Crimen y castigo de Fiódor M. Dostoievski, por David Pérez Vega
Editorial Alba. 639 páginas. 1ª edición de 1866.
Traducción de Fernando Otero Macías
La primera vez que leí Crimen y castigo de Fiódor M. Dostoievski (Moscú, 1821 – San Petersburgo, 1881) fue en diciembre de 1996, cuando tenía veintidós años. Es uno de los libros de mi vida. De pocas novelas recuerdo haberlas leído con tanta emoción y que me causaran tanto impacto. Tenía pensado volver a ella desde hacía tiempo y me decidí cuando vi anunciado que la reeditaba la editorial Alba con una nueva traducción. Yo la leí en 1996 en una edición de bolsillo de letra minúscula y, aunque lo cierto es que no recuerdo ningún problema con la traducción, he acabado por no fiarme demasiado de las traducciones antiguas de los clásicos rusos. Por eso me alegró tanto la aparición de esta nueva edición de Alba.
Fernando Otero, el traductor, también escribe un corto, pero significativo, prólogo de dos páginas del libro, además de dejar algunas notas pertinentes en la novela. En este prólogo descubro que Dostoievski escribió una novela sobre el alcoholismo titulada Los borrachos, que fue rechazada por dos editoriales y no vio la luz. Se sirvió de algunos de los elementos de esta novela para la composición de Crimen y castigo, que se escribió a un ritmo muy rápido, pues el autor estaba acuciado por deudas de juego. Esto hace que Crimen y castigo contenga algunas contradicciones internas, en cuanto al nombre de algún personaje, o la concatenación cronológica de los hechos. Pero, al igual que ocurre, por ejemplo, con los errores de El Quijote, poco importa esto a la hora de acercarnos a una de las obras cumbres de la literatura. Incluso diría más: Crimen y castigo es una obra tan potente que podría soportar hasta una traducción atroz (aunque si la traducción es una tan cuidada como la de Otero, mejor que mejor, claro).
El protagonista de Crimen y castigo es el inmortal Raskólnikov, un joven de veintitrés años que malvive en una buhardilla de San Petersburgo. Su mala situación económica le ha llevado a abandonar la universidad y tiene deudas con su casera. También ha perdido los ingresos que conseguía dando clases particulares. Algunos de sus bienes los ha empeñado en la casa de una usurera a la que desprecia por su codicia y las condiciones leoninas que impone para prestar dinero. Una idea lleva semanas incubándose en su mente cada vez más febril: sabe que la usurera, cuando muera, pretende donar su dinero a un convento, y él piensa que ese dinero podría servir para que empiecen sus pasos en la vida jóvenes valiosos como él, que de otro modo no van a poder llegar a donde podrían por un vulgar asunto económico. Raskólnikov piensa en Napoleón. ¿Qué hubiera podido frenar a una mente tan poderosa como la de Napoleón? La idea va cobrando cada vez más fuerza: el podría permitirse asesinar a un «piojo» como la usurera y desarrollar una carrera útil para la sociedad con su dinero.
Las páginas que describen los momentos en los que Raskólnikov se decide a llevar su idea a la práctica son espeluznantes. Un cúmulo de casualidades parece conducir sus pasos hacia un desenlace que el joven siente como inevitable, como algo ya realizado. En estos momentos, el narrador Dostoievski adelante reflexiones que Raskólnikov tendrá en el futuro, cuando piense sobre su «crimen», con expresiones como: «Más tarde, cada vez que recordaba –minuto a minuto, punto por punto, detalle a detalle– ese tiempo y todo lo que le había ocurrido en esos días, sentía un asombro supersticioso ante una circunstancia que, en el fondo, no resultaba especialmente insólita, pero en la que siempre veía después una especia de premonición de su destino.» (pág. 82). Las páginas sobre el crimen (el final de la primera parte, de las seis que componen la novela) son también espeluznantes.
Raskólnikov ha cometido su crimen y empieza para él el castigo, un castigo que surgirá del fondo de su mente, la tortura de su conciencia o tal vez el conocimiento de que él no es un joven excepcional, un Napoleón que puede sobreponerse de forma pragmática a una idea en principio despreciable. Raskólnikov comete su crimen y le asalta la fiebre y el delirio, que le postrarán en la cama.
Crimen y castigo amalgama su trama en unos pocos días, los que preceden al asesinato y los que le siguen. Cuando Raskólnikov despierte de sus delirios febriles se cruzará con muchos interlocutores: un compañero de estudios, su madre y su hermana, el prometido de ésta, un médico, un juez, etc. Con ellos irá teniendo conversaciones veladas y reveladoras, que harán que los demás empiecen a sospechar de su «secreto», aunque les cueste dar crédito.
La tensión se va acumulando en cada capítulo, porque Raskólnikov es un personaje desesperado e impredecible. Al final decidirá confiarse a Sonia, una chica de dieciocho años, la hija de un alcohólico que conoció en una taberna. Marmeládov –el alcohólico– está casado con una mujer más joven que él, una viuda tísica con tres hijos. La afición al alcohol hace que Marmeládov no pueda mantener sus trabajos y no consigue ingresos para su familia, hasta que su hija (de un matrimonio anterior), Sonia, decide convertirse en prostituta para poder sacar adelante a sus hermanastros.
Crimen y castigo es una novela plagada de personajes extremos y desesperados: el joven asesino, que mata para comprobar si es un Napoleón en potencia, la adolescente que se prostituye para salvar a su familia y se sostiene mediante su religiosidad, el estudiante entusiasta, el hombre maduro de mediana edad corrompido y cínico que tal vez esté pensando en cometer una canallada o en suicidarse, el borracho que fracaso en todos los intentos que hace por enmendarse…
«Aquí lo que hay son sueños librescos, lo que hay es un corazón crispado por la teoría.», leemos en la página 533, un comentario que me hace pensar en Raskólnikov como en un Quijote siniestro.
En algún momento Raskólnikov señala que no cree en Dios, pero en gran medida Crimen y castigo funciona como una parábola bíblica de caída y redención mediante la entrega al amor que redime de los pecados. En una escena muy significativa, Raskólnikov se postrará para besar los pies de Sonia, la prostituta adolescente. «No me he inclinado ante ti, me he inclinado ante todo el sufrimiento humano», le explicará Raskólnikov a Sonia en la página 382. En otra escena, Raskólnikov besará el suelo, iniciando el camino hacia su limpieza, hacia su sufrimiento. El narrador, al comentar esta escena, nos señala que Sonia seguía a Raskólnikov en «su calvario».
«¿No crees que, afrontando el sufrimiento, estás expiando ya la mitad de tu crimen?», le pregunta su hermana a Raskólnikov, aunque éste aún opina que sólo ha matado a un «piojo dañino y repugnante» (pág. 603).
Como buen narrador del siglo XIX, Dostoievski interviene opinando en su novela; aunque es cierto que esto no es muy acusado, podemos encontrar frases como: «A veces, cuando nos encontramos con unos completos desconocidos, sentimos curiosidad por ellos nada más verlos.» (pág. 23), «Cuando estamos enfermos, a menudo los sueños se caracterizan por una nitidez e intensidad insólitas y por su extraordinaria semejanza con la realidad.» (pág. 75) o «No vamos a reproducir los detalles de la conversación.» (pág. 607). Normalmente, la voz narrativa reproduce los pensamientos de los personajes, sobre todo de Raskólnikov, pero no siempre.
Ahora, que después de más de veinte años de mi primera lectura de este libro tengo más bagaje literario, ha aparecido una idea curiosa en mi cabeza. Crimen y castigo adelanta, en gran medida, la novela expresionista de principios del siglo XX. Las acciones y los parlamentos de los personajes me parecen tan extremos que creo que se salen de los límites del realismo narrativo y se adentran en otros campos más modernos para la literatura. En gran medida, me ha parecido que uno de los discípulos más aventajados del Dostoievski de Crimen y castigo es Franz Kafka. Todas las idas y venidas de Raskólnikov por San Petersburgo me han hecho pensar en los encuentros y desencuentros del agrimentor K que no conseguía llegar a su destino en El castillo, pero sobre todo Raskólnikov me ha hecho pensar en el Josef K. de El proceso. Josef K. se despierta una mañana y dos policías le informan de que se ha abierto un proceso contra él. Josef K. desconoce de qué se le acusa, pero aun así ha de enfrentarse a la ley de los hombres o tal vez a la ley de Dios. Raskólnikov se deja seducir por una idea (su crimen no le acaba reportando ningún lucro) y ha de enfrentarse a la ley de los hombres o la de Dios. La idea de Raskólnikov y su crimen parecen predestinados para él, y podríamos pensar que las circunstancia intelectuales que le rodean le transforman en culpable, en un hombre que ha de enfrentarse a su culpa innata. Kafka toma esta idea y la lleva más allá: Josef K. no sabe cuál es su crimen, no sabe por qué es culpable, pero igualmente habrá de enfrentase a su culpa y su castigo.
Hay una escena muy significativa en Crimen y castigo: Raskólnikov se va a entrevistar con el juez que lleva el caso del asesinato de la usurera. El juez sospecha de Raskólnikov, pero no tiene pruebas contra él. En un momento de la entrevista los dos están temblando, los dos se enfrentan a una culpa y una Ley que les sobrepasa, que les hace cargar con el crimen y también con el castigo. Hay muchos personajes que tiemblan en Crimen y castigo; tiemblan de tal modo que la insistencia en este detalle no parece realista, sino más bien kafkiana, expresionista.
No sé si es necesario que insista: Crimen y castigo de Dostoievski es uno de los libros más impresionantes que se pueden leer a cualquier edad y en cualquier época. Es uno de esos libros que, muy por encima de la crítica de costumbres que hace envejecer a otras obras, toca de pleno una de las células más sensibles del ser humano, la que habla de los cimientos de la vida en sociedad y la conciencia.
La edición de Alba es magnífica.
Como no puede ser de otro modo, cuando en diciembre de 2018 elija las diez mejores lecturas del año, Crimen y castigo estará entre ellas. Lo mismo ocurriría si dentro de cuarenta años eligiese las diez mejores lecturas de toda mi vida. Crimen y castigo es una obra maestra absoluta.