«El origen» de Thomas Bernhard, una lectura de Mario Nicolás Egido Martín
BERNHARD, Thomas, El origen.
Barcelona, Editorial Anagrama, 1984, pp. 132
El origen se abre con el destacado de un periódico salzburgués de 1975 donde se revela que, cada año, dos mil personas intentan suicidarse en el Land de Salzburgo, siendo el estado austriaco con la tasa más alta del país. Cada día el pequeño Thomas Bernhard medita sobre el suicidio en la hora que dedica a ensayar con el violín en el cuarto de los zapatos del internado, allí donde se amontonan centenares de pares sudados en estanterías corroídas por la carcoma, y en la que solo hay una pequeña ventana por la que, en vez de exhalar, la sala absorbe los vapores concentrados de la cocina. Incluso se lo llega a plantear, por miedo a Grünkranz, el sádico director nazi del internado, y a la guerra, a las bombas que cada vez caen con más violencia sobre la ciudad, pero desiste, porque a aquellos que se deciden por el suicidio no se les entierra, se les echa tierra por encima. Eran proscritos sin ser culpables, porque la culpa era de su entorno, de la espada del nazismo y la pared del catolicismo.
Thomas Bernhard, poeta, dramaturgo y novelista austriaco nacido en Holanda se embarcó en 1975, a sus 44 años, en la redacción de la pentalogía de novelas autobiográficas con las que repasaría su vida. En la primera piedra de este proyecto, El origen, se apropia de una cita de Montaigne para explicar el motivo que le impulsa a dejar su vida por escrito: «Temo más que nada en el mundo ser mal conocido por los que solo me conocen de nombre». No resulta casual que Bernhard muestre su devoción por Montaigne en este volumen, ya que evoca cómo fue su abuelo materno quien le descubrió al creador del género del ensayo, consistente en hacerse preguntas y poseer la valentía de responderlas, y esto hace Bernhard con su pasado teniendo como único fin llevar a cabo un inventario de sí mismo. Así declara que siempre mantuvo una relación difícil con su madre, ya que la existencia de Thomas le resultaba inconcebible al ser un hijo ilegítimo, fruto de la relación con un carpintero e hijo de campesino, que murió hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, antes de que Bernhard pudiera conocerlo, según le comentó su abuelo paterno, al que solo vio una vez. También nos habla, entre otras personas, de su abuela, que le enseñaría a observar a los muertos porque tenía como afición visitar cementerios, o de su tutor, que no fue su padrastro porque nunca quiso hacerse cargo de él.
El origen está resuelto a modo de monólogo interior en el que hay una lucha entre los sentimientos del pasado y el pensamiento del presente del autor, y eso justifica que se crucen constantemente la primera y la tercera persona. Es una narración con repeticiones insistentes que le otorgan un ritmo intenso, salpicada de críticas a la sociedad. Sus reproches hacia ella son muy contundentes cuando habla de la educación de las personas, ya que dice que esta solo les sirve para su perdición, y que ningún Estado se preocupa en que los padres ilustren a sus hijos, porque entonces desaparecerían los gobiernos. Reflexiones que nos muestran la intimidad de este alegato, que solo será interrumpido por un punto y aparte, aquel que lo divide en dos capítulos: Grünkranz y El Tío Franz, los directores del internado en el que Bernhard pasó su pubertad, prototípicos de los espíritus que impregnaron antes y después de la guerra su Salzburgo cuasinatal. Grünkranz era el director del Hogar Escolar Nacionalsocialista, mientras que su predecesor, El Tío Franz, tomó las riendas de esta institución que adoptó el nombre de Johanneum tras la derrota nazi, a la que invadió un carácter severamente católico. La capilla, que antes era la sala de día, pasó a contar con un altar en el lugar que había ocupado el pupitre del conferenciante, y en la pared, tras la cruz, se adivinaba todavía un rectángulo blanco sobre la superficie gris que daba testimonio del espacio reservado al retrato de Hitler. Por suerte, a Bernhard no le contagiaron estas enfermedades que proliferaron a su alrededor, ya que su abuelo, el único maestro que reconoce, siempre fue un anarquista, y los paseos con él aparecen como la única escuela útil y decisiva para él, porque despertaron su capacidad de observación.
El 17 de febrero de 1989, cinco días después del fallecimiento del escritor, El País publicó el siguiente titular: Thomas Bernhard murió en soledad y fue enterrado ayer en Viena. Una muerte anunciada tras el entierro por expreso deseo de su protagonista, y que le llegó en su casa de campo en Ohlstorf, con 58 años, donde se refugió tras reconocer que no había tenido una vida feliz: su única compañía, la mujer que estuvo a su lado durante más de 35 años, había desaparecido tiempo atrás. A Thomas Bernhard se lo llevó la enfermedad que lo había atormentado durante más de 40 años. Y en su obra, El origen, recuerda que también fue una dolencia la que le impidió estar presente en el entierro de su abuelo, que describe como uno de los más tristes de los que se produjeron en la ciudad, allá por 1949. Un entierro que solo pudo consumarse cuando su tío amenazó al arzobispo de Salzburgo diciéndole que iba a dejar en la puerta de su palacio el cuerpo de su padre, que ya se encontraba en un avanzado estado de descomposición, porque al no haberse casado por la Iglesia no lo aceptaba ningún cementerio católico de la ciudad. Escenas como estas explican por qué Bernhard detestaba tanto Salzburgo y por qué tenía esa seguridad al afirmar que había tenido una existencia desgraciada, aquella que se nos revela en esta saga autobiográfica que completan El sótano, El aliento, El frío y cierra Un niño, de 1982.