Aquí y ahora 41 (Diario de escritura), por Miguel Ángel Hernández
Lunes 1 de mayo
Todo el día preparando la conferencia sobre el giro historiográfico en el arte contemporáneo. Vuelves una y otra vez sobre lo que ya has escrito y publicado. Tienes la sensación de comenzar a repetirte. Y al mismo tiempo estás convencido de que aún no has planteado el tema tal y como deberías. Lo bordeas, lo llenas todo de sugerencias e ideas, pero todavía no has encontrado la forma precisa para trabajar sobre esta cuestión. Tu pequeño libro Materializar el pasado era apenas una intuición. El resto de artículos y conferencias de los últimos años son adendas a esa intuición. Cuando acabes tu novela y entregues los mil textos que ya te reclaman volverás a estas ideas y construirás con ellas un libro que realmente te satisfaga. Eso esperas.
Martes 2 de mayo
Escribes temprano el diario y sales en coche para Valencia. Comes por el camino y llegas justo para una mínima siesta antes de la conferencia.
En el IVAM te espera Álvaro de los Ángeles, que te muestra la exposición de Xavier Arenós de la que hablarás en tu charla. Has leído el catálogo y te ha interesado la obra desde el principio, pero verla en la sala de exposiciones da verdaderamente cuenta de la potencia del trabajo. En tu futuro libro sobre el Arte de Historia ocupará, sin duda, un lugar especial. Es un rescate del pasado de Valencia como capital de la II República, en especial, de dos grandes iniciativas que vinculan a la República con la educación y la cultura: la construcción del Pabellón Español de la Exposición Universal y el proyecto de Instituto para Obreros. En ambos casos, Arenós trabaja con la memoria de lo posible. Esos eventos de la historia pasada, eventos truncados, como la propia República, sirven hoy como modelo de posibilidad. En un momento en que la cultura y la educación comienzan a estar secuestradas por lo privado, observar los caminos que abrió el pasado es un modo de buscar la energía para el cambio. Eso es lo que intuyes de la lectura de la obra de Arenós, que te interesa, además, porque reelabora de manera crítica e inteligente los materiales del pasado. En lugar de mostrar los objetos y documentos de la historia, parte de ellos para desplegarlos en una obra que, a primera vista, tiene el aspecto de una instalación minimalista, con una elegancia formal tremendamente cuidada. Es sólo en la lectura activa del espectador cuando la obra de descubre como lo que es: un trabajo de arte historiográfico que hace vibrar el pasado en el presente.
De todo esto hablas en la conferencia y te alargas más de la cuenta. Al terminar saludas a Paco, le firmas un libro a Conchi y tomas una cerveza rápida con Álvaro y Sandra sin dejar de mirar de reojo la semifinal de la Champions. Después, te quedas solo en el bar, pides una hamburguesa y ves la segunda parte entre valencianistas. Gana el Madrid y tú no cantas los goles. En el hotel te masturbas para intentar dormirte. La cama es dura y apenas puedes conciliar el sueño.
Miércoles 3 de mayo
Regresas en el coche temprano y llegas justo a tiempo para las tutorías de las 11 de mañana. Tres horas después llegas a casa y, casi sin comer, duermes unos minutos de siesta para poder afrontar la clase del máster.
Dos horas y media de clase sobre la ética del comisario de exposiciones. Después, decidís el tema de la exposición que van a hacer los alumnos. Preguntas por sus obsesiones. Todos acaban hablando de la pérdida de sentido del mundo contemporáneo. La intuición de que vamos a peor.
Te enteras de que a Belén Esteban le gusta Patria. Pocos libros han generado tanto consenso. Tienes que leerlo ya, como sea.
Jueves 4 de mayo
Por la mañana, tutorías de doctorado y, después, dos horas de clase sobre la abstracción. Kandinsky, Mondrian y Malevich. Te demoras casi una hora con el Cuadrado negro. Con Malevich, dices, nace el arte con manual de instrucciones. El arte que se lee. El arte que se piensa.
Por la tarde, de nuevo, dos horas y media de clase del máster. Llegáis al fin al tema de la exposición: el autorretrato en la era del selfie.
Tras la clase, acudes a la inauguración de In ictu oculi en Art Nueve. Así se hace una exposición, le dices a los alumnos. El comisario, Jesús Alcaide, ha retomado algunas ideas de José Luis Brea, sobre todo las de su texto “Los últimos días”, para plantear una reflexión sobre la vanitas, la fugacidad y lo barroco. Es una exposición elegante y equilibrada. Un retorno a la alegoría. Las fotografías de Pablo Genovés, las construcciones de Pablo Capitán o la lápida de mármol de Isaque Pinheiro están llenas de misterio contenido. Como también lo está la naturaleza muerta oscura y melancólica de Sergio Porlán –una de sus mejores obras–, o el alfabeto emocional de cobre de Javier Pividal.
Después pasas por la inauguración de Torregar en el Hispano. Pintura y restauración. Murcia es un continuum. Hoy hay mil cosas al mismo tiempo. Y mañana, el WAM.
Viernes 5 de mayo
En clase hablas sobre el dadaísmo y comienzas a trabajar la obra de Marcel Duchamp, el más grande de todos los artistas del siglo XX. Sientes rápidamente que su obra conecta con los alumnos de filosofía. Hacer arte es pensar de nuevo el mundo.
A mediodía llega Raquel después de una semana en Almuñécar. Apenas tienes tiempo de verla. Después de la siesta, te vistes de moderno y sales para el WAM (We Are Murcia), el festival que sustituye al SOS 4.8. Recuerdas el primer SOS y no puedes sacarte de la cabeza a Zizek y a su novia bailando al son de los Chemical Brothers. Esa imagen no se te borrará jamás. Esos tiempos tampoco volverán jamás. Ahora todo es más modesto. Tanto que al principio lo ves todo algo desolado. Sólo poco a poco la cosa se va animando. Por primera vez en un festival, has visto ya a casi todos los grupos. Mejor. Así disfrutas sin presión. Cerveza, amor y amistad. Y música de fondo. Ningún concierto te llega a emocionar del todo, ni siquiera el de Editors. Recuerdas todos los que has visto en ese recinto en los últimos años. Recuerdas, por ejemplo, The National. Y te entra la nostalgia. Esto está bien. Pero es otra cosa. A las tres y media de la madrugada, Ojete Calor. Te hacen gracia, pero sólo para un rato. Está en el límite de la impostura. O lo cruzan, directamente.
Sábado 8 de mayo
Te levantas con menos resaca de lo que hubieras imaginado. Te sobró el gin-tonic. Pero, aun así, te recuperas bien. Dormitas un poco durante la mañana y, tras la siesta, logras levantar el ánimo para afrontar la segunda parte del festival. Por un momento, dudas si ir. Pero al final te decides. Y te alegras, porque acabas pasándolo incluso mejor que el día anterior. En el concierto de Orbital bailas hasta que te duelen las caderas. Después, acompañas a Marta a casa y regresas solo al festival. Te encuentras un momento con Leo y os tomáis unos Thunder Bitch. Whisky canadiense picante y con sabor a canela.
El invento no puede estar más malo. Estás contento, eufórico y decides adentrarte solo entre la multitud para escuchar a Delorean. Su electrónica elegante te gusta especialmente. Es el tipo de música que quisieras poder hacer. Agachas la cabeza y te metes en medio del concierto para disfrutar en soledad. Pero es imposible caminar. Alumnos, amigos, lectores, conocidos. Todos te hablan, todos te saludan. En un momento determinado consigues zafarte y logras llegar a primera fila. Allí estás cerca de la música, cerca de lo que quieres escuchar, cerca de lo que quieres experimentar. Te hemos visto en las pantallas, te dirán después. Parecías como en éxtasis, como ido, como en otro mundo. Y eso es precisamente lo que buscabas, poder elevarte durante unos minutos. No sabes si lo has conseguido del todo.
Regresas a casa andando cuando comienza a amanecer. Estás lúcido, pero cansado. Escuchas cómo el último dj pincha la banda sonora de tus últimas vivencias: New Order, Chvrches, Dorian… Ralentizas el paso. Llegas incluso a detenerte para disfrutar el momento. El dj está pinchando para ti. La música está sonando para ti. El mundo está ahí, lleno de vida, para ti.
Domingo 7 de mayo
Te despiertas sin resaca, pero tremendamente cansado. Te duelen las piernas de tanto bailar. Los gemelos se te suben como si hubieras estado escalando el Tourmalet.
Comes con Raquel, su madre y sus hermanas. Celebráis el día de la madre. Piensas en la tuya y, por un momento, llega la melancolía. El vacío sigue siendo vacío. Por mucho tiempo que pase. Nada podrá volver a llenarlo.
Por la noche, terminas de leer Kanada, la última novela de Juan Gómez Bárcena. Te ha tenido abducido durante varias horas. El tono martilleante y la voz en segunda persona te aluden como si fueran un espejo. Y también la historia. La memoria del campo de concentración. El trauma del holocausto. La historia claustrofóbica y llena de culpa de quien regresa al mundo después de estar en el infierno. La responsabilidad de quien se salva de la catástrofe. La carga pesada del superviviente. Del superviviente que tiene que ser parte del mal para poder salvarse de él. En todo momento, mientras lees el libro, tienes en la cabeza El hijo de Saúl, la película de Lásló Nemes que también reconstruye la experiencia de los miembros de los sonderkommando, los judíos que colaboraban en las tareas de limpieza de los campos, los encargados de quemar los cadáveres, de ordenar la ropa y las pertenencias. Pero Kanada es algo más. Es también una reflexión sobre el tiempo, sobre el modo en que la historia se repite y se retuerce, sobre la intuición de que pasado, presente y futuro están entrelazados y no es posible identificarlos como tiempos puros. Sabes lo difícil que es hacer eso, mezclar los tiempos, provocar la confusión en la mente del lector, convertir la novela, más que un espejo, en una estructura topológica, desorientada, desquiciada, como el propio personaje protagonista, como su culpa, como su responsabilidad, como su intuición de que no hay redención, porque todo ha sucedido ya, porque los crímenes del futuro ya han sido cometidos. Gómez Bárcena es un escritor.