Violencia y elevación, por Cristina Fallarás
Ayer entré en uno de esos comercios coloridos y ligeramente refractantes a los que llaman librerías. Es bien sabido que la dicha funciona por elevación.
elevación.
(Del lat. elevatĭo, –ōnis).
1. f. Acción y efecto de elevar o elevarse.
2. f. Altura, encumbramiento en lo material o en lo moral.
3. f. Acción de alzar (‖ en la misa).
4. f. Suspensión, enajenamiento de los sentidos.
5. f. Exaltación a un puesto, empleo o dignidad de consideración.
6. f. p. us. Altivez, presunción, desvanecimiento.
Me refiero a la segunda acepción del diccionario de la Real Academia. Ese fenómeno por el que uno se siente mejor, mayor, más valiente. Se trata, o sea, del fenómeno opuesto al que provocan en nosotros las cosas fabricadas o pensada en serie. Opuesto al que suscitan los medios de comunicación, las croquetas congeladas o las cumbres internacionales.
El prodigio de la elevación suele ocurrir durante la lectura de las obras de Italo Calvino, Stefan Zweig, Virginia Woolf o William Faulkner. También solía suceder, en general, tras permanecer más de cinco minutos en el interior de una librería. Pero aquello que llamábamos librerías estaba en las antípodas de lo refractante y lo colorido. Se trataba de pequeños locales forrados de libros, a menudo algo empolvados, atendidos por un ser humano de cierta edad enfrascado en sus asuntos, a todas luces no terrenales.
Ayer entré en un comercio acharolado en cuya puerta se anunciaba “Librería”. Acharolado es un término opuesto a la elevación, y conste que soy muy consciente de lo anacrónico de mi búsqueda. Muchos se preguntarán ¿Para qué carajo quiere esta “elevación” pudiendo comprarse un vestido en Zara, pudiendo pasar un rato en Twitter? ¿Para qué quiere esta una librería pudiendo meterse en un centro comercial?
Tras permanecer tres minutos en ese comercio rutilante, sentí un achatamiento de todo mi ser, y también sentí cómo se me iban formando entre el hígado y el páncreas esas ligeras vibraciones que preceden a una explosión de malhumor, o de frustración biliosa. Trataba de centrarme en la búsqueda de algo salvable, algo a lo que asirme, entre las pilas de “novedades literarias”, cuando un chiu, chiu, chiu echó por tierra mi intento. El joven que atendía el local, móvil en mano, masticaba su chicle con tal fruición que temí ser engullida por una súbita ola de salivilla mentolada.
Salí. Y pensé que la deliciosa violencia que estaba sintiendo bien podía valer, como Las mil y una noches o como Beckett, para una momentánea elevación, aunque fuera de andar por casa. Esa elevación que produce alejarse de la impostura, abandonar aquello que es tramposo disfrutando de esas ganas de soltar una patada.
(La fotografía, de Caroline Anderson, se publica bajo licencia Creative Commons.)