Paul Celan e Ingeborg Bachmann: la negación, el olvido, por José de María Romero Barea

A fuerza de repetidas, nos hemos cansado de escuchar una y otra vez las tristes historias del Holocausto; ya no las creemos; hemos cedido a la indolencia, la ignorancia y el cinismo, y nos atrevemos incluso a menospreciar, cuando no a cuestionar, por acción u omisión, el horror de los campos de exterminio e incluso a los testigos que los padecieron. La obligación de recordar está inscrita en cada monumento al genocidio del pueblo judío, pero incluso la expresión “nunca más” termina derivando en lugar común.

Una y otra vez se ha escrito que la poesía es indispensable, esencial, necesaria. Ninguno de esos términos es exagerado. Y, sin embargo, no pocos lectores, frente a un poema, se predisponen a una experiencia “educativa”, convirtiendo un placer en un acto elitista (comparado, al menos, con la novela) y a la experiencia de su lectura en una ardua tarea. Lo que no es.

Porque solo la lírica, desde el Holocausto, ha logrado responder a las preguntas que surgieron entonces, y que siguen atronando nuestros oídos: ¿cómo suena una plegaria en el desierto? ¿Cómo redimir al alemán, el idioma del nacionalsocialismo y el de Goethe, el de Goebbels y el de Rilke? ¿Cómo hacer que vuelva a convertirse en el lenguaje del corazón? ¿A quién, para quién escribir después de Auschwitz? Las respuestas de los poetas Paul Celan e Ingeborg Bachmann a estas preguntas se forman en el crisol de su literatura y en las circunstancias de su vida, una biografía artística y personal destruida por la tragedia que supuso el siglo XX.

Nacido en el entonces Reino de Rumanía (hoy Chernivtsy, Ucrania), ocupada primero por las tropas rusas y luego por las alemanas tras la ruptura del pacto nazi-soviético, la vida de Celan discurre entre la disolución y la pérdida. Su patria real fue, sin duda, el idioma. Nacido en 1920, la cultura germana y la judía, en su versión más refinada, educaron su infancia. Un día, volvió a casa para encontrar que sus padres habían sido deportados. Su madre recibió un disparo, su padre murió de tifus. Él mismo fue internado en un campo de concentración rumano, fue puesto en libertad después de la guerra y emigró a París en 1948, donde fue profesor de alemán en la Escuela Normal.

Será ese mismo año, en Viena, de camino a París, donde Paul Celan conoce a Ingeborg Bachmann, seis años menor que él, poeta incipiente, en busca de su voz y su lugar en la escena literaria vienesa de posguerra, una escritora que por aquel entonces completaba su tesis doctoral sobre Martin Heidegger. Su encuentro en la primavera de 1948 sería el preludio de la fascinante y problemática relación de dos mentes privilegiadas que duraría toda la vida. Los poemas que intercambiaron, sus casi 200 cartas, telegramas, postales, borradores no enviados y cartas de amor, son testigos de las posibilidades y las limitaciones de la comunicación a través de la palabra escrita. Representantes de la mejor literatura en lengua alemana después de la Shoah, estos documentos se ocupan no solo del silencio y la oscuridad, sino del poder o la ausencia de poder del idioma, del miedo a la palabra escrita, de la creencia en el diálogo a través de la poesía.

 

Y todo lo que es misterio

Nacido en Segovia durante la Guerra Civil, de padre castellano y madre andaluza, Andrés Sorel estudió Magisterio y Filosofía y Letras. Durante el franquismo colaboró en la prensa clandestina del Partido Comunista y fue corresponsal de Radio España Independiente de 1962 a 1973. Durante su exilio en París dirigió la publicación Información Española, cuyos lectores eran los emigrantes españoles en Europa. En 1974 fue excluido del Partido Comunista por diferencias ideológicas y políticas. La censura de Fraga Iribarne prohibió la publicación de sus novelas en Seix Barral y Ciencia Nueva. Muerto el Dictador, colabora en periódicos y publicaciones de España y Europa. Fue fundador, presidente y responsable de Cultura del diario Liberación. Ha sido secretario general de la Asociación Colegial de Escritores de España, y director de la revista República de las Letras. Galardonado en 2013 con el premio José Luis Sampedro, ha publicado 50 libros, entre novelas y ensayos, e impartido más de 1.000 conferencias en diversas ciudades el mundo.

La auténtica patria del escritor es la lengua en que escribe, recuerda Sorel en su discurso de aceptación del premio José Luis Sampedro. Hoy, sostiene el autor, “en otras circunstancias, que a algunos nos llenan de zozobra y angustia, vivimos bajo el atropello, la prostitución de nuestra propia lengua. Se utilizan procedimientos más propios de Goebbels que de la riqueza de uno de los idiomas más creativos del mundo, para impartir mensajes y alienar a los ciudadanos. Perversión de contenidos, modos populistas, alteración de significados, palabras quemadas: cada palabra un cadáver de su prístino origen, un intento de extinción del pensamiento”. Como dijo Celan y Sorel recuerda: “busca la nube palabras y llena el cráter del silencio. Lo inexplicable recorre, en voz baja, el país”.

La novela … Y todo lo que misterio, que acaba de publicar la Editorial Akal, supone una evocación de la relación de Celan y Bachmann, a cargo del periodista y narrador segoviano. Al igual que el poeta de “Todesfuge”, Sorel apuesta todos los sentidos a la noble causa del arte, para (cito textualmente de su novela) “desarrollar una locución plástica y conceptual, innovadora y trascendente, que la preserve de la deformación, anquilosamiento y manipulaciones sufridas no sólo por el peso de la historia, los dramas vividos, las catástrofes … sino también por su empobrecimiento, ritualización, su perversión burocrática y virtual, sus modos populistas, su realismo ramplón…”. El lirismo de Misterio se abre camino a través de la violencia lingüística, “la palabra que ha de dar vida al pensamiento”, pero no contaminada “por conceptos como los de fe y esperanza”, sino “pura”, sin “confesión” ni “resurrección”, “porque no existen”.

Polinización. Mixturas. Hibridación. Mestizaje. La novela es el género híbrido por excelencia: Misterio transita del ensayo al relato, del documento a la ficción. Tierra de nadie, entre nuestra época y las anteriores, crea un nuevo espacio donde la ficción se mezcla con el testimonio y la creación se confunde con el rigor documental. En su más reciente narración, Sorel reinventa, una vez más, el género, a fuerza de incorporar al texto el rigor de los documentos oficiales, recurso que completa con una prosa creativa, donde el humor no excluye el aliento poético y la reconstrucción histórica.

El autor excluye los falsos consuelos de la rabia, la culpa o la desesperación. La suya es una descripción humana, pero terrible, del destino de un hombre en los campos; es inevitable, al final, un desgaste del espíritu del cual los golpes y las humillaciones son sólo el anticipo, una suerte que sólo puede ser expiada con el silencio. Misterio opta por todo lo contrario: por hablar de lo sucedido, de lo que se sabe, por la sencilla razón de que el silencio, la eliminación de la voluntad y los medios para hablar, el temor de no ser escuchado o creído, era el objetivo último del nazismo. El abrazo de la deshumanización. La prueba de su victoria.

 

 

Microlitos

El lenguaje de los editores y los reseñistas entusiastas tal vez no sea el más apropiado para el caso que nos ocupa. Nada significa decir de un escritor que es “legible”. Paul Celan no era, no es de esos autores que “se leen de una sola sentada, sin hacer una pausa para recuperar el aliento”. Muchos de sus versos nos invitan a hacer una pausa. La mayoría no podemos leerlos sin tener que dejar a un lado el libro, para respirar hondo. Más que en una historia, logra involucrar el interés del lector en una iluminación.

Su tema es la humanidad in extremis, pero sigue siendo la humanidad. No se detiene en la narrativa de la cotidianeidad. Su compromiso es con la escritura misma. Las cosas que suceden en su poesía están más allá de su experiencia: Celan se ocupa de lo que nos sucede, su pasado es nuestro presente, y la comprensión que pretende de nuestra parte no es de naturaleza diferente a la solicitada por TS Eliot en La tierra baldía, u Octavio Paz en Libertad bajo palabra.

¿Se necesita, pues, una licenciatura en filosofía para apreciar a Paul Celan? ¿Cómo acercarse a su discurso, a veces hermético, a su melodioso (y dulce) discurrir de la conciencia? Tal vez ayude saber de antemano que sufrió el ostracismo y la dificultad de ser poeta después del horror de los campos de concentración. Que el propio Celan pasaría los restantes años de la guerra en campos de trabajo del ejército rumano. Que moriría, suicidándose, el 20 de abril de 1970, en París.

Celan es, sin duda, uno de los poetas en alemán más importantes del siglo pasado (y de todos los tiempos). También fue un escritor de brillante prosa, y Microlitos, Aforismos y textos en prosa (Trotta, Colección: La Dicha de Enmudecer, 2015), es buena prueba de ello. Sus páginas evocan no solo las imágenes, los olores y los sonidos de una infancia en los años justo antes de la guerra, sino la frustración de los últimos días del autor.

José Luis Reina Palazón posee la destreza verbal y el instinto necesario para traducir los intricados juegos de palabras en las distintas lenguas (alemán, rumano, francés) de los textos. Estos fragmentos – incluso en su registro más sombrío – son una delicia para el oído. A veces las alusiones son satíricas: “Afirman en nombre de la humanidad, actuar en contra del cercano diluvio – con este fin ahogan al hombre como prediluviano en su saliva y baba”.

Algunos aforismos abusan del humor negro: “Paseante de pies planos y visionario de callos”. En otros, una buena historia se convierte en símil: “Algo en ti se detiene, algo, que no es tu corazón, tampoco tu cerebro, quedó detenido, durante un momento, una mano te agarró, te agarró y te soltó, tú no te habías movido del sitio pero tú eras otro”. En la mayoría, el epigrama sucede a la alusión: “Microlitos son, piedrecitas, apenas visibles, diminutas chispas en la densa toba de tu existencia”.

Su tautología “Peces que devoran pescadores son tiburones” podría haberla escrito Kafka. Los neologismos, al estilo de James Joyce, reverberan en todo el libro, sobre todo en su prosa narrativa: “Entenebrecido. Las maderas enterizas están de camino hacia mí, lo sé. Yace el mundo allí abajo en mí, el mundo. Pajizo, pronto arderé, el fuego del monte piensa ya detrás de mí. Sombreros de resplandor vienen danzando hacia aquí”.

Otras referencias, más sutiles, son cuestión de ritmo o de una palabra: “Hay ojos que van al fondo de las cosas. Que divisan un fondo. Y hay otros que van a lo profundo de las cosas. Esos no divisan ningún fondo. Pero ven más profundo” ¿No podría ser esto Rilke metamorfoseado? En otra parte, se nos dice “se escribe desde su suelo-madre existencial”, y parece casi un eco de Mandelstam.

Una edición académica de la prosa Celan es una empresa difícil y arriesgada. Microlitos es de inestimable valor para cualquiera que desee acercarse a Celan y entenderlo. No solo es una colección de aforismos, contraluces y fragmentos aforísticos, sino que se ocupa de su prosa de ficción, su prosa narrativa, diálogos y notas para trabajos dramáticos, prosa teórica, fragmentos y borradores de textos poetológicos, además de su prosa dispersa publicada y sus entrevistas. Proporciona, por lo tanto, una triple felicidad: una narrativa rudimentaria de la vida del poeta, una traducción en estado de gracia y una brillante lectura de su obra.

Si nos acercamos a Celan esperando una investigación histórica del ascenso del nazismo o la potencia de su atractivo para el pueblo alemán, o una investigación sobre los orígenes y la naturaleza del mal, pedimos a la vez demasiado y demasiado poco a su obra. Celan no es ni historiador ni metafísico. Una cuestión de honor, menos que una cuestión de decencia, su escritura es una señal de respeto a la humanidad, una filosofía que se niega a lo grandioso o lo abstruso.

A través de pequeños y grandes actos de privación y destrucción seguimos el proceso de su pensamiento: la eliminación de la esperanza, de la dignidad, del lujo, de la necesidad, de uno mismo; la reducción de un hombre a su esencia, con el regalo de un novelista para el detalle y, a veces casi cómica sorpresa. Nos encontramos con un extraño que no habla su propio idioma, que se enfrenta a la cruel falta de lógica de odiar a un compañero víctima de la opresión más que odiar al opresor mismo. Si bien hay mucho que disfrutar en Microlitos, animo a los lectores a buscarse a sí mismos en este libro. Cada fragmento ofrece su propia magia y belleza, su propia visión. La poesía de Celan nos hace reír, llorar, olvidar y recordar. No es necesario analizar los símbolos o pasar horas dándole vueltas a complicados conceptos. Solo hay que abrir el libro al azar y escoger un fragmento: “Contraluces. Contra los chisperos”.

 

La negación, el olvido

El tiempo y las circunstancias de la época conspiraron para crear distancia entre los amantes, en lugar de proximidad. Tras aquellos felices meses de primavera de 1948 (en los que Celan llegaría a escribir “mi dormitorio es un campo de amapolas”), no sería hasta 1950 que vivirían juntos, en París, durante dos meses, con terribles consecuencias. Bachmann se referiría a aquella breve convivencia como “un drama de Strindberg”. Coinciden de nuevo en la primavera de 1952, en la reunión del influyente círculo literario de posguerra, Gruppe 47. Ambos fueron invitados a leer su trabajo: un triunfo para ella, una catástrofe para él. La recepción del poema “Todesfuge”, “Fuga de muerte”, que Celan consideraba como “el único epitafio que mi madre tuvo”, fue más bien fría, prueba, añadiría posteriormente, de la rara avis en que se había convertido: un poeta judío que escribe en alemán.

Si bien se distanciaron las relaciones personales, por culpa sobre todo de él, en contraste con la esperanzada desesperación de ella, continuaron intercambiando correspondencia sobre asuntos literarios. Bachmann fue incansable en su dedicación a la difusión de la escritura del poeta y su reputación. Ambos fueron invitados a un simposio en Wuppertal en 1957, y la historia de amor se reanudó. Ahora era Celan el que inundaba a Bachmann con cartas, poemas, telegramas, y se dirigía a ella, por vez primera, como a una igual, reconociendo, al fin, su voz poética. Este período puro, inaudito, desinteresado y como tal, imposible de sostener, cedió a una negociación de su “amistad” durante la década de los 60.

Bachmann terminaría conviviendo con otro escritor, Max Frisch, pero mantuvo su incondicional apoyo a Celan, al que unas interesadas acusaciones de plagio sumieron en la inestabilidad mental y la decadencia que culminaría con su suicidio en 1970, dejando tras de sí una obra cuya gravedad de expresión y belleza persuasiva la convierten, para muchos, en la inteligencia poética central de los últimos 50 años. El lenguaje, escribió, es lo único que permanece. Bachmann moriría tres años más tarde, en el incendio de su apartamento, entumecida por su adicción al alcohol y las pastillas. La deslumbrante inventiva verbal que muestran ambos poetas nunca es cuestión de mera pirotecnia; es una forma de lidiar con el dolor a través de la fuerza moral que el arte transfigura.

Andrés Sorel pertenece a esa estirpe de los que escriben sobre la falibilidad de los relatos colectivos, sobre la manipulación interesada del pasado, sobre la perplejidad por el modo en que el presente se consuela y tranquiliza mintiéndose sobre sus padres y sus abuelos. Los escenarios donde se desenvuelve Misterio son Rumania, Austria, Alemania, Francia, Inglaterra, Italia, España. Los narradores son dos sobrevivientes del bombardeo de Alcañiz (Teruel) por los aviones italianos, año 1938, uno de ellos salvado después de Auschwitz.

Pero Misterio es, sobre todo, el equivalente verbal de las circunstancias desfavorables de los poetas Celan y Bachmann, la crónica de un despertar indignado, la denuncia del fin del proyecto ilustrado de la emancipación de la humanidad. Dice Sorel, en un estremecedor pasaje de su libro: “El ojo ha dejado de ver. Ha apagado la luz, que es la vida. Consciente de que pronto se diluirá en cenizas”. Lo que queda, después de la renuncia, es el ojo que sangra mientras el poeta desciende a los infiernos, donde “se unirá a sus mujeres, a sus padres transportados a un campo de exterminio … camino del fuego”.

El reconocimiento de la desesperación, aunque principio de la sabiduría, no supone su fin. Sorel reclama la persistencia de Celan y Bachmann mientras siente la necesidad de cantar su canción profética en un mundo que gusta de cultivar lo extraño y lo terrible. Al igual que aquellos dos poetas alemanes, Sorel reconoce que hay pocas pérdidas superiores a la incapacidad de escapar a los recuerdos, “homenajes, conferencias, libros, [que] no sirven para acallar el grito silencioso y perenne en nuestra memoria”, esas furias que finalmente reclamaron al rumano bajo las aguas del Sena y terminaron por reducir a cenizas a la poeta alemana.

Con asombro grave, nunca autocompasivo, pero a veces rayano en una especie de asombro anestesiado, Celan registra su historia personal y social teniendo en cuenta las finas gradaciones de su descenso a los infiernos. Hay páginas en las que, de forma inesperada, en medio del horror, un lector siente que ha tropezado con lo intrascendente. La incongruencia de tener suerte en un lugar infortunado nos golpea. De esta manera, también, llegamos a entender cómo es posible (sobre)vivir; cómo las pequeñas cosas que nos degradan, también puede ser las que nos sustentan. El paso de los años no merma la ausencia ni la controversia, ni siquiera subsumida en la necesidad de tener una visión a largo plazo de los acontecimientos históricos. En gran parte de su poesía, la inmediatez hace el trabajo de la teorización y la educación. La ira jamás cede a la amargura irónica.

A pesar de un testimonio tan desgarrador como el suyo, y pese a su meticuloso rechazo del melodrama, el Holocausto sigue siendo objeto de desprecio, cuando no de escepticismo. En estos tiempos descreídos prevalece la negación absoluta, el goteo lento de la devaluación y la disminución. Difamamos así no sólo a los que vivieron para contarlo, sino a los verdaderos testigos de la abominación, es decir, aquellos que no sobrevivieron a ella y por lo tanto no pueden hablar por sí mismos. Se ha dicho mil veces que negar el Holocausto es matar a las víctimas por segunda vez. Las palabras de Celan siguen firmes ante nuestra voluntad de negación u olvido.