Un regalo: microcuentos para volar

El regalo más hermoso que se nos ocurre por estas fechas: un conjunto breve, pero generoso, de grandes microcuentos. Historias breves, a veces un párrafo, en otras ocasiones algo no mucho más, de esas que nos hacen volar: con un punto quizá de fantasía, seguro que de grieta en nuestra rutina, de la mano de escritores incontestables latinoamericanos. Hemos escogido a los clásicos argentinos Adolfo Bioy Casares y Julio Cortázar, a la también argentina y también inmensa, aunque menos conocida Silvina Ocampo, y a dos escritores populares en sus países, menos fuera de ellos: la mexicana Inés Arredondo y el venezolano Eduardo Liendo. Usa el teclado para avanzar de microcuento en microcuento... ¡y a disfrutar!

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La elección tardía

A los veinte años decidió rebelarse contra la fatalidad del azar. Comprendió que la casualidad era una maldición, la negación de toda verdadera libertad. Había meditado intensamente en una terrible reflexión de Séneca: «La casualidad cuenta mucho en nuestras vidas porque vivimos por casualidad». Alguien pensó con suficiencia debe enfrentarse al caos, no debo ceder a la arbitrariedad, ninguna fuerza ajena a mi propia determinación regirá mi destino.

Entró en su habitación y durante días y noches de intensa creación, escribió el futuro Diario de su vida; en sus páginas no dejó espacio para lo fortuito, llenó las horas, y los minutos de las horas y los segundos de los minutos y las fracciones de los segundos. Escogió minuciosamente sus hábitos, expectativas, sobresaltos, satisfacciones, nostalgias, sueños, coitos, sorpresas, gestos, viajes, accidentes, pesadillas, enemigos, visiones; nada olvidó, ni siquiera su postre predilecto. Solo vaciló ante su muerte, ningún fin le parecía justo para un hombre libre, para quien se atrevía a desafiar resueltamente cualquier intromisión del azar. Por eso, dejó en blanco la última oágina del Diario hasta encontrar la justa solución.

Así venció al caos, metódica, inexorablemente, se cumplió su existencia de acuerdo a la suerte que se había señalado. Ningún hombre, por elevado que fuese su rango o la grandeza de sus hazañas, fue más soberano. Solo él había derrotado a los caprichosos dioses, sus egoísmos, sus cíclicos humores, sus insoportables injerencias.

Fue infinitamente libre para escoger su muerte, pudo sumirse en una meditación eterna sobre el dejar de ser, el ser otro, el no ser ya. Repasó todas las posibles formas de la cesación de la vida, las malas y las buenas muertes, las dulces, las neutras y las insufribles.

Entonces, asumió la tardía determinación, abrió el Diario y escribió en la página vacía: «Me muero de fastidio». Sobre la silla quedó un esqueleto ensimismado.

Eduardo Liendo

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