Libros escritos sin querer, por Sergio del Molino

Como las del Nilo o las del Danubio, las fuentes de la literatura están siempre escondidas. Nadie sabe de dónde manan. Claudio Magris, en su obra maestra, intenta llegar al manantial del Danubio. Dice que hay una llanura encharcada de la que sale el agua que luego se convierte en el río. Pero ¿de dónde sale el agua que encharca la llanura? Si se sigue el curso, se llega a una casa, y en la casa hay un grifo siempre abierto que, al rebosar, inunda la llanura. La leyenda dice que, si alguien cerrase el grifo, el Danubio se secaría.

Es eso, una leyenda, pero me parece que si buscáramos las fuentes de muchas literaturas encontraríamos el mismo grifo. Hay libros escritos como sin querer, por alguien que pasaba por allí, intrusos del oficio que llegan para iluminarlo, refrescarlo y romper lo previsible de su cauce, crecidas y estiajes. Cada vez me gustan más estas obras que parecen como encontradas, formaciones naturales que tienen más de necesidad que de artificio.

Hablé hace unas semanas de La liebre con ojos de ámbar, que podría ser el modelo de estos libros: escrito por un ceramista inglés, espoleado por la necesidad de entender un pasado familiar y un legado en forma de objetos artísticos. Es todo lo contrario a lo que un crítico llamaría artefacto narrativo. Como lo es El país donde florece el limonero (también en Acantilado, creo que no es casualidad que muchos de estos libros aparezcan en esa editorial), de Helena Attlee, experta en jardines, que narra una historia (o unas historias) de Italia a partir de la introducción de los cítricos. Es una escuela muy inglesa: a partir de un asunto banal, marginal o meramente anecdótico (casi casi un macguffin), se estructura todo un universo. Como hacía el maestro Bill Bryson, que parte de los objetos de su propia casa para contar la historia de las casas en general y, de paso, del mundo.

Es prodigiosa la forma en que estos autores despliegan y proyectan lo que parecía una proposición modesta y la convierten en una narrativa poderosa que concierne (y conmueve) a cualquier lector. Attlee cuenta la historia de los cítricos, las colecciones de limones de los Médicis, la importancia cultural de las naranjas en Sicilia, las variedades que se adaptan a toda Italia, pero en realidad está contando muchas historias sobre el Renacimiento, los papas, los viajeros románticos, Goethe y el Grand Tour y la propia biografía de la autora.

El país donde florece el limonero está traducido al español por María Belmonte, que acaba de publicar (sí, en Acantilado, hoy toca casi monográfico) Los senderos del mar. Un viaje a pie. Es otro de esos libros donde el hilo es mera excusa para hablar de muchas otras cosas. En este caso, un viaje a pie, como dice el subtítulo, por la costa vasca, desde Bayona hasta Santurce, un poco más larga que la famosa canción. Las playas, los acantilados (perdón), los paisajes, los puertos y las ciudades son formas de abrir la historia al mundo.

Saliendo de Acantilado y entrando en Periférica, otra de esas rarezas: Los colores de nuestros recuerdos, de Michel Pastoureau. Unas memorias sui generis contadas a través de los colores que han sido importantes en la vida del autor, que es un historiador del color. Sí, del color. Se hizo famoso con una historia del color azul en Europa y ha escrito varias biblias sobre la evolución y la importancia de los colores en la sociedad y la historia. El libro empieza con un posible falso recuerdo: André Breton en chaleco amarillo, en casa del autor cuando era niño, pues Breton era amigo de su padre. Ha buscado todos los retratos que se hicieron a Breton y nunca le ha visto ese chaleco amarillo que tan nítido permanece en su memoria, por lo que ha llegado a pensar que fabricó ese recuerdo como una forma de expresar la extravagancia personal de Breton: le ha vestido de un color estrafalario, pero en realidad el estrafalario era Breton.

El libro es de una erudición divertida y tierna que lo convierte en uno de esos intrusos imprescindibles, porque todos estos títulos tienen en común haber sido escritos casi sin querer, por imperativo biográfico. Por eso no se puede rastrear su fuente, ese grifo de esa casa que alimenta el Danubio de Magris. Por eso son tan buena literatura, porque recuerdan ese placer que los buenos lectores olvidan con los años: el de la espontaneidad de la narración. Porque, como las conversaciones o los paseos, las buenas narraciones sólo necesitan una excusa para crecer, serpentear, dar vueltas y convertirse en algo sublime.

 

Fotografía: Emanuele Russo (Todos los Creative Commons)