Entrevista a Daniel Mella, por Ernesto Escobar Ulloa
Entrevista a Daniel Mella: Es todo un desafío escribir en el agua
“Su muerte va a caer un 9 de diciembre, para siempre dos días antes de mi cumpleaños.” Así arranca la novela El hermano mayor, del escritor Daniel Mella, una de las figuras clave de la literatura contemporánea uruguaya. Debutó a los veintiún años con la novela Pogo (1997), que le valió el reconocimiento de la crítica. Tras un largo paréntesis ha vuelto a la literatura, al parecer, para no volver a abandonarla.
Galardonada con el Premio Bartolomé Hidalgo 2017 y recién publicada en España por Editorial Comba, la novela El hermano mayor parte de una experiencia personal y se sirve de ella para analizar el efecto que produce la muerte de un ser querido a la hora de replantearnos la vida. El amor, las relaciones familiares, el pasado, el futuro, aquello que quedó para siempre sin decir; el ciclo vital, vida y muerte, sucediéndose, como en una ola que determina la condición humana.
Para empezar la entrevista, te planteo una cita del libro que hace un guiño al componente de metaficción de la novela, en cuanto a las referencias del narrador acerca de su condición de escritor y su deseo de escribir la novela que leemos, y también en cuanto a sus reflexiones sobre la literatura y su propia concepción de la misma. En la página 129 leemos: “Los escritores que no escribían sobre su familia, especialmente sobre sus padres, eran generalmente malos escritores.”
Yo creo que eso último es algo que dice el narrador para justificarse, para aliviar un poco la culpa por estar escribiendo sobre su familia y sobre sus padres, una culpa que yo mismo tuve que atravesar mientras escribía el libro. Es una pavada. Es útil para el libro. Yo jamás sería así de lapidario. Sin embargo, es cierto que hay escritores que cuando han trabajado sobre las figuras de su familia, especialmente las de sus padres, han compuesto algunos de sus textos más bellos y perturbadores. No tiene por qué ser de forma directa. Quizás uno pueda sentir esas figuras sobrevolando el texto. Pienso en ejemplos tan variados como Auster en La invención de la soledad, Martin Amis en Experiencia e incluso Shakespeare y su Hamlet.
Digamos que para afrontar esa “culpa” se te hacía necesario como autor configurar un narrador y ver desde qué ángulos afrontabas la ficción. Desde esa premisa es muy acertada la elección del tono, distante, frío, cuando bien podía haber sido mucho más emotivo y esa emotividad haberla convertido en otra novela muy distinta. Cuéntanos un poco acerca de cómo reflexionaste sobre la manera de encarar el relato.
Sí, en un principio mis anotaciones eran todas un desborde emocional, pura expresividad, y solamente pude encontrar una voz que pudiera hablar de todo eso de una manera más efectiva cuando adquirí una cierta distancia y pude crear un narrador que hablara desde un lugar menos sangrante, siguiendo, calculo, un precepto valioso de Leonard Cohen donde decía: «No me mires con ojos ardientes cuando hables del amor; si quieres impresionarme al hablar del amor, metete la mano en el bolsillo o debajo del vestido y acaríciate.»
Otro aspecto muy interesante de la novela es el regreso a la literatura del narrador, lo que coincide también con tu biografía, y esta visión redentora de la literatura, la literatura como salvación, sobre todo al final hay una reflexión de la propia obra y el personaje amigo que vive en la lejana Barcelona que le sirve al narrador para recordar su condición de escritor.
Cuando escribí mi primer libro, Pogo, a los 19, me sentía suicida. Cuando lo terminé ya no me sentía igual. Estaba eufórico. Había descubierto algo. De epígrafe le puse el comienzo de “Lithium”, la canción de Nirvana. Im so happy cause today I found my friends, they are in my head. Eso era lo que yo había descubierto. Mis amigos estaban en mi cabeza. Mis monstruos también. Se morían por salir y yo podía sacarlos a todos a un pedazo de papel.
Ésa fue la primera vez que conocí ese uso de la escritura. Pero la escritura es una navaja suiza, claro, y se puede usar para lo que sea. Se puede usar para distraerse de la soledad, para convencerse de que uno no está malgastando su tiempo sobre la tierra, para lograr cierta ubicación social, para lograr que te admiren, para ganar millones. De todo esto confieso que he pecado, pero en última instancia lo salvador de la escritura quizá pase por este lado: hay textos que se presentan como una necesidad y que debo escribir en tiempo y forma. Si lo consigo, todo es mucho mejor. Es como haber cumplido con una obligación para conmigo mismo. Una obligación similar a la de mantener el cuerpo sano, en funcionamiento. Yo tengo la ventaja de que no haya nada que me guste más que escribir, estar con las palabras y un lápiz y un papel. Me gusta levantarme para escribir y es lo último que hago antes de irme a dormir. O sea que lo salvador viene por el lado de que es algo que amás hacer. Es una fortuna tener algo en lo que deseás emplearte a fondo, algo que nunca terminás de aprender por completo cómo funciona ni a dónde te puede llevar. Te mantiene bastante interesado, digamos.
Tiene otra cosa la escritura, ¿no?, que es que de algún modo te mantiene honesto. Frase por frase. Cada vez que mentís, o que le errás a la nota, salta la alarma. Siempre estás quedando en bolas, siempre en evidencia.
Hay una gran honestidad a la hora de narrar los temas de pareja así como las relaciones familiares. En cuanto a la pareja, se acaba a mi parecer por contar la crisis que afronta en la actualidad, la dificultad que entraña creer, entregarse, comprometerse, y lo fácil que se rompe, la precariedad del amor moderno y la soledad consecuente, la búsqueda de sexo sin compromiso, el consumo de porno, etc.
Sí, me importan mucho las relaciones humanas. Es lo que más me interesa. La intimidad de las relaciones, la ingobernabilidad de todo eso. Últimamente no parece haber una roca sobre la que establecerse. Todo es líquido. Parece ser el elemento de moda, culpa del calentamiento global seguramente. Es todo un desafío escribir en el agua.
Moises Naim habla de un mundo en el que todo esta en crisis, hasta el poder. ¿Realmente consideras que los escritores de hoy lo tienen más difícil que los de antes, que esa precariedad plantea mayores dificultades?
Bueno, sí. Lo que es bravo antes que nada es vivir en estas circunstancias, y muchas veces las circunstancias determinan lo que escribís. Si estás arraigado, si tenés una estabilidad económica, si tenés un núcleo familiar sólido y constituido, es probable que tengas el tiempo y la estructura para trabajar más tranquilamente. Capaz que por ese lado lo entiendo. Atravesamos tiempos calamitosos, como escribió Parra. Imposible hablar sin incurrir en delito de contradicción. La naturaleza de la realidad está en cuestión, culpa de los putos deconstruccionistas. Pero para un escritor eso no tiene por qué ser malo. ¿Qué es escribir sino un continuo sortear dificultades? Todo es muy cómico, además. Todo tiene visos de alta comedia. La tierra parece que vuelve a ser chata, parece que hay gente que lleva siglos naciendo en cuerpos equivocados y ni cuenta nos habíamos dado; hay gente que sostiene seriamente que Cristiano es mejor que Messi. No sé cómo la tenían antes los escritores. Sé que al menos no tenían la tentación de las redes sociales. No sé con qué se distraían. ¿Leyendo? ¿Escribiendo? ¿Pescándose una sífilis en el burdel?
Permíteme detenerme en Parra, ahora que nos ha dejado, la actualidad obliga… ¿Representó algo para ti? ¿Tuvo una influencia en tu obra?
Lo descubrí tarde, mucho después que a Huidobro, que durante un tiempo fue mi poeta favorito. No destruyó mi gusto por Huidobro ni nada de eso, pero sí me hizo recordar que la solemnidad es una tentación peligrosa. Recurro a él, igual que puedo recurrir a Levrero o a Bukowski, cuando ando demasiado solemne. Son una especie de faros. Parra me divierte, me deslumbra y me aterra por partes iguales, como el bufón del Rey Lear.
Supongo que a lo que me refiero, con estos tres escritores en particular, es que me recuerdan una regla un poco paradójica, que es la de no intentar hacer literatura. Por literatura quiero decir Literatura.
Claro, la idea de que la verdadera literatura se hace contra la literatura
Exactamente.
Volviendo a la novela, en ella la memoria, así como los sueños, actúan como remolque, y ambas cosas influyen en el presente, en ese largo presente que es el ahora. ¿Cómo planteaste esta estructura y en qué medida salvaste la dificultad de perderte en el manejo del tiempo?
A partir del día de la muerte de mi hermano, el tiempo pareció colapsar. Lo noté especialmente en el momento en que mi padre trajo la anécdota de haber estado, más de treinta años atrás, en la misma sala de la prefectura de Santa Teresa donde luego habría de ver el cajón con el cuerpo de mi hermano, su hijo. A partir de ese momento supe que el texto iba a tener esa característica. Por un buen rato creí que el libro bien podría llamarse «La máquina del tiempo.»
También fue una época donde todos nos pusimos a soñar mucho y eso, junto con el tema de lo inestable que se había vuelto la linealidad, sembraba todo de una cualidad claramente onírica y de una sensación amenazante de sentido, un sentido que nunca se quedaba quieto. Ése fue uno de los trabajos más intensos que tuve que hacer durante la escritura. Se hizo más fácil cuando acepté que por eso mismo la novela podía quedar —o necesariamente tenía que quedar— asimétrica, imperfecta.
Otro tema interesante es el de la culpa, principalmente centrada en los padres. El padre se siente culpable de haber introducido a su hijo en toda una forma de vida, y la madre incluso culpa al padre, mientras que el hermano mayor, aunque no se culpa a sí mismo por lo de la muerte de su hermano, si insiste en que si alguien debía morirse era él, que el hermano menor estaba lleno de vida y él ya no.
La culpa, la culpa. ¿Qué haríamos sin ella? Qué difícil es librarse de la culpa y qué buena vía de conocimiento. Y al mismo tiempo puede conducir a la ignorancia más total y completa. El libro empezó cuando me acordé de aquella mañana en que mi madre dijo: “¿Por qué se habrá muerto Seba con todo lo que le gusta la vida?” Yo no respondí en aquel momento. Pero a los meses, cuando recordé ese episodio, me pregunté qué habría pasado si hubiera respondido: “Tenés razón, tendría que haber sido yo”. O sea que la culpa es también una buena emoción para explorar creativamente. En el libro, en el narrador, tiene un aspecto casi cómico. Casi parece que estuviera compitiendo con su hermano muerto. Durante un tiempo, en la vida real, digamos, me molestaba ver la culpa en los demás debido a la muerte de mi hermano. Me parecía una señal de egocentrismo. Un manera de no permitirse aceptar los hechos llanos: alguien se había muerto. Estuve un buen tiempo sin sentir culpa, hasta que la culpa, por suerte, llegó y pude sentarme a escribir y reventarla en mil pedazos.
Fotografía: Mauro Martella