Aquí y 6 (Diario de escritura), por Miguel Ángel Hernández

Lunes 22 de agosto

Temprano, escribes. Una vez más. La semana comienza igual que la anterior. Y no te importaría que comenzase así durante el resto de tu vida. Levantarte el lunes temprano a escribir tu novela. No concibes una rutina más placentera.

Por la tarde, gimnasio. Después intentas ver alguna serie. Le das una oportunidad a American Crime.

 

Martes 23 de agosto

Escribes toda la mañana. Por la tarde, regresas al gimnasio. Te sientes algo mejor sobre la elíptica. Aunque luego te pesas y sigues en el mismo lugar. No hay manera de bajar. La inercia es al alza.

Por la noche, cena en el japonés. Celebrar lo imposible. Dos años. Murcia está desierta. Caes a la cama rendido.

 

Miércoles 24 de agosto

Llega la base tapizada. La pruebas. Ahora sí. El colchón ya no se hunde. Te tumbas sobre la cama y te quedas dormido hasta el mediodía.

Por la tarde, comienzas a escribir un texto de encargo. No has sabido cómo decir no y ha llegado la hora de la entrega. Esbozas ideas en un cuaderno y planificas la escritura.

Por la noche, celebráis el cumpleaños de tu sobrino. Cena en Los Navarros con toda la familia. Por un momento regresa el pasado. Es breve, fugaz, quizá ilusorio, pero te reconforta. Acabáis en el Parlamento. Estás tentado a seguir un poco más. Miras a Raquel. Mejor nos volvemos, dices. Mejor, sí.

 

Jueves 25 de agosto

Desde temprano te pones con el texto de encargo. Te bloqueas, te atascas, no estás cómodo en la escritura. Sientes que te quita tiempo y que te rompe el buen ritmo y la rutina que habías logrado estas semanas.

Piensas en la posibilidad de escribir el peor de los textos del mundo para que ya nunca más te encarguen otro. Lo has intentado en alguna ocasión, pero al final has desistido. Al fin y al cabo, quien firma eres tú y luego quedará ese texto ahí para siempre. Aun así, te ha tentado la idea de escribir uno tan deplorable que ni siquiera el artista se atreva a publicarlo. Escribir un texto ilegible, vergonzoso, indigno, infame. Y esperar el momento en el que el artista, avergonzado después de saber que has aceptado por compromiso, tenga que decirte que no le ha gustado y que no lo va a publicar. Y responderle: es lo que me ha salido; cualquier cosa, lo que tú veas, ¿no era ése el trato? Escribir textos pésimos para que nadie te los solicite. Textos atroces para poder decir: “si sabes cómo te escribo, para qué me invitas”.

En los ratos libres, sigues leyendo Crematorio. Tenías pendiente este Chirbes. Y vuelves a caer rendido a sus pies. Es una obra maestra. Sin duda alguna. Pocos escritores han sabido hacer hablar al inconsciente social del modo en que lo hizo Chirbes. Es uno de los grandes moralistas de nuestra época. Alguien que rasga donde más duele, que tambalea todas las certezas, que nos muestra desnudos ante el espejo de la ideología. Sin corrección política, sin cortapisas, sin cinturón de seguridad; pura víscera, pura literatura. Te asombra sobre todo el uso de la abyección, el olor, el cuerpo, el sexo, lo más bajo, el fango, la carroña. Sobrepasa a Houellebecq, incluso a Céline. Es uno de los más grandes. Y su obra es inmensa.

 

Viernes 26 de agosto

Todo el día escribiendo el texto de encargo. Todo el día fuera de ti.

El terremoto de Italia. No puedes ver las imágenes. Cambias de cadena en cuanto aparecen. Miras para otro lado porque no sabes cómo mirar de frente.

Por la noche, intentas desconectar y vas al cine. Cuerpo de élite. Es mala, pero por momentos te diviertes. Los estereotipos siguen funcionando. Y en ocasiones el humor puede decir cosas que la corrección política desbarata. Que se puedan hacer chistes con el terrorismo de ETA es un síntoma de que algo ha cambiado en nuestro modo de ver las cosas. El humor, siempre, es un síntoma de cordura.

 

Sábado 27 de agosto

Acabas el texto de encargo a mediodía. Al final, estás orgulloso de lo que has escrito. Es un buen texto, piensas. Lo peor es que haber estado unos días fuera de la novela y con la cabeza en otro lado te ha roto por completo. Sabes que vas a necesitar varios días para volver a retomar el ritmo. En realidad, eso es lo que hacen estos textos que tú no decides, que lo parten todo. En ocasiones son acicates para el pensamiento —muchas de las ideas que has tenido han surgido escribiendo algo que no te habías planteado escribir—, pero otras veces simplemente rompen el ritmo de escritura y te sacan del estado al que has llegado. Escribir una novela es conseguir un estado mental. Cuando logras mantener ese estado durante un tiempo, pagarías para que nadie lo tocase.

Lo peor de todo es que estos textos no sirven para nada. Porque si algo está claro es que nadie lee los textos de catálogos de arte. Lo escribiste en tu primera novela y lo tienes cada vez más claro conforme pasa el tiempo. El catálogo lo lee el artista, algún periodista despistado y, después, el crítico que va a escribir sobre el artista un texto de catálogo que nadie va a leer a excepción del artista, el periodista despistado y el que va a escribir después. Un círculo vicioso.

A lo largo de tu vida has escrito cientos de esos textos. Algunos pagados —los menos—, el resto, gratis o a cambio de obra —que muchas veces ni siquiera has llegado a recoger—. Ahora, pasado el tiempo, sientes que esos textos han quedado en el limbo. Son esfuerzos perdidos. Escritos para nada. O para muy poco. Energía perdida. Por eso has tomado la determinación de no volver a escribirlos. Decir no a aquello que no ha salido directamente de ti. Negarte a todo aquello que te mueva y te despiste de lo que realmente quieres hacer. Lo vas a intentar con todas tus fuerzas. Necesitas el espíritu de Bartleby: I would prefer not to.

Por la noche, ves el Madrid y, después, Ex Machina. Te fascinan las relaciones entre el hombre y la inteligencia artificial. Lo siniestro, el robot, lo familiar-extraño…, el imaginario surrealista. No puedes dejar de pensar en las muñecas de Hans Bellmer durante toda la película. Te asaltan después, en el sueño. Copulas con un robot con el rostro y el cuerpo de tu mujer. Te despiertas a media noche. Miras a Raquel junto a ti en la cama. Respira como un ser un humano. Al menos eso quieres creer.

 

Domingo 28 de agosto

Durante todo el día intentas regresar a la novela. Vuelves a leer lo que has escrito para coger el tono, pero no logras hacerlo. Escribes algunos párrafos, pero has perdido la seguridad. Con incertidumbre y dudas, pides opinión. Pero no deberías haberlo hecho. Hay un momento en el que es mejor no enseñar nada. La novela está en tu mente y lo que has escrito es tan sólo la punta del iceberg de lo que sigue estando en tu interior.

Las palabras ajenas te hacen dudar. Por un momento, ves lo que has escrito desde los ojos del otro. Y todo se desmorona. Te recuerda a lo que le ocurre a Frenhofer, el pintor de La obra maestra desconocida, de Balzac. Él ve en su pintura la más bella de las mujeres. Los pintores invitados a su estudio, sin embargo, ven tan sólo una maraña de colores. Por un momento, Frenhofer parece mirar desde los ojos de los demás y todo se viene abajo. El cuento se ha leído como una prefiguración de la abstracción. Pero también como la distancia entre lo que ve el autor y lo que ven los demás.

Esta semana, esa distancia te ha roto por dentro. No enseñarás nada a nadie hasta que no esté relativamente terminado o legible. Hay un momento en el que la duda lo puede tirar todo abajo. El primer manuscrito debe ser pura pasión. Camino hacia delante. Con decisión, creyendo en lo que uno hace. Después llegarán las dudas, las revisiones, el intento de situarse en los ojos de los demás. Pero no ahora. Ahora estás solo. Eres tú y la historia. Tú, y la pantalla. Tú, y el lenguaje. Para bien y para mal.