Vendimia de padres, por Sergio del Molino
Los bodegueros vendimian ahora el vino que beberemos el año que viene y los escritores con hijos escribimos ahora los libros que leerán el año que viene. ¿No escuchan el tronar de las teclas? Decenas de ordenadores trabajando a destajo, acumulando caracteres con espacios, inflando bytes de documentos de Word. Felices, productivos, insaciables.
Nuestros hijos empezaron el colegio hace unas semanas. Se nos ha concedido algo que nos niega el verano: el silencio. En casa solo se escuchan las teclas. Aunque los ordenadores modernos son silenciosos, estamos tan entusiasmados que se escuchan como máquinas de escribir antiguas. Si hubiera vecinos en el bloque y no estuviesen todos trabajando en trabajos de verdad, no como el nuestro, les molestaría este escándalo mecanográfico.
Hay ciertos mitos que dicen que la escritura está reñida con la paternidad. No así la maternidad. Ahí tienen a Alice Munro camino del Nobel con sus cachorros a cuestas mientras llenaba folios y más folios. Pero no sabemos qué han hecho los escritores con sus hijos. A menudo, incluso ignoramos si tuvieron hijos. De las escritoras, sí. Las suponemos madres. Y, si no lo son o no lo fueron, nos preguntamos por qué, qué demonios pasó en su vida para no ser madre. Le damos vueltas, somos impertinentes, irritamos a la autora con preguntas que no debemos hacer y que jamás se hacen a un escritor hombre.
Sin embargo, en este siglo XXI, el oficio de escritor, además de menguante y difícil, se ha revelado ideal para el cuidado de niños. En Facebook, a media mañana, junto al tercer o cuarto café del día, un grupo de escritores con hijos nos mandamos chistes y guiños sobre nuestra condición. Todos trabajamos en casa, mientras que nuestras parejas lo hacen fuera en horarios imposibles o con muchos viajes. Todos preparamos desayunos y comidas. Le damos vuelta a las lentejas mientras pensamos sobre la última frase que hemos escrito y que no nos gusta nada. Bañamos, hacemos colacaos y dejamos lista la ropa del cole del día siguiente, y corremos después a apuntar un par de ideas que nos han venido a la cabeza mientras freíamos el pescado de la cena. Somos marujos felices. Somos escritores del siglo XXI. Somos lo que no fueron los escritores del XX ni los del XIX. Nos conocen en el supermercado y en la panadería y en los columpios mucho más que en el bar donde se reúnen los otros escritores que no tienen hijos. Podemos escribir con los niños gritando alrededor, pero, la verdad, escribimos mejor con ellos en el cole. Antes de ir a buscarlos, contamos las palabras que hemos escrito en el día. Sonreímos y cogemos las llaves antes de salir.
Jenn Díaz, la madre vocacional no madre más joven de las letras españolas, nos propuso una vez coordinar un libro donde contemos nuestra condición. No sé si sería interesante. No lo creo. Pero sí lo es contar quiénes somos y lo que hacemos y cómo vivimos. Para quitarle misticismos a la maternidad. O para inventarnos otros nuevos sobre la paternidad, que está huérfana de ellos.
(La fotografía de Lorraine Santana se publica bajo licencia Creative Commons.)