Apariciones: Francisco Casavella
Últimamente ando. Andar no cuesta nada, es casi lo único. Camino como la forma de recuperar cierta humanidad. Puedo echarme a andar, he podido, y entonces ya todo es solo una cuestión de tiempo. Soy fuerte porque ando. Pienso: Soy frente a vosotros, porque ando.
Y también porque robo.
Ayer vino a verme el escritor Francisco Casavella. No había terminado de caer la noche, así que, pese a que este tipo de apariciones pueden ser difusas, no tuve ninguna duda de que era él. Yo esa silueta la conozco. Le vi luego la cara, esas cabeza de niño precioso de posguerra, niño crecido comiendo pipas en la esquina. No dijo nada. Cuando estaba vivo tampoco es que dijera muchas cosas. Se sentó a mi lado y encendió un pitillo. Pensé que podría haberme ofrecido uno, y también pensé en preguntarle si llevaba algo encima, alcohol, drogas o unos dados, pero luego me dio pereza. También me dio pereza hablar de hijos. Algunos hombres silenciosos tienen una inteligencia deslumbrante, como Casavella. Son los menos. La mayoría de los hombres silenciosos permanecen callados porque no saben qué decir. En ocasiones ni siquiera saben qué pensar.
—Robo —le dije—. Ahora robo. Lo peor es que no solo robo, sino que pienso en ello. Eso es lo peor.
Con la barbilla casi apoyada sobre el pecho, pegó una calada larga a su cigarrilo y a la luz de la brasa vi cómo me miraba por el rabillo del ojo, levantando solo la vista, no la cara, de esa forma tan típica en la que miran los tímidos y los seductores y los culpables. Sonrió un poco con la comisura derecha de la boca. Parece que algunos escritores todo lo hacen con la punta de algo. Seguí:
—Robar es solo una idea, un concepto. Robar es algo que cabe en las cabezas de algunos, pero quizás no en la mía. Quizás. ¿Me explico? Hablo de robar como un delito definido por quien tiene algo. Robar y poseer, pienso a menudo ahora en esto. Poseer como el opuesto del término robar. Usar como el opuesto de poseer.
Hablé un poco de este tema, de usar y poseer.
—Andar, robar, poseer, usar —miré al escritor Casavella. Con la cabeza echada hacia atrás había cerrado los ojos. Yo sabía que no estaba dormido. Casavella nunca jamás durmió—. Ya ves, en estas cosas pienso ahora.
Cerré yo también los ojos y, cuando volví a abrirlos, ya no estaba. Quedaba en el suelo unas cuantas cáscaras de pipas.