Moravia de Marcelo Luján, una lectura de Javier Divisa
Para las navidades de 1949, el bandoneonista estrella de la orquesta del maestro Alfredo Pegassi había suspendido todas las actuaciones del siguiente trimestre y había reservado un camarote especial en la primera clase del Murray II, trasatlántico gladiador con buenos antecedentes en altamar.
Tac tac tac.
La memoria siempre opera con vocación de jaula. Tac tac.
Y Juan Kosic lo sabía.
El lector sabe que el camino hacia la crónica negra se inició en Moravia, siguió en Colonia Buen Respiro y continuará en Argentina, Rincón del Gaucho (mismo epicentro del mal). Entre medias habrá pasajes de bonito tránsito. Juan Kosic conocerá el éxito, el amor, el dinero y el sibaritismo. También, la vanidad del regreso. El lector conocerá todos los preliminares. En consecuencia, el lector conocerá el terror psicológico. El futuro.
Dentro del breve gozo que me ha ofrecido Moravia (Salto de Página, 2017) -el laconismo es un arma literaria y a veces una bendición- cabe la gran complacencia que produce su lectura y el consecuente arrebato de no poder abandonar. Uno de los puntos de partida de la novela se adentra en los motivos cruciales de la emigración de Europa a América (Buenos Aires y Nueva Orleans), dispares según narremos sobre Juan Kosic o Lidia Estefanía Míclav:
Juan Kosic era hijo de checoslovacos moravos que habían emigrado a Argentina en 1906, cuando Checoslovaquia todavía no se llamaba así y los Países Checos, hegemonizados en Bohemia, Moravia y Silesia, formaban parte del Imperio Austrohúngaro. Las razones de aquella emigración lejos estuvieron de ser políticas y mucho menos étnicas: los Kosic eran campesinos analfabetos que se embarcaron hacia las Américas, como tantos otros, en busca de un horizonte más próspero, menos hostil, donde el trabajo duro realmente cundiera y las guerras no terminaran quedándose con todo.
Los Míclav eran una familia más que instruida y algo aristócrata que había abandonado Praga un año después de la ocupación alemana. Su ascendencia eslava, incluso sus prácticas católicas, no fueron méritos suficientes a la hora de soportar los arrebatos nazis que la ciudad y el país y el continente comenzaron a padecer.
– Hambre y supervivencia.
– Nazismo y dominio hitleriano sobre Bohemia y Moravia. 1939.
– Palurdos.
– Violinistas.
En realidad estos referentes del éxodo, las migraciones y sus argumentos, podrían dar lugar a una novela más juiciosa, histórica y cerebral, incluso ensayística y estupenda, pero la lectura es categóricamente grácil y espontánea, y quizá sea su disposición anémica en sesudas justificaciones parte de su volatilidad y del paso diligente de las tres horas y media que se tarda en leer y disfrutar Moravia. Por supuesto, esa presteza, esa celeridad lectora tiene muchísimo que ver con el apremio de la violencia, la paranoia, los tarados, el dinero, la corrupción moral y la posibilidad del crimen, y por supuesto con la constancia de la felicidad de Juan, Lidia Estefanía y su hija Sara (estamos hablando de las terribles consecuencias que puede tener una absurda vendetta, por improcedencia y agotamiento temporal). El retorno, la reaparición tras vencer a la miseria y quinientas penalidades, el regreso a la pensión donde Juan Kosic fue insultado, vejado y expulsado por su propia madre, quizá una encomienda tan siniestra como acrobática.
Maldita vanidad, una vez más: mírame, somos guapos y millonarios. Gracias al bandoneón que tanto odiabas, vieja.
El zagúan olía a lavanda. Uno, dos, tres, cuatro pasos y se detuvo para espiar tras la cortina de la segunda puerta, que anticipaba el pequeño porche de la recepción. No alcanzó a ver nada. Dio cuatro golpecitos y nadie contestó. Esperó unos segundos y volvió a dar cuatro breves golpes. Cuatro pasos, cuatro golpes. Nada. Entonces abrió la hoja derecha: tocar el picaporte fue como tocar el pasado, como tocar el dolor de una tarde de 1935, remota y tan punzante, el ruido de los goznes mezclado con el tintineo de aquel dispositivo delator que aún seguía ahí.
La novela es suficientemente taxativa en introspecciones y el entendimiento de los personajes y el entorno no deja muchas incertidumbres, si bien nos proporciona gracias a los precedentes familiares todo tipo de suspicacias y sospechas acerca del futuro. Por ello, se avanza con interés hacia el caótico y sórdido panorama que nos espera, donde la ambición mal entendida puede plagiar a la infamia. Donde se huele la vida, la euforia y la tragedia; en Moravia se vive muy feliz y muy jodido. Moravia no es una novela flemática.
Todo está ensamblado. Esa es la gran evidencia (lo irrebatible) que mueve Moravia, y es en la disposición de elementos muy divergentes unos de otros, el filo de la tragedia griega, la naturalidad, la franqueza del lenguaje y la vehemencia de lectura de esta novela, donde reconocemos la destreza, y el libro nos devuelve el precio de la entrada.
El artefacto, la novela, es pura confección del entretenimiento: aspiración, éxito, felicidad, amor, acción, buena escenografía de la época, Argentina, Perón, Evita, Centroeuropa, pocas ensoñaciones, conversaciones proféticas y maneras concisas y determinantes de cerrar los capítulos. Engancha, escribiendo en vulgo. Netflix, en libro.
Gracias Marcelo Luján, por el desarrollo, por el visaje a Albert Camus. El extranjero. Ahora sí, evitando el gran spoiler, un breve precedente:
Y era como cuatro breves golpes que daba
en la puerta de la desgracia.
Albert Camus. El extranjero.