El gran imaginador, de Juan Jacinto Muñoz Rengel
Juan Jacinto Muñoz Rengel acaba de publicar «El gran imaginador» (Editorial Plaza & Janés). Hoy en Eñe tenemos el placer de ofrecerte un pequeño aperitivo de la novela.
¡Que lo disfrutes!
Sobre la obra
Esta es la historia del mayor imaginador de todos los tiempos, cuya propia vida acabará por convertirse en su gran obra maestra.
Nikolaos Popoulos nació en Atenas en el siglo XVI, dotado con una capacidad de ensoñación más allá de los límites de la naturaleza. Su verdadera vocación era ser escritor. Pero, como perseguido por una maldición, nuestro soñador verá una y otra vez truncados sus planes, y será arrastrado a un épico viaje a los orígenes de la fábula y la ficción: conocerá a legendarios corsarios y a los asombrosos piratas uscoques; se adentrará en el seno del palacio de Estambul desde el que se gobierna esa mitad del mundo; se tropezará con la Condesa Sangrienta y con el gólem de Praga, inspiradores de los mitos de Drácula y del monstruo de Frankenstein; y trabará una íntima amistad con Miguel de Cervantes, antes de que se convirtiera en el más famoso genio de las letras universales. Pero ¿qué tuvo que ver Popoulos en todo eso? ¿Lograría al fin escribir una obra digna de su imaginación ilimitada?
Juan Jacinto Muñoz Rengel, autor de El asesino hipocondríaco, consolida su trayectoria con esta ambiciosa novela en la que aúna con sorprendente originalidad lo fantástico con lo histórico, el humor, el terror y la aventura. Un delicioso homenaje a la propia literatura con un protagonista inigualable.
Sobre el autor
Juan Jacinto Muñoz Rengel (Málaga, 1974) cursó el doctorado en Filosofía y ha ejercido la docencia tanto en España como en Reino Unido. Desde 2006, imparte clases en la Escuela de Escritura Creativa Fuentetaja de Madrid. Es autor de las novelas El sueño del otro (Plaza & Janés, 2013; DeBolsillo, 2014) y El asesino hipocondríaco (Plaza & Janés, 2012; DeBolsillo, 2013; Finalista del Premio Festival du premier roman de Chambéry-Savoie; Finalista del Premio Mandarache), del libro de microrrelatos El libro de los pequeños milagros (Páginas de Espuma, 2013), del relato largo Pink (PRH Flash, 2012) y de los libros de cuentos De mecánica y alquimia (Salto de Página, 2009; Premio Ignotus 2010 al mejor libro de relatos) y 88 Mill Lane (Alhulia, 2006). Asimismo, ha coordinado y prologado las antologías de narrativa breve La realidad quebradiza (Páginas de Espuma, 2012), Perturbaciones (Salto de Página, 2009) y Ficción Sur (Traspiés, 2008).
EL GRAN IMAGINADOR (FRAGMENTO)
Pocos conocen, por lo tanto, los detalles de la infancia de Nikolaos Popoulos. Ni siquiera aquellos que lo trataron llegaron en su mayoría a saber que fue el séptimo de siete hermanos y que todos sus predecesores habían nacido muertos. Los tres primeros vinieron al mundo perfectamente formados, sin ninguna anomalía visible que pudiera revelar qué les había robado la vida, a excepción de su minúsculo tamaño. Y aun cuando en cada nuevo parto parecían ir ganando dimensiones, el último de ellos no llegaba a superar todavía un palmo de altura. Sus padres, cristianos ortodoxos, tenían la firme convicción de que solo mediante la redención del alma podían curarse los males del cuerpo, por lo que rehusaban a las modernas prácticas de la medicina otomana y no visitaban otro especialista que su guía espiritual, además de rezar a los santos correspondientes a las distintas enfermedades y padecimientos. Como mucho, cada cierto tiempo la madre se acercaba de noche hasta los baños turcos a procurarse algo de higiene. Y en algunas ocasiones, a escondidas, acudía también a ciertos curanderos de su confianza que pudieran reforzar su devoción con algo de sabiduría pagana. Cuando tomó la decisión de no seguir corriendo riesgos engendrando más hijos inertes, pidió consejo a uno de aquellos taumaturgos y a partir de entonces, antes de yacer con su esposo, comenzó a dejar un diente de leche suspendido sobre su ano durante al menos treinta minutos. A pesar de estas precauciones, cada año, siempre allá por la primavera, continuó quedándose puntual e inexplicablemente encinta. Los tres siguientes embarazos no deseados lograron abultar su vientre de forma considerable, pero las criaturas nacieron esta vez sin cuero cabelludo, sin cráneo y sin cerebro, con el aspecto de moscas gigantes bajo cuyas cabezas aplastadas se extendían unos cuerpecitos rosados y, ahora sí, normales. En realidad, cada una de ellas fue naciendo de modo gradual con un poco más de sesera, como si sus frentes y su entendimiento tendieran a aparecer. Los seis accidentes, en su conjunto, parecían prefigurar una especie de inercia. Y entonces llegó Popoulos. Como un milagro inesperado. Su peso, estatura y proporciones eran los establecidos por los doctores y patriarcas del antiguo Bizancio, contaba con los oportunos dedos en pies y manos, sus genitales tenían una forma razonable y sus rasgos eran los convencionales, con la única salvedad de que el color de sus ojos estaba del todo definido y su mirada era limpia y concisa como la de un adulto. Aún no había roto en su primer llanto, todavía estaba envuelto por una sanguinolenta película de tegumento, y ya observaba el mundo con atención, como si pudiera comprenderlo, con el iris miel de sus pupilas perfectamente pigmentado. Y cualquiera podría haber pensado que el prodigio había sido su propio nacimiento, el hecho de que hubiera aparecido sano y entero después de tantas tentativas fallidas, pero lo cierto era que el verdadero milagro, el de su maravillosa habilidad, todavía no había comenzado a manifestarse.
Ni una cosa ni la otra evitaron, sin embargo, que su madre lo tratara siempre con desprecio, como si después de haber resuelto no tenerlo se hubiera ahora convertido en un estorbo para ella. Como si no fuese tan bueno como sus hermanos. No hubo un día, desde sus más tiernos años, en que dejase de gritarle por cualquier cosa que hiciera. Le gritaba si había ensuciado el paño de lino y tenía que cambiarle las calzas. Le gritaba si se quejaba por el sabor del pescado con no más de una semana y le gritaba si gemía porque le dolía el vientre y tenía un regusto metálico en la boca. Le gritaba si había desparramado las legumbres por el suelo, simulando la forma de los ejércitos, y estaba jugando a vete a saber qué, siempre en medio, siempre donde más pudiera molestarla. Le gritaba, sobre todo, si hacía preguntas. Y el pequeño Popoulos hacía muchas preguntas. Aquellas pautas cambiaron pronto, y en cuanto creció un poco comenzó a gritarle, además de por lo que hacía, también por lo que no hacía. Mañana y tarde, un día tras otro. Por las noches, lejos de descansar, la madre se acercaba hasta el catre de su único hijo y le susurraba al oído mientras dormía:
—Nunca llegarás a nada en la vida.
Fotografía: Eduardo Cano