Aquí y ahora 19 (Diario de escritura), por Miguel Ángel Hernández

Lunes 21 de noviembre

Te levantas cansado y con mal cuerpo. Las pesadillas comienzan a afectarte. Corriges lo que escribiste la noche anterior y planificas la semana. Te contentas con poder acabar un capítulo, el primero de la tercera parte.

A la hora de la siesta, consejo de departamento. Pérdida de tiempo absoluta. Después, dos horas de taller literario. Esta vez, por alguna razón, se te hace corto.

Por la noche, nuevo episodio de Westworld. Te interesa la serie, aunque sigue habiendo algo que no está bien resuelto. Aún no sabes lo que es, pero lo intuyes. Algo no funciona del todo.

 

Martes 22 de noviembre

Escribes el diario. Esta semana te cuesta. Al acabar, vas al gimnasio. Acabas antes de la cuenta. Compras sushi y regresas a casa.

Por la tarde comienzas a leer Suicida (no profesional) busca puente, el libro de la Doctora Glas que presentas el sábado. Te sorprende la escritura. Es fresca y desenfadada. A pesar de la tragedia que cuenta.

 

Miércoles 23 de noviembre

Reunión con los alumnos del Trabajo de Fin de Grado. Este año tienes once. Aunque sólo tuvieras que hacer esto en tu vida, apenas tendrías tiempo para dedicarles la atención que merecen. Preferirías dar todas las clases del mundo a tener que dirigir tefegés.

En clase, por fin, acabas con el psicoanálisis del arte y la obra de Lacan. Has sido demasiado abstruso en tus explicaciones. Es posible que no se haya entendido nada. Terminas reventado.

Al salir de clase, te enteras de la muerte de Rita Barberá. Decides no entrar a Twitter porque sabes que todo se va a enfangar.

En la comida te saltas la dieta, pero merece la pena. La tarde se llena de luz.

Por la noche, Mari Ángeles te invita a una cena en honor de Lawrence Corby, un pintor inglés que inaugura al día siguiente en Art Nueve, y vuelves a saltarte la dieta. Te sientas frente a Pablo Genovés y no paráis de hablar de arte. Cruzas dos o tres frases en inglés con el artista. Parece que lo hablas mejor que cuando estabas en Ithaca. Regresas a casa dialogando en inglés contigo mismo. Con el casco de la moto todo suena bien.

 

Jueves 24 de noviembre

Clase la historia social del arte. Explicas los fundamentos de la metodología y examinas algunas claves del marxismo. Mientras hablas sobre El capital y El manifiesto comunista, en la segunda fila alguien no para de mover la cabeza hasta que no puede más y acaba mostrando su enfado: “Esto me está llevando a mi infancia. Lo estudiaba en todos los cursos del colegio. Es como un retorno de lo real”. Es un alumno cubano que tuvo que salir de la isla. Os enzarzáis en una pequeña discusión. Tú estás utilizando a Marx para explicar la historia materialista y cómo funciona el capitalismo. Él no puede evitar escuchar ese nombre y que todo le venga a la memoria. Lo bueno y, sobre todo, lo malo. Allí Marx, dice él, era la Biblia. No era posible pensar fuera de ese dogma. Aquí, dices tú, es sólo un paradigma más que es necesario tener en cuenta. La discusión continúa. No hay posibilidad de acuerdo.

Después de varias tutorías, llegas a casa cansado. Comes, duermes una pequeña siesta y sales para el taller literario. Terminas con el tiempo justo para asistir a la inauguración de la exposición de Lawrence Corby. Su pintura abstracta es sutil y mínima. Fragmentos de lienzo pintados y pegados sobre el propio lienzo funcionan como planos de color. Está a medio camino entre el patchwork y la pintura. Los fragmentos pegados, de formas irregulares, mantienen una memoria del espacio anterior que ocuparon. Flecos y restos del recorte hacen consciente al espectador de que lo que sucede sobre el lienzo es una colisión de contextos diferentes. No es una pintura fácil; es necesario pensar sobre ella para entrar en su discurso. A veces el arte requiere un pequeño esfuerzo. En estos tiempos de prisa y facilidad, sin embargo, no todo el mundo está dispuesto a hacerlo.

Habías pensado volver a casa, pero Leo te convence –te dejas convencer fácil– para tomar una copa y dar una vuelta. No os liais demasiado. Has comenzado a aprender a dosificar. Antes de las dos estás en la cama.

 

Viernes 25 de noviembre

Te levantas temprano y te sientas frente al ordenador. Vuelves a leer los últimos párrafos que has escrito. Lo necesitas para retomar la voz. Es como tomar impulso. Lo visualizas como un salto de longitud. Lo escrito es la pista; la página en blanco, el espacio del salto. Necesitas recorrer la pista para poder saltar al vacío.

A finales de la mañana tienes cita con la nutricionista. Temeroso, te subes a la báscula mientras intentas excusarte por no haber seguido del todo la dieta. Pues no está mal, te responde. Has perdido dos kilos. Respiras. Al salir vences la tentación de celebrarlo comiéndote un palo de crema y te tomas un café cortado con leche desnatada.

Por la tarde, asistes a la presentación de La acústica de los iglús, el libro de cuentos de Almudena Sánchez. Por lo que dice en la presentación –por cómo habla de sus relatos y de la escritura– crees que te va a gustar el libro. Lees unos cuantos párrafos y caes prendado de su lirismo.

Después, con Raquel, concierto de Wim Mertens en el Teatro Romea. Es una vuelta a tu adolescencia, a los programas de Ramón Trecet en Radio 3, a las noches de estudio, a los tiempos en los que esta música –la vanguardia popular, como diría Mario Perniola– configuraba tu modo de ver el mundo. Durante un tiempo quisiste escribir sobre estas estructuras repetitivas neobarrocas. Incluso llegaste a comprar el libro de Mertens sobre la música minimalista americana. Aquel tiempo pasó, pero ahora, esta noche, vuelve todo de golpe con el canturreo en falsete y el piano armónico del compositor belga.

Al llegar a casa, no te puedes dormir y ves dos episodios de The Affair. Te has vuelto a enganchar. Empatizas con el escritor y sus relaciones amorosas. Por momentos, incluso te identificas con él. Para bien y para mal.

 

Sábado 26 de noviembre

Al despertar, te enteras de la noticia: ha muerto Fidel Castro. “El siglo XX, acabando a lo Panenka”, tuiteas. Y no sabes si tienes algo más que decir. Las redes se llenan de expertos y todo el mundo sabe de todo.

Te pones con tu novela y logras terminar el primer capítulo de la tercera parte. Poco a poco va subiendo el número de palabras y te acercas a las cuarenta mil. Sabes que muchas de ellas acabarán en la basura, pero no ves ya el momento de acabar el primer borrador e imprimirlo para ver sobre tu mesa materializado todo este tiempo.

Antes de comer, Raquel se prueba los zapatos de tacón que acaba de comprar y tú no puedes evitar la seducción del fetichismo.

A media tarde, presentas en Ítaca el libro de la Doctora Glas. Habláis del fin del amor romántico, de la sexualidad abyecta y del mal. Tú preguntas y ella responde. Después, el editor, que se ha referido a ti todo el rato como “el profesor”, te dice que tus preguntas eran demasiado largas. Tú le contestas que se debe a que has preparado la presentación a conciencia. Luego alguien te pregunta si tú también escribes. Alguna cosa, sí, contestas.

Mientras vuelves a casa, lo piensas: te revienta que te presenten como “profesor” en lugar de como “escritor”. Es cierto, eres profesor, cobras de eso; es lo que te da de comer. Pero tu cabeza está todo el día pensando en la escritura. Eso es lo que te da la vida.

 

Domingo 27 de noviembre

Pasas casi todo el día en una matanza en la huerta. Como cada año, una de las primas de Raquel compra un cerdo y reúne a la familia, los vecinos y los amigos. Morcillas, lomo, tocino, longaniza, vino, cerveza, arroz, dulces, tartas…, es una especie de celebración de la abundancia. Intentas contenerte, pero en el segundo vaso de vino te abandonas y te unes a la fiesta. A la mierda la dieta, escribes en Twitter. Y es lo que haces.

Por la noche, te quedas hasta la madrugada con la novela. Te has dado cuenta de que algo no funciona. Estás escribiéndola en pasado y tienes que buscar el modo de que en un momento determinado se convierta en presente. Se te hacen más de las tres de la mañana buscando la manera de efectuar esa torsión. Te acuestas aún sin saber cómo hacerlo. Antes de cerrar los ojos, aparece la solución. Te levantas y lo escribes. Son casi las cuatro.