Obsesión de alimaña (I): Una reflexión sobre el cuento contemporáneo, de Juan Bautista Durán
Que se hable del cuento es sin duda positivo, aunque canse, aunque no esté muy claro lo que es y haya que resaltar a menudo que no se trata de un espacio infantil. En los últimos años el número de publicaciones va en aumento, así como los premios dedicados a ellos y la relevancia que sus autores pueden alcanzar. Basta con traer a colación el ejemplo de Enrique Vila-Matas, original y celebrado autor que en sus inicios se dedicó en mayor medida al cuento, con títulos como Una casa para siempre, Suicidios ejemplares o Hijos sin hijos, auténticos libros de cuentos con un motivo central que los guiaba, y una estructura, en cada narración, propia del género pero no encorsetada según los tópicos que se le suponen. Que si no debe sobrar ni faltar una palabra, que si la perfección circular, que si planteamiento-nudo-desenlace, que si el giro final… tópicos que suponen un problema por cuanto 1) dan a entender que si un autor los cumple el texto ya es bueno; 2) obligan a una rigidez innecesaria; y 3) generan miedo a tomar caminos alternativos, es decir, propios.
Hoy día parece que esta convención estalló, tal como vino a destacar Eloy Tizón en su columna de El Cultural en octubre de 2015. Reconocido autor de cuentos, Tizón se refirió al “postcuento”, donde «puede haber conflicto o no», puesto que «el panteón sagrado del cuento ha comenzado a agrietarse y por sus rendijas asoma otra luz, otro aire». La variedad que hoy se impone en el cuento es indudable, gracias a la mezcla de tradiciones y aun de géneros, pero no parece justificado que esa evolución deba acarrear el borrón y cuenta nueva que se infiere de la palabra “postcuento”. Los preceptos de Chéjov siguen siendo válidos, así como el decálogo del necrófilo Quiroga: «cuenta como si el relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes». No sólo se refieren al cuento, sino al arte de narrar. En el clavo de Chéjov estaremos colgando historias toda la vida, y no tienen por qué ser a la fuerza cuentos. Quizá crónicas, simples artículos o incluso novelas. En palabras de Samantha Schweblin, al cuento lo define «una idea de síntesis y de efectividad, algo orgánico que tiene que ver con la intensidad y la precisión». De un modo similar lo decía Julio Cortázar, apelando al rasgo diferencial que debe ser la tensión interna. «El gran cuento breve —decía— condensa la obsesión de la alimaña.»
Estos rasgos deben estar presentes sea cual sea el estilo del autor o la manera en que le interese cerrar la historia. Se habla del final abierto como si fuera un no-final o la ausencia del mismo, la anulación de la pieza, cuando ese giro último que se le supone al cuento es en ocasiones forzado y vacuo. ¿Acaso uno de Capote tiene más fuerza que uno de Bolaño? ¿O son mejores los de Buzzati que los Coover? No lo parece. Claro que tampoco a la inversa. Se puede hablar de una diversificación en cuanto al punto de mayor intensidad de la historia, que no tiene por qué caer al final, un rasgo propio del cuento infantil, por lo que es bueno no depender de él. El giro final, cuando es condición sine qua non, se vuelve más bien una limitación. Y obligar esto en el cuento sería como valorar únicamente determinada métrica en la poesía. Las etiquetas y corsés que se adaptan al género más que sus propias virtudes no le hacen sino un flaco favor, limitando su alcance.
En este sentido, Tizón está en lo cierto al reconocer las múltiples formas de acercarse al cuento, tanto en autores consagrados —él mismo o César Aira, por ejemplo, cuyas formas narrativas poco tienen en común—, como en autores jóvenes, de cuya creación anda al corriente gracias a su presencia en el jurado de varios certámenes. La variedad de voces y estilos que ahí concurren debe de ser enorme; pero, aun así, que haya esta diversidad no es motivo suficiente para acuñar un nuevo término.
Autores como Rosa Chacel, Clarice Lispector o el mismo Vila-Matas ya exploraron aspectos del cuento en los que hoy se hace hincapié, y hablar ahora de “postcuento” (o del término que fuere) significa poner una barrera equivocada. Hay siempre una continuidad, y nada surge de generación espontánea, nada, ningún arte ni tendencia ni corriente, y si en algún momento se da a entender que así es, esto no hace sino comprometer la creación futura. El cuento no responde a una única forma de narración, y esto es importante tenerlo presente. No encorsetarlo. Es importante también que autores como Tizón, Hipólito G. Navarro, Schweblin o Bonilla, entre otros, abunden en él y tengan el apoyo de la crítica. Que no se lo considere un género menor ni un género donde las normas son más que las virtudes. Que la alimaña cortazariana sacuda una y otra vez al lector.