La tabla, de Eduardo Laporte

El escritor navarro Eduardo Laporte acaba de publicar en Madrid su libro «La tabla» (Editorial Demipage, 2016). En Eñe tenemos el placer de presentar como aperitivo un fragmento de la obra. ¡Esperemos que os guste!

 

Sobre el autor

Eduardo Laporte (Pamplona, 1979) es periodista especializado en cultura y colabora en numerosos suplementos culturales. Ha entrevistado a escritores como Carol Joce Oates, Herta Müller o Julio Llamazares. Reside en Madrid desde 2005, donde escribió Luz de noviembre, por la tarde (Editorial Demipage, 2011). Ha publicado además Postales del náufrago digital (Prames, 2008), una recopilación de las entradas de su blog, en el que se cuela con ingenio por los pliegues de lo cotidiano.

 

Sobre la obra

En 1990, Xabier Pérez Larrea, pamplonés de 17 años, permaneció durante casi treinta horas en el mar agarrado a su tabla de windsurf, deporte que practicaba cuando desapareció, arrastrado por el viento y con mar encrespada, de la playa de la Pineda, en Salou (Tarragona). Más de 20 después, Eduardo Laporte, estancado en una crisis creativa, busca al protagonista de aquel suceso para entrevistarlo y reconstruirlo. Pero encontrará también varios paralelismos entre los naufragios de ambos.

 

 

LA TABLA (FRAGMENTO)

El mar no es nada bonito, dijo creo que un genio. La noche también me parecía fea. Pese a la negrura, podía ver, como si un foco procedente de otro planeta iluminara mi entorno. No sabía de dónde venía esa luz, luz sin luz: quizá mi visión, como la del gato en la oscuridad, se había desarrollado hasta clarear la espesura de la noche a mi alrededor. No recuerdo que hubiera luna, no destacaba en ese tapiz de brillos en el que me costaba distinguir la Osa Mayor y el resto de constelaciones conocidas.

La costa había desaparecido. Me alejaba más y más, al contrario que el náufrago del relato de García Márquez que, sin saberlo, ganaba posiciones hasta la providencial aparición de la línea de tierra. A mí el mar me tragaba, como la ballena a Pinocho. Mar feo, estrellas bonitas, la tabla aún conmigo, mi cuerpo entumecido: eso era todo. ¿Todo? Dos luces, dos puntos fijos en el horizonte, que destellaban entre las brumas de mis ojos rojos de sal y lágrimas. ¿Un barco? ¿Una piscifactoría? Sólo podía ser la estación petrolífera de Tarragona, esa que se distinguía como una enorme garrapata metálica desde la costa. Rechacé la idea de remar hacia ella, estaba tan lejos de mí como la costa cuando comenzó a caer la noche. No podría decir si su presencia me alentaba o me deprimía, la idea de morir de sed tan cerca del oasis tenía algo de tenebroso. ¿Viviría gente? Humanos como yo, en medio de la nada.

Mi aturdida cabeza aún pudo asociar la idea de estación petrolífera y su posible riesgo de vertidos tóxicos, con lejanía de la costa: me encontraba en el culo del mundo. El rescate, si no me ahogaba antes, sería misión imposible. El mar no es   nada bonito, pero es grande. Y no se me ocurre ninguna metáfora para demostrarlo de una manera más gráfica: el mar es muy grande.

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Pasaba más tiempo en el agua que fuera de ella. Veía borroso, me ardía la garganta, no tenía sed, me había tragado varias olas enteras. Vomité un líquido oscuro que deduje era sangre. No sabía entonces que aquella sangre envuelta en saliva era fruto de las pequeñas heridas que la sal me había provocado en el estómago. En un primer momento, tuve que aceptar que aquel pastuz tan poco halagüeño venía directamente de mis pulmones. Una nueva ola me hizo perder el equilibrio. Volví a caer. Salieron entonces espumarajos de mi boca, pero en forma de palabras. Descubrí entonces que el cuerpo, un organismo sabio como dicen los viejos, trataba  de expulsar siempre aquello que le ardía por dentro.

Tratar al mar de tú a tú me ayudó a quitarle solemnidad. El combate no estaba todavía perdido; a pesar de todo yo seguía formando parte de ese bucle siniestro. Gritar y llorar como forma de salirme de un cuerpo maltratado, una reivindicación de mi humanidad en ese escenario salvaje. Pensar: estoy vivo. Vivo. ¡Vive! Lo repetí varias veces, ¡estoy vivo!, porque a veces llegaba a dudar de ello. Dudaba de volver a esa felicidad que había reinado en mi vida hasta entonces y que quedaba ahora tan lejos como las luces rojas de la estación petrolífera. La sola idea de no volver a esa vida, a la Pamplona de los skaters, a las primeras internadas en los bares con sus chicas sin el uniforme del colegio San Cernin, me hacía recuperar el poco brío que me quedaba.

Me daba miedo dormir y no despertar, aunque no veía el momento de reclinarme y cerrar los ojos. Echaba de nuevo en falta el reloj que no tenía. En la noche, en medio del mar, no hay referencia temporal que valga; a esa hora desconocida aún no se adivinaban luces en el horizonte. El naufragio como secuestro.

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En el enésimo revolcón, fui a parar a unos cinco metros de la tabla. Cinco largos y pesados metros. Sentí grilletes en los tobillos y a alguien tirando de ellos desde el centro de la Tierra. Sólo tenía que dejar que mi cuerpo se hundiera lento y descansar para siempre. Se antojaba una muerte dulce y tentadora.

Me acordé de mis padres. Pensé en ellos y en mi cuerpo sepultado en las profundidades del Mediterráneo, mi joven cuerpecillo devorado por una especie de buitre marino incrédulo ante el inesperado festín. No podía dejarles en ese estado civil para el que no hay palabra en castellano: padres sin hijos. Lo que no tiene nombre no puede ser bueno.

¿Qué estarían haciendo ellos para salvarme? No hubo grandes batidas por la espesura del bosque, linterna en mano, gritando mi nombre. Ni un ejército de lanchas motoras surcando la costa en mi búsqueda. ¿Qué hicieron ellos para salvarse? Sufrían su naufragio paralelo, con la tortura añadida de la inacción que padecería yo más tarde. Su secuestro era más duro porque no podían hacer nada, mientras yo me batía con las olas, luchando con uñas y dientes por no hundirme. Quizá por eso mi padre pasaría toda la noche en el espigón de Tarragona, cerca de la sede de la Cruz Roja del Mar, andando hasta el extremo para mirar ese mar negro y mudo, con el ceño fruncido que le sale cuando quiere que todos notemos su preocupación. Mi madre le acompañaba las primeras veces, callada, agarrándole del brazo. Luego lo dejaba ir, como si estuviera guiado por una fuerza superior ante la que ella sobraba, y volvía al puesto a tomarse otro café con leche.

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Logré vencer la distancia que me separaba de la tabla y abrazarla fuerte contra mi pecho dolorido. La noche, negra noche en blanco, no podía ser eterna; como tampoco lo eran aquellas noches en blanco frente a los libros cuando los exámenes de junio. ¿Vendrían los gorriones, gaviotas esta vez, a recordarme que ninguna noche es eterna? Parecía que las olas se amansaran, como si quisieran dormir un poco antes del nuevo día, establecer un mínimo antes y después, como me gustaba hacer antes de uno de esos exámenes de noche épica. Me senté sobre la tabla, con la cabeza entre las rodillas. La garganta, abrasada de vómitos, y el frío, que volvía blandos mis dientes de tanto castañear, me anulaban cualquier pensamiento.

Supongo que esa ola sí rompió, porque tenía la fuerza suficiente como para hacerme rodar en el agua como una canica en una lavadora. Agua marina que me salía por los ojos, por la nariz, pero entraba por la boca y hasta por las orejas. En cuanto fui devuelto a la superficie devolví sangre, retorciéndome sobre mí mismo en un gran espasmo. Me costaba mantenerme a flote sin la tabla. ¿Dónde estaba la tabla? O mis ojos habían dejado de funcionar, o la noche era más noche, o el cansancio me había nublado la visión. Caí en la cuenta de por qué los surfistas, a diferencia de los aficionados al windsurf, que se sujetan con el arnés, llevaban una cinta en el tobillo atada a la tabla. La mía podía estar ya en la plataforma petrolífera. Calma. Sería cuestión de paciencia, tiempo no me faltaba. Pero pronto temí que me faltaran las fuerzas para aguantar un minuto más. Tenía más ganas de vomitar, de acallar el escozor de mi garganta sofocada, pero no veía la tabla a mi alrededor y el único camino que se me presentaba era hacia abajo.

No me apetecía morir todavía, la noche debía de estar tocando a su fin. Traté de alzarme sobre el nivel del mar para adivinar algunos claros en el horizonte. Intenté no volverme loco. Me hice el muerto, patético ensayo de lo que me esperaba a continuación. Debería haber seguido la estela de la ola, la tabla habría seguido esa dirección, al menos tendría por dónde empezar. Daba vueltas sobre mí mismo forzando la vista hasta que las estrellas se fundían en pastosos hilos de luz que me mareaban. No había nada que hacer y la serenidad inicial dio paso a otro estado que podríamos llamar sereno —por no decir trágico— compás de espera. Espera ante la muerte inminente previa a la decisión definitiva: en qué momento dejar de ofrecer resistencia y entregarme al mar. Mis piernas seguían agitándose allá abajo para evitar que eso pasara sin que yo fuera quien lo decidiera. Era el único ejercicio de dignidad que me quedaba antes de dar la partida por terminada: morirme yo.

Torpemente, pero aún podía moverme. Aunque quizá lo mejor fuera estarse quieto: podía estar alejándome más de la tabla. Así que permanecí sin agitarme demasiado unos minutos que me resultaron horas: el fondo del mar me atraía como una herradura a un imán. Era difícil estar en una situación más comprometida, aunque cuando algo va mal siempre puede ir peor. Lo decía un tal Murphy. ¿Un tiburón? ¿La picadura de una medusa? ¿Un calambre en la pierna? ¿Qué próxima putada me esperaba? Sabiendo que todo estaba poco menos que perdido, invertí mi última migaja de fuerza en convertir mi cuello en un periscopio. El mar estaba más en calma, podía alcanzar más con la vista, a pesar de la noche. ¿Espejismos? Quedaban segundos para el Game Over – Insert Coin cuando me llegó esa inesperada moneda de 25 pesetas. Meses después nos engancharíamos a la máquina del Street Fighter, pero yo ya era un luchador, al menos durante esa noche, un Sea Fighter.

Ahí seguía, ajena a todo, pero incompleta sin mí. Excepción artificial en esa naturaleza líquida, como yo también soy una excepción, humana, que se funde en un abrazo con ese trozo de plástico, lo más parecido a un hogar que he tenido nunca. La abordo con respeto, como si tuviera que pedirle permiso. No quiero reñirla, de pronto la venero. Optó por la primera de las tres posturas, tumbado, boca abajo, con los brazos colgando bajo el agua. El corazón me late tan rápido que siento que boto sobre la superficie. Vomito. Me aclaro con agua salada, estoy contento, siento que he ganado algo, no sé bien qué, pero me permito unos segundos de descanso. Pero es imposible relajarse tumbado, el agua entra por la boca y la nariz. Me pongo a horcajadas y trato de adivinar por dónde saldrá el sol.