Bajarse de una cruz, por Juan Bautista Durán
Aunque al hilo de la comunión de eventos en Brasil —del pasado Mundial de fútbol a los inmediatos Juegos Olímpicos—, hay que celebrar la publicación de la crónica literaria Varados en Río (Editorial Anagrama, 2016), del narrador madrileño Javier Montes (1976), un libro que nada tiene que ver con el turbo Brasil de hoy día pero que realza la fuerza, la fealdad urbana y el fulgor de Río de Janeiro y sus alrededores, un enclave que en ciertos momentos puede dar la impresión de paradisíaco. Las palabras se envenenan y chocan al hablar de Río, tal como escribió la poeta estadounidense Elisabeth Bishop: «Quienes visitan Río suelen exclamar: ¡Qué hermosa ciudad! Pero, antes o después, los más juiciosos acaban diciendo: No, no es una ciudad hermosa. Es sólo el emplazamiento más hermoso del mundo para una ciudad.»
Bishop fue a Río para una estancia de quince días y se quedó quince años, arropada por la élite brasileña, los parajes de ensueño y todos sus contrarios. «Hueles a bacalao y lluvia vieja», reza un verso sobre el mar que ve desde su lujoso apartamento, frente a la playa de Leblón. El desencanto ya había hecho mella en Bishop, así como hizo mella en Rosa Chacel, Manuel Puig y Stefan Zweig, los otros autores en quienes Montes pone su atención, varados los cuatro en el paraíso. Al que menos cancha le da quizá sea Zweig. El famoso escritor austríaco terminó sus días en Río, y de la manera más escabrosa posible, junto a su amante, tras el largo exilio al que el nazismo le obligó. Murió encorbatado y trajeado, en la cama, a causa de la dosis letal que se había preparado, la misma que tomó su amante una vez Zweig hubo sucumbido a sus efectos. Ingirió la misma dosis y se tumbó a su lado, medio abrazada al escritor, lo que dio lugar a una macabra estampa, ya bastante divulgada.
Zweig fue recibido en Brasil con todos los honores y escribió, servicial y agradecido, una especie de panfleto en forma de libro sobre las virtudes de su país de acogida. Montes se limita a mencionar ese texto, y hace bien, no fuera a perder el eje de la narración en palabras huecas. Y si Zweig es el autor del que menos habla, esto quizá se deba a que el austríaco no se prodigó demasiado en hablar de Brasil en sus papeles, más allá de dicho libro. Tanto Bishop como Chacel y Puig tuvieron una relación muy intensa y literaria con el país, y en particular con Río, reflejada en las obras literarias lo mismo que en su correspondencia. En el caso de Chacel, las cartas y los diarios toman un destacado protagonismo. En una dirigida a Ana María Moix se describe a sí misma entre la exhuberancia y alegría de Ipanema como una camarrupa, nombre que reciben ciertos espíritus que aparecen en las sesiones de ocultismo. Su exilio brasileño, dice, fue una «catástrofe a cámara lenta», hecho que se constata en los diarios, las cartas y también en La sinrazón, su novela total, que emerge del paisaje y los acontecimientos descritos por Montes como una auténtica camarrupa. Para el lector de La sinrazón, la novela y los personajes que la habitan cobran un peso, en el recorrido de Montes tras las huellas de Chacel, en ocasiones desconcertante y en otras revelador, tanto más en la medida en que Montes parece no haber leído la obra.
«Ciertas palabras —dice el narrador de La sinrazón—, que en el momento de ser pronunciadas sólo me parecieron una frase trivial, han llegado a señalar más tarde un punto culminante en mi vida.» Así Río de Janeiro, también, en la vida de estos autores que llegaron a la ciudad carioca, quizá no por una experiencia trivial, pero sí liviana, y se vieron atrapados en sus malignos contrastes. El propio Montes debió de ser víctima igual de Río, por lo que da a entender en el libro (acudió por amor y se quedó más tiempo del previsto, pasado ya el amor) y por su aparición en otras obras, como Segunda parte (2010). Montes es reincidente, y no en vano parece alertar al lector sobre el riesgo de aterrizar en Río y sufrir una transversalidad emocional, sensorial y aun estilística, de la que uno no se puede curar fácilmente. «¿Deberíamos habernos quedado en casa —se pregunta Bishop—/ dondequiera que esto sea?»
El único que quiso hacer de Río su casa fue Manuel Puig, autor ya de enorme éxito en ese momento, finales de los setenta, con miles de lectores y sus novelas llevadas a Hollywood. Puig siempre fue un autor muy cinematográfico, y lo que al fin le llevó a escribir novelas en vez de guiones fue, como él mismo dijo, la voz torrencial de sus tías: «Estaba planeando una escena de guión en que la voz de una tía mía introducía la acción en el lavadero de una casa. Esa voz tenía que abarcar no más de tres líneas, pero siguió sin parar unas treinta páginas. No hubo manera de hacerla callar. Sólo tenía banalidades que contar, pero me pareció que la acumulación de las banalidades daba un significado especial a la exposición.» Es la esencia que domina las novelas de Puig, en las que rara vez el narrador interviene, como en los guiones, junto con el imaginario cinematográfico. No sorprende, por tanto, descubrir que su biblioteca era más bien una videoteca, ni tener noticia del cinito que organizaba para sus allegados; sí llama la atención, en cambio, el fetichismo con que coleccionaba las cintas de vídeo, sobre las que grababa una y otra vez, dejando sólo las escenas que él consideraba. Aquélla en que tal actriz está más bella, aquélla en que tal otra pierde pie, aquélla en que se le descubre por vez primera la vejez.
Puig armaba sus propias películas sobre películas ya existentes, una afición que obliga a revisar el relato de Julio Cortázar “Queremos tanto a Glenda”. Es esto mismo lo que sucede, salvo que con los recursos de la ficción.
Los personajes de Cortázar no sólo son cinéfilos, sino verdaderos fans de Glenda Garson, quienes, insatisfechos con ciertas escenas en la carrera de la actriz, deciden cortar, modificar, alterar las bobinas hasta alcanzar la perfección que su fanatismo exige. «Llegamos al día en que tuvimos las pruebas de que la imagen de Glenda se proyectaba sin la más leve flaqueza; las pantallas del mundo la vertían tal como ella hubiera querido ser vertida.» El propósito de Puig distaba de esta perfección total que ansían los personajes de Cortázar, aunque la crueldad maniqueísta, al fin y al cabo, anda en ambos casos a la par. «Pero un poeta había dicho bajo los mismos cielos de Glenda que la eternidad está enamorada de las obras del tiempo. Usual y humano: Glenda anunciaba su retorno a la pantalla, las razones de siempre, la frustración del profesional con las manos vacías, un personaje a la medida.» ¿Qué hacer ante la posible profanación? Está claro que no se baja vivo de una cruz, y ellos iban a ofrecerle a Glenda la máxima perfección, última e inviolable, similar a la que Río ofrece a quienes la toman por el paraíso prometido.