Aquí y ahora 7 (Diario de escritura), por Miguel Ángel Hernández
Lunes 29 de agosto
Escribes y planificas la semana. Si todo va bien, terminarás la primera parte de la novela el domingo. Hoy percibes que todo fluye. Has retomado el ritmo.
En el gimnasio, piensas en la historia sobre la elíptica. Tienes que parar varias veces para tomar notas.
España sigue sin gobierno. Es tan patético todo que ni siquiera merece la pena comentarlo. ¡Que se vayan todos!
Martes 30 de agosto
Por la mañana, temprano, escribes varias páginas de la novela. A finales de la mañana, está el trabajo hecho. En el gimnasio, de nuevo, vuelven las ideas.
Por la tarde, continuas la corrección para la reedición de La so(m)bra de lo real. El libro se publicó hace diez años. La cantidad de erratas por párrafo es vergonzosa. Frases a medio, palabras repetidas, reiteraciones… No lo habías vuelto a leer desde entonces. El libro ha estado campando a sus anchas por las librerías y nadie te había dicho nada. No sabes si por vergüenza o porque nadie lo ha leído. Ahora volverá a salir con la cara lavada, más fluido, más adecentado. Quizá con los mismos lectores.
Miércoles 31 de agosto
Te despierta el mensajero de Seur. Por fin han llegado los libros que pediste. Se te acumulan las lecturas. Últimamente tienes la sensación de que sólo lees para ver cómo los demás solucionan los problemas a los que tú te enfrentas. Lectura de espía.
Sale el diario y alguien comenta en las redes: “qué vida más estupenda llevan algunos que ni cocinan ni limpian nunca”. Quisieras contestar. Pero no lo haces. El diario da cuenta de lo más relevante del día para tu escritura. Y, por supuesto, hay cosas que no aparecen. Por lo general, tampoco te duchas, ni orinas, ni te sacas los mocos, ni te peinas, ni te echas desodorante, ni te abotonas los botones la camisa, ni se te duermen las piernas en el wáter mientras lees, ni te atas los cordones de los zapatos, ni le sacas punta al lápiz, ni planchas las camisas, ni cambias el agua del aire acondicionado, ni te aprietas los poros de la nariz, ni sacas la basura, ni compras en la frutería…, a no ser que sea relevante para lo que quieres contar. Se llama elipsis. Aunque en ocasiones, también es cierto, una gota de agua que se desliza por la cortina de la ducha puede encerrar todo un mundo de recuerdos —el momento más bello de la última novela de DeLillo.
Por la noche, después emplatar el gazpacho, tras haber sacado los platos hondos del lavavajillas —antes los habías metido sucios y, después de cuarenta y cinco minutos, han salido relucientes; el nuevo detergente es más caro pero más efectivo que el de Mercadona—, cortas el tomate en pequeñas rodajas y lo sitúas sobre el plato de postre. Aceite, sal, algo de vinagre —no demasiado—. También un poco de queso fresco. Cena frugal hoy. Al terminar, llevas los platos al fregador, los aclaras y los vuelves a introducir en el lavavajillas. Haces lo mismo con los vasos. El tuyo y el de Raquel. Después, pones agua a calentar y preparas una infusión de menta. Tras beberla, enjuagas la taza y la metes en el lavavajillas. La primera bandeja aún no se ha llenado. Quizá mañana no sea necesario ponerlo. Eso aún no lo sabes. Mientras tanto, escribes.
Jueves 1 de septiembre
Empieza septiembre, pero tú sigues encerrado escribiendo. Sabes que en breve comenzarán las reuniones, los tribunales y, después, las clases. A partir de ese momento, será más difícil continuar con este ritmo frenético en el que nada más importa.
Terminas el penúltimo capítulo de la primera parte. Estás cumpliendo los plazos que tú mismo te pusiste. Después, gimnasio. Cuatro días seguidos es tu récord.
Por la noche, cena literaria con Ginés, Cristina y Leo. Os contáis vuestros proyectos de escritura. Revelas algo de lo que estás escribiendo. Incluso el posible título. Luego te arrepientes. A veces es mejor guardarse la cosas para uno. De tanto decirlas, corren el riesgo de estropearse.
Murcia es una fiesta. Tienes que ir parándote cada poco para saludar. Las calles se han llenado de rostros conocidos. También los bares. En Revólver, una chica te dice que está leyendo El instante de peligro y que está hipnotizada por la historia. Te alegra la noche. Al menos durante cinco minutos. Mientras pides una copa para celebrarlo, el amigo de un amigo te saluda y te dice: “Oye, me han dicho que último libro es flojito, ¿no?” No sabes qué contestarle. “No, si yo no lo he leído —dice—, pero eso parece, ¿no?” Se marcha antes de que se te ocurra algo ingenioso para decirle. Te quedas en la barra pensando en sus palabras y olvidas por completo el entusiasmo de la chica y su mirada de admiración. Acabas tarde en el Musik rodeado de amigos. Vuelves a ver a la chica y la saludas. No se te va de la cabeza en ningún momento la palabra “flojito”. Es curioso la capacidad que tiene lo malo para nublar todo lo demás. De camino a casa, un charco en la calle parece una piel de leopardo. Lo fotografías. Quizá signifique algo.
Viernes 2 de septiembre
Cansancio. La resaca se junta con los cuatro días seguidos de gimnasio. Repasas lo que has escrito y retocas alguna frase, poco más.
Acabas de leer Mujer bajando una escalera, la última novela de Bernhard Schlink. Devoraste las primeras páginas y te has demorado un poco en el final. No es su mejor novela —a veces se le notan demasiado las costuras—, pero te interesa la prosa y su modo de hacer fácil lo difícil. Una historia con tensión narrativa, que avanza como un thriller y que en un momento determinado se convierte en una indagación sobre el mundo interior de los personajes. Schlink es capaz de mostrar emociones complejas con apenas dos frases. Algún día te gustaría poder hacer eso.
Por la noche, cenas con Raquel, Leo y María cenáis en Via Torino. Es el santo de Raquel y queréis celebrarlo. Pero estáis todos cansados. Aguantáis poco y volvéis a casa antes de la cuenta. Las piernas te queman. Sueñas que unos entes extraños te muerden los tobillos y se comen tus gemelos.
Sábado 2 de septiembre
Pasas el día escribiendo. Avanzas poco a poco. Improvisas en Scrivener sin distracciones y después lo pegas en Word para ver cómo quedaría la página. No puedes dejar de pensar que la escritura es una imagen sobre una página.
Seguís viendo Mad Men. ¿Qué es lo que tiene la serie que al final os ha enganchado? Los personajes, sin duda. Y también la estética. Y, por supuesto, el modo de mostrar mecanismos de dominación social que hoy son inconcebibles —al menos en apariencia; hay cosas que no han cambiado tanto—. Género y poder. Puedes ver varios capítulos seguidos sin cansarte. Pero no puedes evitar la tentación de servirte un poco de bourbon con hielo cada cierto tiempo. Das gracias a Dios por no fumar.
Después de cenar, te encierras en el despacho. Escribes el último capítulo de la primera parte hasta que se te cierran los ojos. Esta vez lo haces a mano, en un cuaderno. Las palabras te conducen a una solución que no habías pensado. Parece que se hayan escrito solas, pensando en el giro de la última frase. A veces es necesario pensar con la escritura. No vale con pensar las cosas antes y luego escribirlas. No funciona así. Todo sucede mientras se escribe. La mano piensa.
Domingo 3 de septiembre
Has dormido fatal y has tenido pesadillas. De nuevo, los hermanos. No quieren que cuentes lo que pasó. Te cuesta quitarte el mal cuerpo toda la mañana.
Transcribes lo que escribiste anoche. No está tan mal como habías creído. Es el fin de la primera parte. Has cumplido el plan que trazaste. Sientes que la semana ha tenido sentido.