Dog café de Rosa Moncayo, una lectura de Javier Divisa
Todo está sesgado. No hay una respuesta correcta y, lamentablemente, muchos de nosotros pasamos años buscándola. Mediterráneamente o no, todavía no sé qué factores me han definido. Ninguno de nosotros seguirá siendo la misma persona, concebimos los cambios como hechos insólitos y con los años aceptamos su naturaleza distorsionada; una naturaleza alejada de su origen como la maldita espiral.
Dog Café nos narra tanto de vergüenza, integridad, incluso pudor, como de la personalidad de su protagonista Várez; nos sugiere tanto la necesidad de disimular las intimidades como de redimirlas, liberarlas dándoles papel y tinta, y nos evoca que la gran honestidad de este libro es su exhibición pudorosa y la aspiración de arrojarlo todo para ver qué queda cuando apenas haya nada o casi nada, porque lo que queda es el misterio de su autora, Rosa Moncayo, como si Dog Café fuera una escritura intimista, casi que no se comparte, su marca personal, su contraseña. Mezclar trascendencia con misterio es complicado, pero la novela lo consigue cuando logra colocar (casi siempre) a la propia Várez, un chica talentosa, solitaria e inteligente, frente al infinito dramático. Es en el precipicio de la soledad, la indolencia emocional, el aborto e incluso cuando tiene aspiraciones violentas con sus ciudadanos (porque la vida trágica también es golpear y ser golpeado, aprender a hostias) donde además de la desgracia, gana la literatura. Y también gana la literatura porque la propia narradora es perfeccionista, intrigante, observadora y se asoma constantemente a la inquietud, aunque para escudriñar (casi siempre) la alarma, el desasosiego, el sexo, la experiencia, Seúl, el suicidio, los suicidas. Y mucho dolor.
Várez explora, observa con literatura sus propias angustias y la consecuente rabia, narra con imaginación e inteligencia su propio proceso de adaptación a la vida y se observa a sí misma desde su pupitre de niña solitaria en el colegio, explorando sus límites. En el fondo, aunque muchas veces cueste reconocerla, hay una razón y una naturaleza de ser feliz, y también una demolición de la burbuja familiar. La vida se va quebrando, el amor se va quebrando. Várez se quiebra. El principal dilema es el aspecto convencional de la sociedad, con la puta vida en general, y la resolución del problema de identidad (se atienden los criterios biológicos, de entorno, educacionales, sentimentales, mediterráneos) al tiempo que el yo se alía con los recuerdos, desgañitando algo parecido a: esto era la vida, el mundo, pero qué vida, qué asco de mundo, sois todos unos hijos de puta.
Dog Café también es una especie de vendetta interiorizada contra el sistema educativo y sus diferentes versiones, la castrante, la condicional, la limitadora, y la relación entre los abusos y las tendencias autodestructivas (la reincidente falta de adaptación al medio). La incomprensión de la mediocridad y el totalitarismo de determinados ambientes cerrados a los que Várez tampoco quiere acceder. Por tanto estamos ante una novela actualísima, absolutamente coetánea, que sintetiza la complejidad humana y ajusta cuentas con el pasado, situándonos en nuestro infierno, incluso en el infierno de los otros. En la supervivencia. La novela está planteada con proclividad al realismo y afortunadamente adolece de la ambición (a veces esto se puede convertir en una arma de destrucción masiva) de querer abordar demasiados flancos, lo cual beneficia notoriamente a su equilibrio, al retrato de sus personajes y a sus aspectos cotidianos. Rosa Moncayo examina detenidamente los gestos y los comportamientos de sus personajes para dar rienda suelta a personas y una especie de perros-persona que ofrecen una gran disposición estética, emocional y narrativa, con toda su eficacia y notable ingenio.
Un Dog Café es un local lleno de perros encantadores y perfectamente domesticados que te hacen compañía mientras tomas una consumición, puedes tocarlos y jugar con ellos. Está pensado para los turistas, amantes de los animales y enfermos de soledad. Aquel día yo era las tres cosas a la vez.
Me senté a su lado, en el suelo. Me miró detenidamente y apoyó su patita derecha sobre mis pies, casi por obligación, un movimiento mecanizado y falto de energía. Seguía observando a los demás, yo también. Es dolorosamente injusto contemplar la vida con la mirada tan vacía. Pasaron unos minutos de rigor hasta que recosté la cabeza en la pared y empecé a llorar en silencio –sin que nadie pudiera reparar en mí, escondiendo el rostro con algunos mechones de pelo- recordando todos los patios de mi infancia en absoluta y estimada soledad.
Fotografía: Laura Carrascosa Vela