La educación de las cosas, por Juan Bautista Durán

 

Que las cosas nos traicionan menos que las personas, eso lo sabemos gracias a un prestigioso escritor español al que todos los domingos los lectores intentan sacarle la puntilla. Son así, no hay escapatoria posible: los lectores siempre deseamos estar del otro lado, bien sea en la piel del personaje o del autor. Lo más divertido es que dicho escritor llevaba razón, sea cual fuere su idea de fondo. Está claro que no se refería a sus lectores dominicales. Las cosas, los objetos, nos traicionan menos que las personas porque les hemos enseñado a cumplir una función, a estar en determinado sitio y actuar de acuerdo a las necesidades que proyectamos en ellas. Incluso los aparatos eléctricos nos traicionan menos. Claro que, cuando lo hacen, se ceban con sus víctimas como sólo una persona malintencionada podría hacerlo.

Uno de los gremios que más sufre la alta traición de esos aparatos es, al parecer, el de los escritores, poco habituado a los cables y entresijos que los conforman. Hay cierta erudición en esa torpeza, por no decir cliché, casi de gag televisivo o aun de cine mudo, de cuando era la mecánica lo que nos obligaba a superarnos. Uno de los recursos habituales de esas películas consistía en poner al cómico frente a la rebelión de las cosas, lo que no era sino un toque de atención, con humor, ante la progresiva dependencia del ser humano frente a las máquinas. Su extrañamiento se debía a la imposibilidad de desposeer a aquellos objetos de la única función para la que habían sido creados, y convertirlos así, como quien juega con una cuchara, en algo rutinario y maleable.

Lo esencial, escribe Fernando Pessoa, es comenzar a sentir atracción por las cosas que nos repugnan sin perder la disciplina exterior. Y añade que si ese porte va con la mayor indisciplina interior se puede conseguir la perfecta sensualidad. No es cuestión de darle muchas vueltas: Pessoa llevaba tanta razón en sus palabras como la tiene el escritor español al hablar de la fidelidad de las cosas, y al mismo tiempo, no obstante, los dos se contradicen entre sí.

Algunos objetos se crearon para nuestra repugnancia, basta con echar un barrido mental sobre las fobias de cada uno, un rechazo el de estos objetos que muy rara vez se revierte y por tanto confirma su fidelidad. ¿Quién se va a poner tan exquisito como Pessoa pretendía junto a una hormigonera, por ejemplo? Esto daría lugar, como mucho, a una imagen kitsch que requeriría de años, con el consiguiente cambio de paradigma, para su total aceptación. Es decir, para que a nuestros ojos el exquisito ciudadano posando junto a la hormigonera no cause un efecto de rechazo o asombro y a la postre podamos acercarnos en las mismas condiciones. Es la fantasía que anida en las cosas, el imperio de los sentidos, como diría un filósofo moderno, la comunicación que se establece entre éstas y las personas y que determina nuestro comportamiento.

Las sensaciones, decía también Pessoa, son las únicas realidades que nos quedan. Y en el contexto actual, dominado sin duda por las sensaciones, conviene preguntarse qué es un libro. Para muchos, seguirá siendo lo que en la infancia les enseñaron, con tan buena voluntad que el libro como objeto siguió creciendo y creciendo, al punto de que las nuevas generaciones, las del siglo XXI, es probable que no tengan una idea ni tan clara ni tan admirativa de lo que constituye. Es natural, si se mira bien. No hay que culpar a nadie el día en que uno, por la mañana, se enreda con el jersey y no consigue sacar la cabeza por el espacio consignado. Si en las cosas decíamos que hay una parte de fantasía, en ninguna abunda más la fantasía que en los libros. Siempre hay alguien esperando al otro lado, detrás de la puerta, cuatro calles más para allá, quién sabe, alguien que de buena fe interviene y participa de la vida de uno, e inconscientemente hace que el hueco del jersey no aparezca o se haya estrechado. Modifica nuestra relación con las cosas.

El espacio en que hoy día se mueve el libro es mucho más reducido que hace veinte o cincuenta años, debido a los nuevos formatos y a la competencia general que existe a su alrededor. Los resultados oficiales de las ferias primaverales, la mayor de ellas la de Madrid, pero no sólo ésta, serán más bien halagüeños, todos, ya que movilizan a la gente y eso a veces parece suficiente. Pero habrá que ver si a pequeña escala los números compensan. Al librero, al editor literario. Son éstos los que más confianza vienen depositando en el libro, y por ello, para que no se sientan fatalmente traicionados, les conviene ponerse con total disciplina exterior, a la manera sugerida por Pessoa, junto a las demás funciones del libro. No puede ser que un objeto hoy día tenga una única función, así que habrá que recordar a los lectores los múltiples usos del libro.

A saber: perfecto aislante, somnífero infalible, hucha para el dinero más comprometido, máscara infinita, base para un mueble, compañía para el café, arma arrojadiza, pasaje de ida y vuelta a innumerables lugares, discreto maestro. Con semejante abanico de posibilidades, raro sería que alguien se sintiera decepcionado, o peor aún, traicionado, por un libro.