Llamarse nadie de Salvador Galán Moreu

El narrador y poeta granadino Salvador Galán Moreu (1981) acaba de publicar el libro de cuentos Llamarse nadie en la editorial Difácil. Hoy en Eñe tenemos el placer de ofreceros uno de los relatos incluidos en la colección, «La salud extranjera».

¡Que lo disfrutes!

 

Sobre el autor

Salvador Galán Moreu nació en Granada en 1981. Como narrador ha publicado las obras Augustus Pablo y todos los nombres del reggae (2010, Min. de Igualdad) y El centro del frío (Lengua de Trapo 2011) por las que recibió el premio Injuve y el Cajamadrid respectivamente. Además en 2013 fue incluido por Alberto Olmos para el volumen de voces nacidas en los ochenta Última temporada (Ed. Lengua de Trapo, 2013). Como poeta ha publicado Libro de Diabologán (Difácil, 2013), La puntualidad de Heinrich Böll (2016, Verbum) y Pan de Dédalus (Oblicuas 2016). Su obra en este género ha recibido diversos premios, como el Martín García Ramos o el Gastón Baquero entre otros, selecciones en antologías como La vida por delante (En Huida, 2012) o Al hidalgo poeta (Edifsa 2016), y participación en festivales como el FIPMAD´16 o el XIX Encuentro de Poetas Iberoamericanos de Salamanca. Llamarse Nadie supone su regreso a la narrativa tras varios años de paréntesis poético.

Sobre la obra

Una trilogía navideña al margen de regalos, adornos y comilonas familiares; un catálogo de identidades torcidas que no encajan en sus moldes; y una inmersión onírica en la mente de David Lynch. Estos son los tres bloques que ordenan los relatos de este libro, piezas sorprendentes e inquietantes que tensan la capacidad plástica del género y apuestan por una escritura atenta a lo pequeño y al juego con temas, personajes y narrativas sin miedo a contagios poéticos, cinematográficos, musicales, psicológicos, o puramente domésticos. Dentro de ellos, acompañamos a un poeta afiebrado que descubre dónde van los muertos que ya nadie visita; experimentamos una fugaz relación erótica en un ascensor; recorremos Berlín con la bollería local como inexcusable tarea, visitamos una casa cuyos pasillos forman una esvástica, o avistamos al monstruo con las costumbres alimentarias más extrañas del mundo. Vidas que hallan en el acto de contarse la liberación de relaciones insalubres y opresivas, aún a costa de olvidar su propio nombre, o de ponerlo a salvo por medio de un micrograma inscrito en el dedo meñique. Personajes que no temen convivir y celebrar con el doble que les aguarda. Personajes que, como el David Lynch del díptico final, no dudan en adentrarse en lo oscuro para resarcirse de sus fantasmas y olvidar, de una vez por todas, a Laura Palmer.

 

 

LA SALUD EXTRANJERA

Para Lourdes Moreu

Camino lentamente entre las columnas de cajas superpuestas, etiquetándolas una a una en esta sección que nadie pisa jamás. Estoy sola y los gases tóxicos pasan sin rozarme. Una enferma terminal puede desempeñar tareas que los demás temen. Tú no comprendiste mi utilidad moribunda. Si me hubieras permitido regar las plantas o contemplar el vuelo de una mosca, aún seguiría contigo.

Tus espías sanitarios te han dicho que no me conviene estar aquí, que ni el clima ni la comida son buenos, y tú te sientes responsable. Pues bien, te eximo de esa carga; te aseguro que desde mi llegada ni estoy débil ni toso ni sangro. Y cojo la bicicleta todos los días, aunque llueva, que aquí llueve siempre. También te han descrito la insana fábrica donde me emplean, el balneario de estraza, lo llamas. Es cierto; más que aire, respiramos el cartón que nuestras manos cortan; todo está empaquetado en rectángulos y cuadrados de este bendito material. Ellos afirman que estoy obsesionada, que para mí no hay nada más allá de las cuatro paredes que delimitan mi espacio laboral: tu nueva dolencia. Sé bien que la vida no puede reducirse a un polígono productivo, pero tampoco creo que empiece exclusivamente cuando suena la octava bocina y se sale. Por eso quizá pienso en ti entre la cuarta y sexta, aunque no te lo creas.

Dices que me imaginas anormalmente gruesa y pálida, con la voz enronquecida y robando en algún centro comercial. Me ves borracha en una playa nocturna y añades que tal vez alguien acariciará mi vientre. No tienes ni idea. Aquí no hay playa, apenas raquíticos pasillos de arena entre las presas. Los canales apestan, el agua está fría, y la barriga no me la toca ni dios, pero me alegro de tus progresos poéticos. Después de todo es lo único que te importa. Siempre necesitaste de retórica para quererme: metáforas que me mantuviesen en cama, imágenes que me distrajesen de ungüentos y vahos, sinécdoques que me ayudaran a morir. ¿Por qué rodearte de obreros polacos, búlgaros o ingleses, por qué buscarte en cada uno de sus músculos tatuados, en sus diminutas colillas tristes? Pareces estar tan inspirado sin mi convalecencia, que si supiera, daría gracias por ello.

Me quedo, no por eludir el tratamiento y sus sacrificios, sino por no oír tu voz llamándome lastimeramente. Aquí resulta fácil levantarse de la cama. Nadie se dedica a traerme recipientes humeantes de infusiones o sopas, la vida no es una gran fábrica, bolsas de agua caliente, un bocinazo para empezar, ejemplares del Reader Digest obsoletos, otro para acabar, paños fríos, termómetros, y entre medias, almohadas supletorias, orinales, varios descansos… Debes saber que durante esos pequeños altos en la actividad me siento feliz. Mi fatiga tiene un sentido. Odiaba sudar entre mantas eléctricas de colores, prefiero hundir la cuchilla, seccionar las piezas y saberme autora de mi propia transpiración. Además ya sé qué hora es, y sólo una vez al día tocan las 12:37 P.M. que marcaba siempre el despertador de tu madre; te pedí mil veces que lo llevaras a arreglar y tú que qué más te da si estás enferma. Así me querías: instalada en esa anodina hora, ahogada en un sudor artificial y pulsando el chirriante interruptor que mandaste instalar junto a la cama. Te ofrecen una invitación falsa para ser dueña de ti misma, y tú mientras componiéndome versos, entonces les haces el favor inexpugnable de vivir un poco más, largas elegías en mi honor para un futuro inmediato, y das sentido al nuevo bocinazo que ya anuncia el fin o el principio otra vez, como un triste poeta de naturaleza previsora.

Que me engaño, te dicen, que el reposo es esencial para que me conciencie de mi propia agonía. ¿No lo entiendes? Me agota estar enferma. Prefiero estropear un diagnóstico ajeno que alargar mi existencia bocabajo. Tú no soportas las buenas metáforas: si no son tuyas, te escuecen. Aquí se me ocurren tantas… Me pregunto si será esta fábrica el poema que anhelabas componer. Hago como si te apartase la mirada y suspiro brevemente. No lo escribirás nunca.

En los comedores hay grandes ventanales por donde resbala la lluvia. Cuando están limpios, puedo observar ese paisaje llano que me hechiza, y a veces me descubro sonriendo al café de máquina. Entonces me gustaría encontrarte; oh, cuánto tiempo, ¿no me digas que trabajas aquí?, y vernos cada día, no todo el turno, claro, tal vez al fichar, y luego, entre tarea y tarea, me guiñas un ojo, yo te cuento cómo fue mi primer embalaje, y me escuchas orgulloso, aguantándote las lágrimas. Iríamos desconociéndonos poco a poco hasta empezar de cero… Pero el café quema y la sexta bocina irrumpe con su sonido mate.

Pudiste haber creído un poco en mi salud. Todas aquellas punciones lumbares, suturas, quimioterapias, telemetrías, exploraciones… Mi vitalidad siempre fue tímida y delgada pero tanto acoso la estaba desintegrando. Contrataste doctores de exageradas encías rojas y olor a gárgara que mutilaran mis quehaceres y determinaran con exactitud la debilidad de mis tobillos. Me estiraron, malearon y aplastaron, y aún así, no encajaba en el historial que me correspondía. ¿Cómo te atreves a llamarme prófuga? Yo no escapé. Yo simplemente vine aquí. Me habéis buscado por el mundo de los sanos como una fugitiva anémica, pero sólo disteis conmigo tras abandonar las pistas contagiosas. Antes no podía dar un paso sin ahogarme, ahora me llamas suicida en bicicleta. Y aún te preguntas de dónde salieron las ganas de dejarte. Cuando el trabajo acabe nos iremos a un parque y fumaremos; daré largas y suntuosas caladas a mi pipa de agua y sentiré luchar a mis pulmones, pugnando por funcionar un poco más. No se me ocurre nada mejor que hacer por ellos. Después regresaremos a casa y cenaremos temprano. Enseguida es de noche, las puestas de sol y los amaneceres no existen: se suceden. Cambios vertiginosos de la luz en penumbra, y viceversa. Nuestras noches eran interminables; mientras me preparabas caldo hervido, imaginaba largos paseos por la cocina o excursiones turísticas a los corredores de casa. Esta noche tenemos de menú palitos de pescado, esos alimentos no son los idóneos, dices, y yo quisiera tocarte, ponerte nervioso, hablarte de mis amigos extranjeros o del hotel nudista. Me gusta pensar que tus tortuosos cuidados se originaron a partir del deseo, ¿o estabas convencido de que sanaría padeciéndolos?

Después de comer fregaré. Los cubiertos no se me resbalan entre los dedos y el agua no empapa mi cara, espurreada por el trampolín deslizante de los platos hondos. Evita las metáforas, aquí incluso gano. Sí, venzo a las cartas cuando tenemos fuerzas para jugar o a los dardos en el pub de los viernes. Tú ya no me retas a permanecer inmóvil ni elogias mi resignación. Todo aquello perdido de antemano lo alcanzo de un brinco. Por cierto, ¿cuál era el nombre exacto de mi mal? Nadie me lo dijo, quizá ese escapismo irresponsable al que aludes se trate de un síntoma. No dejaría de ser algo esperable. Compruébalo. Nada debe cambiar. Dentro de esta aventura aburrida, carecerte se ha revelado cómo el más valioso de los analgésicos, y ni siquiera soñar que desoyes a tus esbirros, admites mi recuperación y nos olvidas me tranquiliza tanto como tu miedo. Jamás conseguirás salir de mi habitación vacía. Jamás podrás volver al exterior tú solo. Ellos se burlaron de mi mejora. Hubo uno muy viejo que incluso señaló una tumba gris con el dedo índice. Tú añades que en medicina ninguna sorpresa fue nunca sincera. Yo desde aquí, sonrío y me enamoro de mi maravillosa vida. Vuelve. En el punto final está nuestra frontera. No.