El silencio convierte el corazón de los cobardes en una ciruela pasa, por Cristina Fallarás

Ahora, a menudo se me instala el silencio en el hígado, la idea del silencio. Es por las cosas que suceden y que nada tienen que ver con los asuntos de los creadores y ese tipo de gentes. Los asuntos de los creadores no son de este mundo sino del suyo. Las cosas que suceden y que me mundean el hígado, en cambio, son de color marrón, igual que el verbo ser ES necesario.

Ahora, a menudo camino con la idea del silencio bajo el vestido, sobre la piel como esa prenda que mi abuela paterna llamaba viso y que tenía el color de las fajas valencianas, aunque las chicas modernas lo llamen cáscara de nuez. Por mi abuela, sí, también por ella o sobre todo, me ocurre esto del silencio.

Ahora que ha pasado el tiempo y ya casi no me divierto ni casi me drogo ni casi me acuerdo, lloro el silencio. Debajo de mí (de nosotros), el silencio. Cimiento de mí (de nosotros), el silencio. Debajo y cimiento también de los creadores y ese tipo de gentes, toda tierra es silencio.

Ahora querría(mos) ocuparnos de las cosas del crear, pero ¿quién consigue pasar el dedo por el cristal tallado de aquel modo cuando el cristal está cubierto de mierda, humana, todo él, de mierda humana, excrementos semejantes? ¡Silencio! Por no nombrar la mierda. Por eso me (nos) sucede. Y por eso, marrón.

O sea, que estoy hasta la boina de contemplar la idiocia que minuciosamente hemos levantado de la misma manera que el mostrenco apila su columnita de mocos en la esquina de la mesilla de noche que queda pegadita a la almohada, que hemos permanecido callados todo el tiempo regalo, que maldigo el silencio sobre el que hemos jugado a cultos recién cortados.

El silencio convierte el corazón de los cobardes en una ciruela pasa. Y forra de mierda fresca los cristales que antes daban al río.

 

(La fotografía es de Juanedc).