Aquí y ahora 12 (Diario de escritura), por Miguel Ángel Hernández
Lunes 3 de octubre
Escribes toda la mañana y consigues llegar a la página 100 de la novela. Aún queda una eternidad, pero esa página es para ti un límite mágico. Quizá no sea ni la mitad y, sin embargo, es el síntoma de que algo se está construyendo. Desde la lejanía ya comienza a intuirse el edificio. Ha comenzado a salir a la superficie. Reclama su lugar.
Primera clase del taller de escritura creativa de Fuentetaja que impartes con Leo. Presentáis el curso y habláis con los alumnos. Te contagian la pasión por la literatura.
Después, por mera curiosidad, intentáis entrar a la charla de Pérez Reverte en la universidad pero es imposible. El paraninfo está a rebosar e incluso hay varias aulas habilitadas con pantallas. Todos asisten con un libro debajo del brazo. Eso ya es algo. Mucho, de hecho.
Tomáis unas pintas en La cueva de la cerveza y un whisky en Revólver. Es lunes. Murcia está vacía.
Martes 4 de octubre
Se te va toda la mañana escribiendo el diario. Hay días que te cuesta más que otros. Quizá deberías pensar menos en lo que escribes y dejarlo salir con más naturalidad. En ocasiones está demasiado elaborado. Te prometes escribir más rápido, sin fijarte en el estilo y sin buscar la palabra justa. Al fin y al cabo es un diario. Se publica para todos, pero no deja de ser un cúmulo de apuntes imprecisos sobre lo que te rodea.
Por la tarde, acudes un club de lectura en la Biblioteca Salvador García Aguilar en Molina. Han leído tu libro de microrrelatos y quieren conversar contigo. Publicaste Demasiado tarde para volver hace casi ocho años. Regresar a ese momento de escritura es viajar en el tiempo. Escribiste gran parte de los cuentos tras la muerte de tu madre. Hay en todos una melancolía extraña que vuelve a apoderarse de ti. Alguien te pregunta sobre la importancia de la muerte en lo que escribes. Respondes que toda tu narrativa está penetrada por ella, por la conciencia de la muerte del otro. Relatas tu experiencia con la muerte de los que amas y observas los ojos llorosos de algunos de los asistentes. Se crea entre todos un clima de comunión bello y extraño.
Al llegar a casa, te sumerges en la lectura de Nefando, la novela de Mónica Ojeda que acaba de publicar Candaya. Es un libro duro y valiente. Un descenso a los abismos más oscuros del ser. Un libro “obsceno”, en el sentido literal del término: que muestra aquello que habitualmente está fuera de la escena, que se atreve a mirar hacia donde no queremos mirar, que se adentra sin miedo en uno de los tabúes fundamentales de nuestra época: la pornografía infantil. Un libro que, además, supone una apuesta por un modo de narrar más allá de cualquier convención, una serie de fragmentos de historias –monólogos interiores, entrevistas, incluso novelas dentro de novelas– anudados en torno a Nefando, un videojuego extremo alojado en el internet profundo, que sirven también como cartografía lingüística –ya que cada personaje habla un español diferente– del presente global. Te interesa sobre todo el papel que a lo largo de la novela tiene el arte corporal extremo, en especial, la reflexión sobre la ética de las imágenes y la responsabilidad de quien muestra aquello que puede doler. Acabas con la sensación de que estás ante un libro necesario.
Miércoles 5 de octubre
Toda la mañana en la universidad en la jornada de bienvenida de Historia del Arte. Te quedas hasta el final de las conferencias. A veces escuchas; la mayoría del tiempo tienes la cabeza en otro lado.
Por la noche, vuelves a ver el final de Perdidos. Es tu serie. Sin lugar a dudas. La has visto entera varias veces y sigues emocionándote. Hoy, por alguna extraña razón, lloras aún más que la primera vez que viste el final. Te conmueve lo que sucede en la pantalla, pero también te emocionas recordando la primera vez que te emocionaste. Es una especie de autonostalgia proyectada. Te vuelves a ver solo, en Williamstown, intentando asumir todo lo sucedido, perdido, en tu isla, removiéndote con los toques de piano de Michael Giacchino cada vez que el recuerdo de la vida con los demás posee a un personaje, pensando que “todo sucede por una razón”, diciendo una y otra vez “funcionó”.
Apenas duermes. Pero te embarga la felicidad.
Jueves 6 de octubre
Dos horas seguidas de clase sobre Winckelmann y la Historia del Arte como historia de un ideal. Entre otras cosas, hablas de cómo la disciplina ha ocultado el deseo homoerótico que está detrás de gran parte de su pensamientos artístico. Las disciplinas, los saberes, también tienen género, raza y clase. Y la Historia del Arte ha sido desde sus inicios una disciplina burguesa y falocéntrica que ha expulsado del discurso a todos los que estaban más allá de la norma –la impuesta por hombre blanco heterosexual de Occidente–.
Por la tarde, segundo grupo del taller literario. Esta vez cuesta algo más de trabajo. Pero, de nuevo, encuentras gente que comparte tu pasión por la literatura. Al final del taller, tienes que salir corriendo para llegar a la presentación de Nefando en la librería Educania. Allí te espera Mónica y, al poco, llega Tatiana. Os sentáis frente al público y habláis de arte, pornografía, tecnología, violencia y responsabilidad. El libro de Mónica y la obra de Tatiana tienen mucho en común: el riesgo, la idea de jugárselo todo, de entrar en el arte y la literatura sin que nada más importe. Al fin y al cabo, eso es lo único que merece la pena: caminar por la cuerda floja y estar dispuesto a caer al abismo. O directamente saltar sin paracaídas. Caer al fango. Y levantarse embarrado. Sólo es posible hablar de lo oscuro dejando que la oscuridad penetre en el cuerpo a través de los poros de la piel.
Tras la presentación, vais a la exposición de los artistas seleccionados por el premio CreaMurcia en el Lab. Allí está Fuisteis yo. Memoria líquida, la pieza de Tatiana Abellán en la que las sales de las fotografías borradas cae disuelta sobre pequeños frascos de cristal como si fueran las lágrimas de las imágenes. Esa serie, Fuisteis yo, inspiró la obra de la artista protagonista de El instante de peligro, Anna Morelli, y le tienes un cariño especial. Por eso, cuando el jurado anuncia que Tatiana es la ganadora del certamen, no puedes evitar saltar de alegría. Por ella, por supuesto, pero también por tu Anna Morelli. Estás convencido de que cada premio que recibe esa obra es también un premio para tu artista de papel.
Tomáis unas tapas frente a la Biblioteca Regional en un bar que recomienda José. Mónica y Carlos tienen que salir temprano. José los acerca en coche al hotel. Juan, Leo y tú seguís la noche. Hay mucho que celebrar. Os encontráis con Tatiana, Néstor y los chicos de La Mano Robada en un bar en el que ponen la música que piden. Acabáis en la sala Rem hasta que los cuerpos –sobre todo el tuyo– dejan de aguantar.
Viernes 7 de octubre
Mañana de resaca. Por la tarde, retomas la novela. “Viernes por la tarde en casa trabajando en lo mío. No lo recuerdan ni los más viejos de lugar”, escribes en Twitter.
Comienzas a ver Westworld. La premisa te atrapa desde el primer momento. Un parque temático, narrativas, inteligencia artificial, robots que comienzan a tener recuerdos… es una especie de Black Mirror en el salvaje oeste. Y con todos los medios de la HBO. Ojalá sepan llevarla a buen puerto.
Sábado 8 de octubre
Almuerzas con tus hermanos en la huerta. A las diez de la mañana ya está sobre la mesa la carne a la brasa y el vino con gaseosa. A las doce, han llegado los gin-tonics. Le dices al propietario del Yeguas que te gustaría presentar allí tu novela si algún día logras acabarla. Es uno de los escenarios centrales y muchos de los parroquianos aparecen como personajes. Por supuesto, te contesta, matamos un cochino y tenemos para todos. Pero que venga la prensa y nos vea comer, añade. Sonríes pensando ya en ese momento.
Por la noche acabáis de ver Narcos. Por fin. El modo en que se anuda realidad y ficción es magistral.
Domingo 9 de octubre
Lees de un tirón Los últimos días de Adelaida García Morales, la novela de Elvira Navarro que está en el foco de la polémica. No entiendes, de verdad, el porqué del revuelo. Acabas el libro con unas ganas tremendas de leer a Adelaida García Morales. Quizá eso es lo más importante de todo. La verdadera potencia del libro está ahí, en que la narrativa de García Morales acaba saliendo a la superficie, incluso por encima de la vida. La vida –esa vida robada a la que se refería Erice– te parece lo de menos; es la excusa para armar una ficción sobre la banalidad de la política y la cultura. Una ficción que, como todas, actúa en la realidad. Lo escribiste la semana pasada: el problema es que a veces la literatura duele. Y el escritor debe ser consciente de eso. Toda apuesta conlleva un riesgo, unos daños colaterales. No se puede contentar a todo el mundo. La literatura que busca el consenso acaba en el fracaso. Si te lo juegas todo, tienes que aceptar las consecuencias. También es cierto –por otra parte, supones– que esas consecuencias no vendrán demasiado mal para las ventas.
Por la noche, después de que Piqué le corte las mangas a su camiseta y se arme un revuelo en Twitter, te encierras a escribir hasta la madrugada. Escribes a mano, hasta que los dedos no te responden. Apenas duermes. Te levantas varias veces a apuntar las ideas que se te van ocurriendo. Sucede siempre así. Cuando escribes a mano hasta la madrugada, el cuerpo interioriza el ritmo de la escritura. Sigue escribiendo incluso después de haber cerrado el cuaderno. Como dice Francesco Piccolo, escribir es un tic.