Arturo Barea vuelve a Lavapiés, por Sergio del Molino
Me da mucha rabia no estar en Madrid este sábado, pero la vida me lleva mucho más al norte, desde donde dedicaré unos pensamientos a Lavapiés, donde me gustaría estar. A las 10.30 de la mañana de este 4 de marzo sucederá algo muy importante que probablemente pasará medio desapercibido, como todas las cosas importantes. A esa hora, la alcaldesa Manuela Carmena presidirá la inauguración de la plaza Arturo Barea, en un lugar que hasta ahora no tenía nombre oficial y que se conocía popularmente como plaza de la Corrala, en el tramo de la calle Mesón de Paredes entre Tribulete y Sombrerete, justo enfrente de los escolapios donde Barea fue alumno (hoy, un centro y una biblioteca de la Uned). Además del promotor, William Chislett, y de la alcaldesa, intervendrán en el acto Elvira Lindo (quizá la escritora más bareana y paseante de hoy), Ian Gibson, José Esteban, editor de Reino de Cordelia, la editorial que tal vez le hubiera gustado fundar al propio Barea, Isabel Fernández, promotora de la petición vecinal y una sobrina del propio Barea, que posee sus derechos.
Todo esto sucede al margen del baile de nombres de calles auspiciado por leyes de la memoria y comisionados de ilustres, por eso se buscó un espacio urbano que no tuviera nombre, para que Arturo Barea no sustituyese a nadie ni ocultase otra memoria. Pero, sobre todo, se debe a la pasión de William Chislett, antiguo corresponsal de The Times en Madrid y enamorado y divulgador de la figura de Arturo Barea. A él se debió también la restitución de la memoria del escritor madrileño en su segunda patria, el Reino Unido, donde vivió exiliado, trabajando para la BBC.
Es extraño que un escritor tan importante en la memoria madrileña y tan influyente en varias generaciones de españoles no haya tenido un huequito en las calles de su ciudad natal hasta 2017, casi sesenta años después de su muerte. La forja de un rebelde es un libro que está en muchos salones, y su adaptación televisiva en 1990 a cargo del director Mario Camus, uno de los hitos de la historia de TVE.
Al final de su vida, Barea imaginó un regreso a Madrid en un libro raro, triste y mucho peor que La forja titulado La raíz rota. En él, su sosias vuelve a una ciudad extraña, en la que ni siquiera reconoce a la familia que abandonó, a esa mujer y esos hijos que quedaron en España y a los que no volvió a ver. Lo de este sábado será un regreso póstumo a una ciudad que ya no le expulsa y le declara su amor. Quizá tarde, como se declaran los mejores amores, pero con pasión y contundencia.
Chislett es instigador también de una guía editada por el ayuntamiento de Madrid en forma de plano turístico que permite pasear los espacios donde transcurre La forja de un rebelde, que comprenden todo el Madrid anterior a 1939, una ciudad que sigue aletargada en la del siglo XXI, más allá de sus franquicias y posmodernismos. Ojalá hubiera tenido una guía así cuando me dio por pasear esa novela que tan importante fue para mí y que es tan culpable de mi descubrimiento y apropiación íntima de Madrid, como creo que he contado en algún libro. Se titula Arturo Barea, relatos caminados por la memoria de Madrid, y con ella en la mano se llega cómodamente a la buhardilla donde pasó su infancia, a la Mina de Oro, la tienda galdosiana donde empezó a trabajar, a los lavaderos del Manzanares y de Atocha, al desaparecido Café Español y a todos los rincones del Avapiés o Lavapiés.
Tengo en casa un anticipo de la herencia de mi madre: su edición de La forja de un rebelde, con sus subrayados y los míos, varias lecturas superpuestas. Me costó arrancársela, pero creo que ya no me interesa el resto de la herencia. Todo lo demás puede quedárselo mi hermano.
Este sábado, la literatura y la memoria paseada se funden en Madrid, reconociendo que una ciudad la hacen en parte los escritores que la miran. Gracias, William Chislett, por el empeño.