Miedo en el corazón, de Pedro Crenes Castro

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Mi abuela Carmen había escuchado el diálogo, en susurros y en medio de la oscuridad me hizo pasarme a su cama. El silencio era ya completo y a lo lejos aun se escuchaban los últimos rumores de la Feria. Mamá no le protestó a mi abuela y me fui con mi terror hasta su cama con el corazón latiendo con fuerza, creyendo que por el camino, apenas dos pasos, aquella cabeza aparecería para mirarme a la cara y decirme “¡qué haces!” y la piel de gallina otra vez. Llegué hasta su cama, me acosté a su lado cerca de su pecho y ahora podía escuchar el corazón de mi abuela Carmen tranquilo, con una cadencia de paz y energía.

¿Lo oyes?

Le dije que sí.

Entonces pon el tuyo al ritmo del mío, ¿okey?

¿Cómo sabía que el mío estaba acelerado? Comenzó a acariciarme el pelo, a decirme que cuando ella era más chica, si tenía miedo de algo, pensaba en la brisa meciendo las ramas de los árboles o en el sonido del río como el que ella visitaba los domingos cuando se iba de paseo. Mi abuela Carmen no susurraba, parecían haberle bajado el volumen para que su voz no sonara extraña en medio de aquella madrugada de terrores que yo estaba viviendo. Mis ojos dejaron de resistir al sueño y mi corazón dejó de latir tan fuerte y su sonido ensordecedor fue cediendo a sus caricias, a su voz de río y de brisa. Me dormí escuchando los latidos del corazón de mi abuela que a la mañana siguiente cuando desperté no estaba: se había levantado temprano para hacer el desayuno.

Mamá tampoco estaba en su cama. Por la ventana de la habitación se colaba con fuerza un rayo de sol que dejaba ver cómo las partículas de polvo bailaban en el aire. Aquella visión me dejó fascinado, hasta acerqué mi mano para palpar esa belleza simple, un prodigio sencillo que convertí en mi propia imagen de serenidad.

Las siguientes noches dormí con mi abuela pero por fin llegó mi cama, la cama que ocuparía durante muchos años hasta que me vine a Madrid para especializarme en cardiología porque al final, nuestra nueva vida, la vivimos allí en Calidonia con mi abuela Carmen.

Al acostarme, después de cerrar los ojos y ver la cabeza flotar y hablarme le decía que se marchara, que no quería verla más y aunque me asustaba un poco al principio, acto seguido, pensaba en el río o en la brisa de mi abuela y después pensaba en las partículas de polvo bailando en la luz, en cómo se movían, en cómo oscilaban y si pensaba muy detenidamente en ello, me parecía a veces que estaba buceando en la playa y me sentía libre y me dormía y noche a noche le gané la partida al miedo. Me enseñó mi abuela, esa noche de Carnaval, de vida nueva recién estrenada, la manera de amansar miedos y olvidar monstruos para el resto de mi vida.

Muchos años después, en mis viajes de vuelta a Panamá, revisaba el corazón de mi mamá y por supuesto el de mi abuela. Cuando lo hacía ella volvía a recordarme con una sonrisa tierna el terror dibujado en mis ojos y la desesperación de aquella noche y la manera en la que me quedé dormido junto a ella. En lo que nunca nos pusimos de acuerdo fue en eso de que ella escuchó los latidos de mi corazón. Yo siempre creí que sí y aunque ella lo negaba quise estar convencido de que no quería reconocerlo por modestia. Decía que no se acordaba de esa parte del cuento.