Astronauta, de Stanislaw Lem

La editorial Impedimenta acaba de publicar Astronauta, la primera novela de Stanislaw Lem, por primera vez editada en castellano. La traducción ha corrido a cargo de Abel Murcia y Katarzyna Moloniewicz. En Eñe tenemos el placer de ofreceros un adelanto de las primeras páginas del libro, en las que Lem describe el famoso incidente conocido como «el evento de Tunguska».

Sobre la obra

Astronauta es la primera novela que el maestro de la ciencia ficción publicó en forma de libro. Tras haber pasado por múltiples contiendas y luchas sangrientas, en el siglo XXI la humanidad ha dejado atrás toda forma de capitalismo y ha logrado un equilibrio sostenible en el planeta. Colosales trabajos de ingeniería, como la irrigación del Sáhara o el control del clima con soles artificiales, dan cuenta del progreso de la especie. Durante uno de esos proyectos, en la siberiana Tunguska se halla un objeto que es identificado como un archivo extraterrestre. Tras lograr descifrar alguno de los datos que recoge, se descubren ciertos detalles alarmantes del viaje de una nave que debió de estrellarse en la zona. El Gobierno de la Tierra decide enviar la recién construida nave Cosmocrátor al planeta Venus, donde sus tripulantes localizarán los restos de una civilización infinitamente más avanzada que la nuestra.

Sobre el autor

Stanislaw Lem nació en la ciudad polaca de Lvov en 1921, en el seno de una familia de la clase media acomodada. Aunque nunca fue una persona religiosa, era de ascendencia judía. Siguiendo los pasos de su padre, se matriculó en la Facultad de Medicina de Lvov hasta que, en 1939, los alemanes ocuparon la ciudad. Durante los siguientes cinco años, Lem, miembro de la resistencia, vivirá con papeles falsos y se dedicará a trabajar como mecánico y soldador, y a sabotear coches alemanes. En 1942 su familia se libró de milagro de las cámaras de gas de Belzec. Al final de la guerra, Lem regresó a la Facultad de Medicina, pero la abandonó al poco tiempo debido a diversas discrepancias ideológicas y a que no quería que lo alistaran como médico militar. En 1946 fue «repatriado» a la fuerza a Cracovia, donde fijaría su residencia. No tardaría demasiado en iniciar una titubeante carrera literaria. Se considera que su primera novela es El hospital de la transfiguración (Impedimenta, 2007), escrita en 1955 pero no publicada en Polonia hasta 1955 debido a problemas con la censura comunista. No fue hasta 1951, año en que publicó Astronautas, cuando por fin despegó su carrera literaria. Las novelas que escribió a partir de ese momento, pertenecientes en su mayoría al género de la ciencia ficción, harían de él un maestro indiscutible de la moderna literatura polaca: Edén, La investigación, Memorias encontradas en una bañera, Solaris, Relatos del piloto Pirx, La voz de su amo o Congreso de futurología.

 

 

EL BÓLIDO SIBERIANO

El 30 de junio de 1908, miles de habitantes de la Siberia central pudieron observar un extraordinario fenómeno de la naturaleza. Aquel día, a primera hora de la mañana, apareció una cegadora bola blanca que atravesó el cielo de sureste a noroeste a una velocidad impresionante. Fue vista en toda la gubernatura general de Yeniséi, que se extiende a lo largo de una superficie superior a los quinientos kilómetros. La tierra tembló a su paso, los cristales se pusieron a tintinear, el enfoscado cayó de los muros, mientras que en las localidades más alejadas, en las que no se llegó a ver el bólido, se oyó un potente estruendo que causó el pá- nico general. Mucha gente imaginó que se avecinaba el fin del mundo; los obreros de las minas de oro abandonaron el trabajo e incluso a los animales domésticos se les contagió el miedo. Pocos instantes después de que desapareciera la masa ígnea, se levantó más allá del horizonte una columna de fuego y se produjo una cuádruple detonación que se escuchó en un radio de setecientos cincuenta kilómetros.

La sacudida de la corteza terrestre fue registrada por los sismógrafos de todas las estaciones de Europa y América, y la onda expansiva fruto de la explosión, que se desplazaba a la velocidad del sonido, llegó a Irkutsk, a novecientos setenta kilómetros de distancia, en una hora; a Potsdam, a cinco mil kilómetros de distancia, cuatro horas y cuarenta y un minutos después; a Washington, ocho horas más tarde, y finalmente, fue percibida de nuevo en Potsdam pasadas treinta horas y veintiocho minutos, tras haber dado la vuelta alrededor del mundo y haber regresado después de haber recorrido treinta y cuatro mil novecientos veinte kilómetros.

Durante las siguientes noches, en las latitudes medias de Europa, aparecieron unas nubes luminiscentes con un extraordinario brillo plateado de tal intensidad que impidió al astrónomo alemán Wolf, en Heidelberg, fotografiar los planetas. Las gigantescas masas de partículas diseminadas a causa de la explosión en las más altas capas de la atmósfera llegaron unos días después al hemisferio sur. Justo por aquellas fechas, el astrónomo americano Abbot estaba analizando la transparencia de la atmósfera y había observado que esta había empeorado considerablemente desde finales de junio. La causa de aquel fenómeno en aquellos momentos le resultaba desconocida.

A pesar de sus dimensiones, aquella catástrofe en la Siberia central no llamó la atención del mundo científico. Durante cierto tiempo, en las tierras de la gubernatura general de Yeniséi, corrieron fantásticos rumores sobre el bólido: se le atribuía desde el tamaño de una casa hasta el tamaño de una montaña, se afirmaba que existían testigos que lo habían visto después de la caída, pero el lugar del avistamiento solía ser situado en esas historias lejos de los límites de la comarca en la que cada uno de los hablantes se encontraba. Fue mucho también lo que se escribió en la prensa, pero nadie emprendió búsquedas más serias y poco a poco toda aquella historia empezó a caer en el olvido.

Las menciones posteriores datan del año 1921, cuando el geofísico soviético Kulik leyó por casualidad en una hoja arrancada de un calendario de pared la descripción de una gigantesca estrella fugaz. Recorriendo poco después una gran extensión de terreno de la Siberia central, Kulik se convenció de que entre los habitantes de aquel lugar seguía estando vivo el recuerdo del extraordinario fenómeno de 1908. Tras preguntar a varios testigos presenciales, Kulik llegó a la conclusión de que el meteoro, que irrumpió en Siberia desde la parte de Mongolia, había sobrevolado las grandes llanuras y había caído en algún lugar del norte, en la infranqueable taiga, lejos de cualquier camino y de cualquier asentamiento humano.

Desde aquel momento, Kulik se convirtió en un entusiasta investigador del meteorito conocido en la literatura especializada como «el bólido de Tunguska». Esbozó también unos primeros planos del terreno en el que, según imaginaba, había caído el meteorito y se los dio al geólogo Obruchev cuando este, en 1924, partió para emprender una expedición en solitario. Obruchev, que se encontraba realizando sus investigaciones por encargo del Comité Geológico en la región del río Podkamennaya Tunguska, llegó a la factoría de Wanawara, en cuyas proximidades, según los cálculos de Kulik, debería haber caído el meteoro. Intentó recopilar información entre los lugareños, lo que no resultó fácil porque los tunguses ocultaban tanto el lugar de la caída, ya que lo consideraban sagrado, como la propia catástrofe, que interpretaban como el descenso de los cielos a la tierra por parte del dios del fuego. A pesar de ello, Obruchev consiguió averiguar que, a unos días de viaje de la factoría, la milenaria taiga se encontraba arrasada en una superficie de varios cientos de kilómetros y que el meteorito no había caído en la zona de Wanawara, como pensaba Kulik, sino al menos cien kilómetros más al norte.

Cuando Obruchev publicó los datos recabados, el asunto se hizo notorio, y en 1927, la Academia de Ciencias de la Unión Soviética organizó una primera expedición a la taiga siberiana, dirigida por Kulik, con el objetivo de encontrar el lugar exacto de la caída.

Tras haber abandonado las zonas habitadas, y después de varias semanas de fatigosa marcha a través de la taiga, la expedición entró en un área de árboles derribados. El bosque estaba arrasado en un radio de al menos cien kilómetros, a ambos lados de la trayectoria del meteoro. Kulik escribió en su diario: «Sigo sin poder abarcar la magnitud del fenómeno. Es lo que podríamos denominar un paraje marcadamente montañoso que se extiende decenas de verstas más allá del horizonte… Al norte, a orillas del río Chushmo, se pueden ver las montañas, cubiertas de una blanca capa de nieve. Desde nuestro puesto de observación no se distingue el menor rastro del bosque. La taiga está asolada, decenas de miles de troncos chamuscados han sido arrancados de raíz y arrojados contra la tierra helada; alrededor, en una franja de varios kilómetros, crece un bosque joven que se abre camino hacia el sol y la vida… Es asombroso ver a los gigantes del bosque con sus más de treinta metros de altura, caídos uno junto a otro, con sus copas orientadas hacia el sur… Algo más lejos, donde acaba el paisaje, la maleza se abre paso aquí y allá hasta fundirse con la taiga superviviente, y solo en las cimas de las lejanas colinas se ven, en forma de blancas calvas, los lugares desprovistos de árboles».

Una vez en la zona del cataclismo, la expedición anduvo varios días entre los troncos caídos y semicarbonizados que cubrían el suelo de turba. Las copas de los árboles derribados seguían indicando todo el tiempo hacia el sudeste, la dirección desde la cual había llegado el meteoro. Finalmente, el 30 de mayo, un mes después de haber abandonado la factoría de Wanawara, la expedición llegó a la desembocadura del río Churguma y estableció allí su decimotercer campamento. Al norte de este, se hallaba una extensa hondonada rodeada por varias colinas a manera de anfiteatro. Fue allí donde la expedición descubrió la estructura radial del bosque derribado.

«Empecé a dar vueltas en dirección oeste —escribió Kulik— por el circo de montañas situado alrededor de aquella gran hondonada. Anduve decenas de verstas por las desnudas crestas de las colinas en las que los árboles derribados yacían con las copas dirigidas hacia el oeste. Rodeé toda la hondonada en dirección sur describiendo para ello un enorme círculo, y los árboles, como por arte de magia, iban orientando también sus copas hacia el sur. Regresé al campamento y, de nuevo, me puse en camino por las crestas de las colinas, esta vez hacia el este; los árboles allí estaban tumbados hacia el este. Hice acopio de fuerzas, y una vez más me dirigí hacia el sur; los troncos yacían con sus copas orientadas hacia el sur. No cabía duda, había dado una vuelta completa al lugar de la caída. La bola de fuego del meteoro, compuesta de gases y materia incandescentes, sacudió el valle, sus colinas, su tundra y sus cenagales. Igual que un chorro de agua que al chocar contra una superficie plana estalla y sus salpicaduras salen disparadas en todas direcciones, aquel chorro de gases ardientes, al golpear la tierra, había tumbado el bosque en un radio de decenas de millas dejando tras de sí una terrible imagen de destrucción.»

Ese día los miembros de la expedición estaban convencidos de haber superado las mayores dificultades y de que pronto encontrarían el  lugar donde la masa gigante había chocado contra la corteza terrestre. Al día siguiente se adentraron en la hondonada. La marcha entre los árboles caídos fue ardua y peligrosa. Especialmente en la primera mitad del día, cuando arreció el viento, y los miembros de la expedición, al avanzar entre los troncos muertos y desprovistos de ramas, corrieron el peligro de quedar aplastados por los árboles que caían estrepitosamente sin previo aviso y con frecuencia muy cerca de los exploradores. Había que caminar mirando continuamente hacia lo alto para apartarse a tiempo, y ello sin dejar de observar atentamente el suelo porque la tundra estaba plagada de víboras.

En el interior de la hondonada, rodeada por aquel anfiteatro de calvos montes, los miembros de la expedición descubrieron nuevas colinas, tundras, cenagales, pantanos y lagos. La taiga yacía en hileras paralelas de troncos desnudos cuya parte superior estaba orientada en diferentes direcciones y cuyas raíces apuntaban hacia el centro de la hondonada. En los árboles derribados se distinguían claramente las huellas del fuego que había carbonizado las ramas pequeñas y chamuscado la corteza y las ramas más grandes. En las proximidades del centro de la hondonada, entre los árboles astillados, encontraron un considerable número de cráteres de diferentes tamaños; algunos podían llegar a tener decenas de metros de diámetro. Eso fue todo lo que pudo establecer la primera expedición, que se vio obligada a retirarse repentinamente debido a la falta de provisiones y al agotamiento de los participantes. Kulik y sus compañeros estaban convencidos de que en las profundidades de aquellos cráteres con el fondo enfangado, en muchos casos llenos de agua turbia, que habían descubierto en la hondonada se encontraban los restos del meteorito.

La segunda expedición llevó a cabo el ingente trabajo de transportar a través de la taiga máquinas que, una vez desembarrados y desecados los cráteres, posibilitaran las primeras perforaciones de sondeo. Las obras se realizaron durante un corto y abrasador verano. En el bochornoso aire flotaban enjambres de virulentos mosquitos que sobrevolaban aquel lodazal. Las prospecciones dieron un resultado negativo. No solo no encontraron resto alguno del meteorito, sino tampoco restos del choque con la corteza terrestre como los que se solían encontrar en esos casos, como por ejemplo harina de roca, es decir, masa rocosa y pequeños fragmentos de piedra fundidos a una alta temperatura. Tropezaron, eso sí, con corrientes de aguas subterráneas que amenazaban con anegar las máquinas, y tras canalizar esas aguas y lograr atravesarlas, cosa que requirió un esfuerzo gigantesco, los taladros se introdujeron en un limo permanentemente helado. Y, lo que es peor, unos especialistas en la formación de turba se presentaron allí y tanto estos como los edafólogos y los geólogos declararon unánimemente que los cráteres en cuestión no tenían nada que ver con el meteorito y que en las lejanas tierras del norte se podían encontrar por todas partes creaciones parecidas que debían su origen a los procesos normales de aparición de yacimientos de turba derrubiados por las aguas subterráneas. Por lo tanto, emprendieron la búsqueda sistemática del meteorito con ayuda de deflectómetros magnéticos. Parecía evidente que una masa tan grande de hierro tenía que crear una anomalía magnética que atrajera la aguja de las brújulas, pero los aparatos no mostraban nada. El hecho era que, desde el sur, una avenida de varios kilómetros de anchura de árboles derribados conducía hacia la hondonada a lo largo del río y los arroyos, y esta estaba rodeada de un abanico de troncos caídos. Se calculó que aquellos destrozos habían sido producidos por una energía del orden de mil trillones de ergs, así que la masa del meteorito tenía que haber sido gigantesca, y, sin embargo, no encontraron ni el más pequeño de los fragmentos, ni una pequeña esquirla, ni un cráter, nada que mostrara las huellas de la monstruosa caída.

Una tras otra, se fueron sucediendo expediciones a la taiga provistas de aparatos cada vez más sensibles. Se estableció una red de puntos de triangulación, se inspeccionaron las laderas de las colinas, el fondo de los fangosos lagos y de los arroyos, incluso se realizaron perforaciones en el fondo de los pantanos; todo en vano. Corrieron voces de que el meteorito pertenecía al tipo de los pétreos, conjetura bastante improbable, ya que la meteorología no ha tenido noticia de bólidos pétreos de un tamaño tan grande, y en ese caso los alrededores habrían estado llenos de fragmentos del mismo. Pero cuando se publicaron los resultados de la investigación sobre el bosque arrasado, surgió un nuevo enigma.