Matar a un escritor, por Sergio del Molino
Ya saben que la envidia es el sentimiento más noble que puede sentir un escritor hacia otro escritor. Cuanta más envidia, más elogio, hasta llegar a la envidia homicida y tribal. Quizá haya que considerar el asesinato entre escritores como la forma absoluta de reconocimiento entre pares. Yo mataría hoy mismo a unos cuantos congéneres literarios, pero me conformaré con liquidar al autor del libro que tengo junto al teclado mientras escribo: Martín Caparrós.
¿Cómo mataría a Caparrós? Tendría que ser una muerte honrada, nada de puñaladas traicioneras o venenos. Tampoco con armas de fuego, a no ser que nos batiéramos en duelo. Debería darle una oportunidad para defenderse, pero sin que tomara ventaja. Al fin y al cabo, el objetivo es matarlo, y no puedo dejar que me mate a mí, cosa que ocurriría si, por ejemplo, nos liásemos a puñetazos o a espadazos. Habría que recurrir al estrangulamiento o a alguna técnica así. No lo he meditado mucho, la verdad, y no por falta de ganas homicidas. Leyendo Echeverría, su última novela, las he sentido a menudo.
Mi envidia va más allá de lo extraliterario. Es una envidia ruin que muchos españoles sentimos hacia los argentinos. Hace poco le pregunté a Patricio Pron si era verdad que los escritores argentinos venían a España a robarnos las mujeres y los trabajos y me respondió que sí, y que venían a llevarse además los premios. Los escritores españoles tenemos la sensación de que ser argentino y escritor es un poco hacer trampa. No voy a entrar en ese acento ni en lo dúctil que es el dialecto argentino para amasar un estilo ni en la forma que tienen todos de ponerse a la sombra de Borges o de ladrarle a su tumba. En el caso de este libro de Caparrós voy a entrar en algo mucho más elemental y mezquino: es envidiable cómo se relacionan con sus mitos nacionales. Desde la perspectiva de un escritor español que se ve obligado a desmentir su nacionalidad para poder ser escritor, lo es.
Echeverría es una ficción en torno a la realidad de Estevan Echeverría, uno de los fundadores de la literatura argentina. Es decir, un mito nacional. Salvando todas las distancias, que serán más anchas que el Atlantico, podría ser una especie de Mariano José de Larra porteño. A mí me gustaría que se escribiese una novela así sobre Larra en España, pero veo poco probable que un escritor de fuste la haga y que le tomen en serio. Eso, en el fondo, es lo que más envidia me da.
Sin salir del personaje ni de su recorrido biográfico, Caparrós da vueltas a los eternos dilemas argentinos, a su complejo de ultraperiferia, a su europeidad y a su provincianismo, a su americanismo y su clasismo. Y no se olvida de colar reflexiones metaliterarias sobre ficción y discurso histórico que son casi lecciones de escritura:
«Para armar un personaje, para armar un relato, ¿qué diferencia entre contar siete y ocho historias —todas digamos ciertas, comprobadas— cuidadosamente seleccionadas para que construyan la figura que un autor pretende, y contar siete y ocho historias —algunas más comprobadas que otras— cuidadosamente producidas para que construyan la figura que un autor pretende? ¿No es, en los dos casos, un escritor creando un personaje? ¿Lo es menos cuando crea a partir de la elección de historias comprobadas que cuando se inventa alguna que parece apropiada?»
Y, ahora, díganme: ¿cómo me cargo a este tipo?