaron a Juan, y él contestó que allí era el rey.
Pero volviendo a Portugal y al punto de inflexión en mi estética: una mañana, Miguel me llevó a Mira en su Vespa. Por las noches, Javier y él iban hasta allí a una discoteca, y yo no quería que me dejaran solo con tanto niño pequeño (en las lindes de la urbanización, Fiona se morreaba con uno de los gemelos gallegos). Javier se había echado una novia portuguesa que le duró todo el verano y Miguel iba de flor en flor. Eso me contaba en su Vespa, a tres por hora, en aquella carretera flanqueada por árboles, con olor a eucalipto, un día de sol pegajoso de un verano intermedio, prometedor, con el viento en contra.
Entonces tuvo lugar el cambio, la gran transformación que marcaría mi carácter durante los siguientes quince años.
Pero antes una puntualización. Miguel era un dandi. Y también era mensajero con su Vespa. Se parecía a Paul Weller. Le quedaba bien cualquier cosa. Me defendía cuando me metía en alguna pelea.
Unos años antes, justo antes del mutis paterno, Miguel, con dieciséis años, tuvo un accidente de moto y no pudo ir a clase durante tres meses. Papá no le permitió la deshonra de repetir curso y lo puso a trabajar, aunque Miguel había sido buen estudiante o, por lo menos, el mejor estudiante de la familia.
Pero eso nos desvía del tema: si hemos de ser rigurosos, la verdad es que en mi familia nunca hemos sido dandis. Éramos demasiado feos. No éramos dandis, sino anacrónicos.
Excepto Miguel, que era guapo, dandi y anacrónico.
Lo anacrónico no es igual que lo vintage. El anacronismo es la posibilidad de escapar a la condena de la actualidad. En lo anacrónico no hay una ficción de origen, como en lo vintage. El anacronismo es un tiempo que rompe la cadena que le echamos al tiempo para darle un sentido. Es una subversión de la linealidad. Lo anacrónico es político. Crea una disonancia en la superficie aparentemente quieta de la realidad. En cambio, lo vintage y lo retro son falsas genealogías de esta omnipresente actualidad, contribuyen a la cadena, son la cadena: ponte la camisa que compraban tus padres, las gafas de tu tío abuelo, compra tiempo edénico… Por el contrario, ser anacrónico es ser joven en un mundo clausurado. Y resistirse.
A pesar de mi juventud, con Miguel, en la moto, yo era consciente de la diferencia entre un dandi y un adolescente de trece años que empieza a sentirse a sus anchas en el anacronismo.
Y entonces llegó la cristalización.
Al bajarnos de la Vespa el aire me había abultado la parte de arriba del peinado. El flequillo seguía hacia abajo, pero el resto del pelo se alzaba casi en punta, denso pero espaciado.
Entonces Miguel me cogió de la cabeza. Ahuecó un poco los lados:
–A ver… –Me echó las incipientes patillas hacia delante y dijo–: Ya está. Esto es el back-combing. Así es el peinado mod.