Recomendaciones para el Día del Libro
- by Eñe
- 23 abril, 2017
- in Actualidad, Descubre, Sala de lectura
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Maggie O’Farrell. Tiene que ser aquí. Libro del Asteroide – Recomienda: Queralt Castillo
Encontrar un lugar en el mundo puede que no sea difícil. La mayoría de nosotros vivimos donde nos quieren; nuestros familiares, nuestros amigos, nuestros jefes. Pocas veces elegimos el lugar donde nos desarrollamos, ni como niños ni como adultos. Simplemente nos adaptamos, nos acomodamos, nos camuflamos. En grandes ciudades, en las periferias, en un pequeño pueblo del Matarraña, en el extranjero, quizás en alguna ciudad europea o en un pueblo de los pirineos aragoneses. A veces elegimos sí, pero no es lo habitual. A la gran mayoría de la población le gusta, ante todo, la comodidad: la física y la psicológica, por eso tampoco se ve ante la dificultad o diatriba de tener que elegir un lugar en el que vivir. Allí donde se nos aprecia, en cualquier ámbito, allí estaremos. Por estos motivos, encontrar un lugar en el mundo en el que uno se sienta mínimamente a gusto, no es tarea compleja. Ahora bien, ¿qué pasa si lo que queremos es encontrar el lugar en el mundo? Ese que existe por y para nosotros, para acomodar todas nuestras ambiciones, todos nuestros sueños y nuestros defectos. El lugar. No se trata de un lugar cualquiera, sino aquel predestinado, aquel lugar cosmológico en el que debemos estar. ¿Existe? Sí.
En la novela de Maggie O’Farrell, (1972, Coleraine, Irlanda del Norte, 1972), ese lugar sí existe, y te absorbe a lo largo de casi 500 páginas en una espiral de tramas, voces narrativas y una arquitectura exquisita que provoca momentos de verdadero placer lector.
En Tiene que ser aquí (en castellano en Libros del Asteroide y en catalán en L’Altra Editorial y traducido como Aquest deu ser el lloc), ese lugar, indómito, hecho a la medida de la intimidad de los protagonistas de esta historia, se encuentra en un pequeño valle irlandés, en Donegal. Niebla, frío y barrizales. Se huele la humedad, en la novela de O’Farrell, pero también se huele el Hudson, y los ambientadores de los taxis neoyorkinos. Se huele la pureza de los minerales del Salar de Uyuni y el ajetreo de Londres. La novela apesta a juventud, a rayas, a errores del pasado con consecuencias inasumibles, insuperables, pero también huele a canción de madurez, a ser un fénix y renacer. También a aceptar tus propios errores, asumirlos, tatuarlos a fuego lento y dejar que formen parte del “yo”. A acarrearlos y convivir con ellos, a mostrar las cicatrices sin temor y sin pudor.
Tiene que ser aquí es la historia de Claudette Wells y Daniel Sullivan, pero también de Ari, un niño tartamudo que crece capítulo a capítulo, de Niall y Phoebe, los hijos olvidados y rescatados, de Marithe y Calvin, aquellos que llegaron cuando todo estaba hecho. Es la historia de dos muertes y de mucho amor. Amor por la tierra, por el anonimato, por la vida sencilla, por el otro, por los hijos, por el pasado y por el futuro. No se trata de una historia convencional.
Arquitectura exquisita
Excepcional quizás sea la palabra más apropiada para definir la estructura formal del libro. Un compendio de capítulos que alternan tiempo, espacio y voces narrativas que forman un poliedro. Tramas entrelazadas, siempre muy bien pensadas, que van saltando de página en página para, finalmente, proporcionar una visión global del mágico mundo creado por la autora.
La diversidad de puntos de vista le confiere frescura y rapidez a la lectura, a pesar de que haya alguno que sea innecesario por aportar poco (el capítulo de Rosalind, donde se narra un viaje por tierras suramericanas y se nos explica la historia de un personaje que nada tiene que ver con la trama principal). Los cambios de escenario (Londres, Donegal, Nueva York, California, China, India…) le confieren un talante cosmopolita a la obra. Los personajes se mueven por el espacio- tiempo de manera sencilla y eficaz. ¡Es una novela, soñemos!
Viajemos
La fuerza narrativa de Donegal, escenario donde ocurren algunas de las tramas más importantes de la novela y lugar en común de todos los personajes, o casi todos, no pasa desapercibida. Una casa antigua en medio de un bosque, la soledad, la niebla y la búsqueda de la desaparición. Renacer en medio de la nada para aprender a vivir sin todo aquello que nos define como personas. Nuestro trabajo, nuestro entorno familiar, el lugar donde hemos crecido. Este tiene que ser el lugar, Donegal. A partir de allí, punto de encuentro, pero también de partida, los personajes principales van entrando y saliendo para explicarnos, palabra a palabra, sus historias. Pedazos de vida deshilachados que resultan incomprensibles al otro.
Se viaja en el tiempo, también en el espacio. Las vidas construidas a fuego lento y marcadas por las decisiones y las circunstancias de cada momento, se cruzan de manera casi cósmica en la novela de O’Farrell. Las ciudades, los bosques, los parques, los aviones, los aeropuertos, las casas, las oficinas, constituyen un escenario global donde transcurre las diferentes acciones. Y entre todo este barullo de localizaciones, el océano Atlántico. Ese que separa las historias de vida, el que toma las decisiones por nosotros, por los protagonistas de esta historia a varias voces. Una gran masa de agua que hace que Daniel se olvide de sus hijos norteamericanos, que hace zozobrar su relación con Claudette, la que le aleja de Nicola, esa chica a la que cree haber matado, y de toda esa vida que él había construido Europa. Si existe un gran protagonista de esta historia, este es el océano Atlántico, sin lugar a dudas. Ese que separa historias, que impone puntos y aparte y que toma las decisiones que los protagonistas son incapaces de tomar.
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