Un adelanto de La cadena trófica de Rafael Reig

 

El humor y la ironía que recorren la obra de Rafael Reig salen de nueva a la luz en La cadena trófica, según la editorial Tusquets: «tal vez el primer libro con el que el lector logra aprender literatura riendo». La historia de los Belinchones sirve de excusa para contar la Historia de la Literatura en castellano de uno y otro lado del charco. Reig en estado puro.

Aquí, un adelanto de las primeras líneas del libro.

Encima de la mesa

Me llamo Benito Belinchón y soy el último de mi sangre sobre la tierra.

Mi madre me enseñó a leer a los cinco años. Después, duran- te mi vida embarcado, me eduqué por mi cuenta y me hice con multitud de lenguas, aunque la primera fue el indispensable pa- tois-sur-mer, esa lingua franca en la que uno se puede entender en cualquier puerto del mundo. Luego adquirí el inglés corsario, el francés de Marsella, el lacónico alemán de los submarinos en inmersión y otros muchos idiomas.

Ahora, demasiado tarde, me arrepiento.

La maldición del alfabeto cayó sobre los Belinchones hacia 1820, cuando por primera vez en la historia un Belinchón, Agus- tín Belinchón Cerralbo, aprendió a leer y escribir. A partir de ahí, doscientos años de soledad, seis generaciones, dos siglos de escritura que ahora desembocan en mí: el resto será silencio.

Agustín Belinchón Cerralbo nació en 1817; el siglo xix, en España, nació en 1808, gracias a la invasión francesa. Los ejérci- tos de Napoleón impulsaron la sociedad burguesa y dieron for- ma a esas dos Españas que aún siguen enfrentadas: los que grita- ban «¡Viva la Pepa!» y quienes respondían «¡Vivan las caenas!».

A los veinte años, en su casa le seguían llamando Tinín, y eso él no lo podía sufrir.

Corría el siglo xix y sin embargo la existencia de Agustín se desplazaba al ralentí. ¡Tardaba tanto en transcurrir la juventud! ¡Oh, si él pudiese hacerse un hombre de golpe y porrazo! ¡Ah, si lograse alcanzar la mayoría de edad en un periquete! ¡Uh, si se desprendiera del estorbo de los años mozos como quien suelta lastre para ascender más deprisa! Oh, ah, uh, pero qué va: el in- sufrible ralentí belinchónico era como una carrera de sacos, en esa familia se iba pisando huevos desde el punto de vista intelec- tual-biográfico, y Agustín se desesperaba como un globo cautivo anclado al comercio de paños de la calle Mayor, a la mesa cami- lla y a las labores de costura.

Agustín Belinchón había vivido feliz mientras permaneció inmerso en esa fantasía que a menudo se apodera de los niños más optimistas: tenía la certeza de no ser de su familia.

Para él estaba claro que Casimiro Belinchón, el comerciante de paños, no podía ser su padre. Ni su mujer, Carolina Cerralbo, su madre. Que aquellas criaturas analfabetas le hubieran dado el ser, como ellos pretendían, era una imposibilidad tan manifiesta que le daba risa solo de pensarlo. Su auténtica personalidad, su ser-en-sí, no podía tener nada que ver con la tienda ni se merecía que le llamaran Tinín. ¿Tinín? ¡Tinín! ¡Hasta ahí podíamos lle- gar, hombre!

Esta situación había hecho incómoda su vida diaria. Le re- percutía. Se trataba de un malentendido que no tardaría en acla- rarse, pero ¿y mientras tanto?

¡Paciencia y barajar! Algún día la niña Isabel sería reina de España y Agustín se reencontraría por fin con sus verdaderos orígenes. Mientras tanto, la nación se resignaba a la regencia de María Cristina; y Agustín, a llamar «padre» y «madre» a aquel amable y anodino matrimonio. Los trataba con cordialidad, aun- que a prudente distancia, para evitarles sufrimientos el día que se descubriera la verdad.

Él la había descubierto en 1828, a los once años, la primera vez que se vio de espaldas usando dos espejos enfrentados. En su nalga derecha encontró una marca de color vino, un antojo en forma de media luna en cuarto menguante, como una letra ce. Estaba harto de leer casos parecidos en las novelas por entre- gas. Debía de ser el hijo de algún enigmático aristócrata que volvería para reclamarle: ¡y aquella señal serviría para reconocer- le! «¡Oh, padre!», diría entonces. «¡Hijo mío!», respondería el elegante desconocido, quitándose de un manotazo ese antifaz que acaso llevaría puesto.

¿Por qué había sido entregado, de entre todos los posibles hogares adoptivos, a los Belinchón-Cerralbo? Agustín no se sen- tía capaz de soportar el trato con los clientes ni la trastienda, con la mesa camilla y la bujía encendida, donde su sedicente madre cosía y su sedicente padre fumaba y comentaba los últimos ru- mores de Gómez, el cabecilla carlista que mantenía en jaque al gobierno. ¿Qué le importaba a él Gómez? ¿Qué se le daban a él los ovillos de su madre, las agujas de tejer y aquel huevo de ma- dera para zurcir calcetines?

Había decidido consagrar su vida a la literatura, ¡ahí quedaba eso!

Tenía sabañones y esperanzas, tenía ambiciones, hemorroi- des y orejas de soplillo; creía en la metempsicosis, en el matri- monio y en la reforma gradual de la sociedad; y pasaba mucho frío: más de una noche tuvo que ponerse sus inacabadas Obras completas entre la camisa y el cuerpo para conservar algo de calor.

Ignacio Corcuera era su mejor amigo, su hermano en la ba- talla por el Parnaso, su alma gemela.

Esa tarde de febrero paseaban por el Retiro. Ignacio le acaba- ba de recitar su Oda al caparazón de los insectos. Agustín la había calificado de sublime.

—Aún digo más: es imperecedera, compañero —añadió.

Para celebrarlo bebieron otras dos rondas de aguardiente. Después, Ignacio le fue alejando del centro, andando a trompi– cones hacia el albañal de Cuatro Caminos.* Atravesaron calles oscuras y desempedradas hasta que dieron en una meseta con arbustos y bancos de madera habilitados como dormitorios. Gol- peó con los nudillos en la puerta de una cabaña.

—¿Quién vive? —Aquella voz arañaba la carne como el filo de un cuchillo.

—Gente de paz.

El oscuro interior parecía una cavidad bucal saqueada de dientes. Había media docena de mesas de madera y un cocham- broso mostrador con un anaquel de botillería. Dos mujeres jóve- nes se embriagaban con terquedad de herbívoros, acodadas en una mesa, sentadas en taburetes cojos. En otra mesa había unos individuos que parecían flamenquistas o mozos de espadas, con patillas de boca de hacha y sombrero cordobés. La tabernera trajo una frasca de aguardiente y los dos amigos brindaron por la inmediata comparecencia del porvenir.

 

Imagen: Fragmento de portada/ Gentileza de Tusquets editores

 

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