Querido ladrón, por Sergio Galarza
Me ha costado lo de querido. Hace unos días había hecho un esfuerzo de autoengaño para escribir estimado, que ya me parecía bastante irónico y no golpeaba mi autoestima, y después de lo sucedido la semana pasada debería darme igual llamarte querido que hijo de puta, pero me sigue jodiendo que vengas y te lleves tres, cuatro, una colección completa de libros escondidos en tu mochila o en una maleta de viaje low-cost. Tus hurtos (¡qué rabia que no signifiquen robo!) no afectan mi sueldo, ignoro si lo sabes. La empresa no me descuenta los libros que desaparecen. Imagina si me los tuvieran que descontar. ¡Estaría arruinado! Esos libros que te llevas los paga el seguro, pero lo que no paga ningún seguro es mi autoestima, esa palabra que la autoayuda ha convertido en su prostituta.
Me explico. La cantidad de libros que hay en la tienda están reflejados en un programa informático que es el mismo para toda la cadena. Un ejemplo: si queda un ejemplar de Vigilar y castigar, uno de tus favoritos, querido ladrón, y se vende, a los pocos minutos el programa nos dirá que ya no queda, pero si haces de las tuyas el programa seguirá reflejando ese ejemplar y cuando venga un cliente a comprarlo empezarán mis problemas. Hay clientes que lo entienden, se conforman con el modelo de explicación “es un error en el stock”. Otros necesitan que les hable de los hurtos probables o de la poca solidaridad de otros clientes que dejan tirados los libros en otras plantas, lejos de la estantería que les corresponde. Pero siempre existe ese cliente que no quiere ninguna excusa, porque su vida parece depender de ese libro que te llevaste en tu última visita. Cada vez que trato con uno de esos clientes (una vez por semana como mínimo), pienso en ti. No me gusta que me traten como a un inútil que no puede encontrar un libro pese a que cuenta con la ayuda de un ordenador, no me gusta que me repitan a cada minuto que el ordenador indica que hay un ejemplar y que me pregunten por qué no lo encuentro, no me gusta en general que me repitan las cosas con bufidos en mi nuca. Y todo eso es lo que hace el cliente cuya vida depende del libro que te llevaste. Porque para los jefes de esta empresa el cliente siempre tendrá la razón y parte de ese cliché implica que pueden descargar su furia contra los empleados que no encuentran los libros.
¿Lo has entendido? Me jodes la vida.
Por eso estaba tan enfadado el martes. Te vi con cuatro libros en la mano en el pasillo de Filosofía. ¿Cómo te reconocí? Por la mochila. Los ladrones siempre cargan mochilas y bolsos, aunque el otro día un señor entró a la librería, tomó un ejemplar de Patria del montón que hay a la entrada, se giró y se largó tan tranquilo. Los compañeros que alcanzaron a verlo estuvieron a punto de aplaudir su conchudez. Jugabas con los libros cambiándolos por otros, leías las sinopsis de la contraportada, fingías ser un lector riguroso, pero ese movimiento leve para mirar de reojo te delató. Intenté seguirte y llamar al guardia de seguridad pero un cliente me cortó el paso preguntándome no sé qué diablos y te perdí. Creo que entre los que te llevaste había uno de Deleuze que siempre piden. No dejé de pensar toda la tarde en lo cerca que había estado de atraparte. ¡Qué huevón soy!, no paraba de quejarme, tenía que haber corrido hacia la planta baja, me repetía. Comprenderás entonces si te digo que al verte a la mañana siguiente casi prendo una vela en la estantería Hagiografías de Religión, a San Agustín, el santo de los pendejos para mí. Avisé al guardia, a algunos compañeros y sacrifiqué unos minutos de mi descanso para pillarte.
Ladrón, querido, la última vez que te pillé no tenías ni veinte, usabas gafas, hasta podrías haber sido el chancón de mi clase, el alumno que los profesores siempre ponen como ejemplo. Te amenacé con llamar a la policía si no pagabas los libros. Aceptaste y cuando ibas a pagar me rogaste pagar sólo uno porque dijiste que no te alcanzaba. Accedí, pero cuando sacaste ese billete de cincuenta euros que era suficiente para pagar los dos libros me di cuenta de la jugada, le habías pedido dinero a tus padres para comprar textos de la carrera y al llevártelos escondidos en la mochila te ahorrabas la pasta que podrías gastar por la noche con tus colegas.
Otras veces has sido una chica que arrancó los códigos de barra impresos de unos diez mangas y tu padre tuvo que venir a pagar el destrozo, también has sido una pareja que se llevaba tratados de Medicina que pesan más que la compra de una abuela el fin de semana en el mercado, o esa mujer que los escondía en el cochecito de su hijo. Ladrón, eres tantos que me cuesta reconocerte.
No me putees más, por favor, que necesito paz para estar con mi familia y soy una persona de paciencia mínima. Si te llevas los libros porque los quieres en tu biblioteca te diré como lector que comprendo esa desesperación por completar el alfabeto editorial en una pared, pero hay que aprender a conformarse, y no lo interpretes como una claudicación, sino como una forma de aumentar tu rigor a la hora de comprar un libro. ¿No puedes comprar todas las novedades del mes? ¡Qué más da! Al final siempre ganan los libros importantes.
Nos vemos, o debería escribir espero no verte más, pero sé que volverás y que te repetiré la historia del cliente que me humilló. Aunque la próxima vez quizás lo llame para que te humille a ti. Hasta la próxima.