Los laureles del fracaso, por Sergio del Molino
Leo en el muro de Facebook del escritor Miguel Serrano Larraz (autor de ‘Autopsia’, una novela que deberían leer): «Todos esos escritores a los que el fracaso se nos sube a la cabeza». Al principio me apenó. Le mandé un abrazo. ¿Estás bien, Miguel?, le pregunté. Miguel y yo quedamos de vez en cuando a tomar un café de media mañana en un bar cerca de mi casa. En frente hay un instituto, y los profesores que a esa hora se escapan entre clases para apurar un cortado y echar un pitillo nos miran con ganas de degollarnos: parecemos demasiado felices, hablando de los últimos libros que hemos leído y de lo que andamos escribiendo, y ellos detestan demasiado el aula a la que deben regresar en dos caladas. Hace tiempo que no tomamos uno de esos cafés y me pregunté si le vendría bien.
¿Cómo se le baja a alguien el fracaso de la cabeza? Miguel no lo necesita, claro, porque su comentario era una ironía, pero una ironía con muchos kilos de TNT en su carga, de esas que explotan a la profundidad de navegación de los submarinos.
Yo no sabría expresarlo mejor. Hay escritores que se acomodan en el fracaso. Si el éxito (de forma involuntaria, accidental y absolutamente en contra de sus esfuerzos por fracasar) se tropezara con ellos, no sabrían cómo vivirlo. Sus amigos, los otros escritores con el fracaso subido, los considerarían unos traidores, y ellos mismos se sentirían traicionados y violados en lo más íntimo.
El triunfo, para uno de estos escritores, sería letal. Para empezar, tendría que cambiar su idea sobre los lectores, esos cenutrios adocenados que sólo ven Telecinco. Si recibe algún premio, tendrá que matizar los comentarios sobre su corrupción despreciable. Si le publica una editorial grande con un buen adelanto, se verá forzado a reconsiderar el axioma de que quien no tiene padrino no se bautiza y de que siempre publican a los mismos. Y si le ofrecen una columna o le sacan muchas entrevistas no le quedará más remedio que reconocer que no todos los que escriben o salen en los periódicos son indigentes mentales paniaguados de un ministerio o presidente autonómico.
No hacerlo implicaría que su literatura triunfa porque es tan infecta como un programa de Telecinco, que es un corrupto manchado por los premios, que la publicación de sus libros se debe a una connivencia coleguil con alguien y no a sus méritos artísticos y que lo que recibe por las columnas procede del fondo de reptiles dedicado a los cortesanos.
Menos mal que el éxito no llega casi nunca a casi nadie, y nos libra de bajarnos los humos del fracaso, esos laureles del fracaso que tan bien nos sientan. Sobre todo, a cierta hora de la madrugada, en ciertos bares, con cierta luz indirecta, en ese instante en que los demás tienen la culpa de todo y uno se da a sí mismo la razón con dos cubitos de hielo en vaso ancho.