¡Que le corten la cabeza!, por Sergio del Molino

Iba a seguir contando mis desventuras de escritor viajante por las capitales de España, pero en una de las etapas más fatigosas de la gira, me topé con algo que merece un comentario aparte. Fue en el Alvia Madrid-Huelva, que tarda cuatro horas en hacer el recorrido. Cuatro horas que dieron de sí para devorar Arden las redes, de Juan Soto Ivars, un ensayo extraño, mitad tratado, mitad libro de guerrilla, que es pura literatura (pura tura, diría Cortázar), si seguimos entendiendo por tal esa forma textual de comprender al otro mediante el mecanismo de ponernos en su piel.

Soto Ivars ha recogido varios casos de linchamientos digitales de los últimos tiempos y ha desarrollado con ellos un discurso acerca de lo que él denomina la poscensura, término que se añade a la posverdad, el poshumor y otros poses de la posmodernidad líquida o poslíquida (que, en rigor, sería gaseosa). Si la censura es la que ejerce el estado o el poder en cualquiera de sus formas, la poscensura es el resultado de la presión social que los usuarios de las redes sociales ejercen sobre los contenidos digitales y sus autores. No es una censura, pues no son censores y los contenidos están amparados por la libertad de expresión, pero los efectos son idénticos a los de una censura.

A Soto le inquieta mucho la irritabilidad constante de las redes y la pulsión a pedir la retirada de cualquier contenido que se considere molesto u ofensivo. La intolerancia a la ofensa, la vigilancia perpetua de una corrección política que se ejerce en nombre de un bien supremo: proteger a la sociedad. Porque el poscensor está convencido de que las palabras son armas peligrosas que no puede usar cualquiera ni de cualquier modo. El poscensor concibe la sociedad de forma paternalista, cree que hay textos que pueden provocar unos daños tan terribles que hay que hacer lo que sea para evitar su difusión. Y, por supuesto, castigar a sus autores. Si los censores clásicos amenazaban con la prisión, el destierro o la inhabilitación profesional, los poscensores piden el despido de los autores que consideran lesivos para el bien común o para su causa. Acosan a sus empleadores para que los echen y exigen a los poderes públicos que no les contraten, en el caso de actores o gente del espectáculo. Nunca se conforman con la retirada del texto o la petición de disculpas del afectado, sino que reclaman su decapitación.

Como cualquier persona con un poco de proyección pública, he sido víctima de la poscensura. Víctima resistente: no me he retractado ni he sufrido consecuencias graves, a pesar de que ha habido gente que ha presionado a mis empleadores para que me echaran y haber recibido amenazas serias y alguna agresión. Haberme mantenido firme ante la turba no me ha consolado nunca ni me ha librado de los malos tragos, la ansiedad y la acidez de estómago. O las lágrimas, que también ha habido noches de no poder más. Por eso he leído este ensayo con las antenas de la empatía abiertas, asintiendo a cada página, agradeciendo a su autor que haya tenido la serenidad y la paciencia de recopilar estos casos y abordar el tema con elegancia y rigor.

María Frisa, Nacho Vigalondo, Jorge Cremades, Hernán Migoya. Son algunos de los personajes de Arden las redes. Protagonizaron algunos de los linchamientos más sonoros de los últimos quince años. Algunos perdieron trabajos, vieron su reputación destruida y les costó reconstruirse, volver al punto de inicio. Migoya, por ejemplo, vive ahora en Perú. Son apestados (¿posapestados?), y es probable que la mayoría de quienes propiciaron su desgracia ni siquiera fueran conscientes de las consecuencias de su linchamiento ni concibiesen que disparaban contra un ser humano, porque la turba genera un proceso de infrahumanización en la percepción de la víctima. A la masa enfurecida le importa un bledo ser la causante del oprobio ajeno, pues no ve nada más allá de su ofensa, la ofensa lo llena todo, ciega todo el campo de visión, no hay nada más importante que vengar la ofensa, así que no se para mientes en nada.

Hay un aspecto que Soto no aborda, quizá para no añadir cursilería a la argumentación, pero a mí no me importa sonar cursi. ¿Qué pasa con los hijos? Los linchados tienen hijos. O los tendrán. Y a los hijos les dará por guglear el nombre del padre. A veces me pregunto: ¿llegará mi hijo a ver los blogs donde me insultan, donde me difaman? ¿Explorará esos tuits, comentarios y links donde me llaman subnormal, hijo de puta, fascista, rojo de mierda, machista, violador o instigador de la muerte de su propio hijo para escribir un libro sobre ello? ¿Los textos donde desean mi muerte? Estos guardianes de la moral, que a menudo esgrimen a la infancia como objeto especial de su protección, ¿estarán satisfechos al ver la cara del niño que se adentra en ese alud de insultos?

Temo que la reacción de algunos lectores de Arden las redes sea: que se jodan. Temo que ni siquiera los relatos de Soto, esa indagación en la vivencia de los protagonistas, que él llama víctimas sin temor a la hipérbole, no sirva para que los energúmenos reflexionen sobre su energumenez. Quizá hemos rebasado el punto donde la empatía era posible. Espero que no. Lean el libro, por si acaso. Es imprescindible si les preocupa tan siquiera un poco lo que hacemos en este pueblo de comadres digitales.

 

Fotografía: Guillem Sartorio