Aquí y ahora (Diario de escritura), por Miguel Ángel Hernández

Entre junio de 2016 y mayo de 2017, en Eñe tuvimos el placer de publicar en exclusiva el proyecto de diario-novela del escritor Miguel Ángel Hernández (Murcia, 1977), profesor de Historia del Arte en la Universidad de Murcia y finalista del Premio Herralde con su novela «El instante de peligro». Se trata de un proyecto ya concluido, pero que sigue estando disponible en nuestra web. Puedes encontrar aquí sus 43 entradas de diario, una por cada semana que duró el proyecto.

A continuación incluimos la primera entrada del diario. Si quieres continuar leyendo, sólo tienes que pulsar la etiqueta «Miguel Ángel Hernández» para acceder al resto de las entradas.

¡Que lo disfrutes!

 

 

Aquí y ahora (Diario de escritura)

Comienzas. De nuevo. Otra vez. En segunda persona. Regresa el tono. Regresa el presente cortante. Te habías prometido dejarlo. Dejarlo después de Ithaca. Dejarlo después de verte obligado a escribir. Pero hay algo que no te deja a ti. Necesitas escribir. Son tus dedos. Se mueven solos sobre el teclado y comienzan incluso antes de que tú les des permiso. O sí. Claro. Permiso. Se lo has dado mucho antes. El cuerpo, por delante de la razón. Siempre. El cuerpo piensa. Los dedos escriben. Después estás tú. Pero sólo después.

Necesitas un título. Uno nuevo. Ahora. Ya no más Presente Continuo. Ha finalizado aquel tiempo sin pausa. Ya no más Diario de Ithaca. No hay ahora un espacio diferente y exótico. Estás en casa, detrás de la ventana, encerrado en tu habitación. Se han acabado las grandes aventuras. Sólo quedan lecturas, noches largas y sesiones de escritura. Todo sucede aquí y ahora. Quizá ése sea un buen título. Al menos uno. Aquí y ahora.

Pero también hay algo en el horizonte. Un objetivo. Una novela por escribir. Eso es el futuro. El camino. La escritura por venir. Por alguna razón, cuando la escritura se vuelve futuro, necesitas también la escritura del presente. Cuando todo se proyecta hacia un tiempo que tardará en llegar, regresa la necesidad de dejar constancia de los días y las horas. Cuando la vida desaparece porque todo se convierte en un medio para un fin, la escritura reclama su presencia como fin en sí mismo. Por eso regresas al diario cuando comienzas a escribir la novela. Porque el futuro no es nada sin el presente. Porque los días se borran cuando uno mira hacia el horizonte. Porque la literatura no es nada sin la vida que hay detrás de ella. Por eso decides también el subtítulo: Diario de escritura.

Empiezas ahora, la misma semana en que abres un archivo de Word y pones título a tu novela. “Tercera novela.docx”. Un título tentativo. Aún no es nada. Tienes cientos de páginas escritas. Y varios años de reflexión sobre lo que quieres escribir. Pero aún no un comienzo como el que tiene lugar estos días, cuando decides encerrarte por fin, cuando decides comenzar a desconectar del mundo para volver a conectar contigo, cuando decides que ha llegado el momento de volver a escribir.

Veinte años. Ése es el tiempo en el que vas a vivir a partir de hoy. Una noche. Una de las más amargas de tu vida. De momento no puedes decir más. No quieres. Tampoco sabes cómo hacerlo. Pero ya está el cuaderno abierto. Y el archivo. Y el programa. Y la pantalla. Y las venas llenas de historias que ya no se aguantan a salir.

Y, sin embargo, ahora, precisamente ahora que deberías dejar fluir esa historia, ahora que deberías no mirar hacia los lados y centrar todas tus fuerzas en escribir eso que te quema por dentro, ahora, precisamente ahora, comienzas este diario.

 

Casi dos meses

Han pasado casi dos meses desde que regresaste de Ithaca y no has parado un momento. Has conseguido por fin una plaza de profesor titular en la universidad, has visto al Madrid ganar la Úndecima rodeado de escritores en la Feria del libro, has paseado con Mieke Bal por el Museo del Prado y la has visto demorarse con pasión en cada detalle de la pintura de El Bosco, has presentado tus ideas sobre estética migratoria en Berlín junto a Saskia Sassen, te has emborrachado con un refugiado palestino y un superviviente de la guerra de los Balcanes hasta altas horas de la madrugada, has presentado tu novela en Zaragoza y un escritor te ha mordido en el brazo, has bailado en Bilbao en el concierto de New Order y has podido ver por fin el Guggenheim, te han hecho el control de alcoholemia por primera vez en tu vida y milagrosamente has dado negativo, te has puesto tres veces corbata, has cantado en un karaoke una canción de Julio Iglesias… has regresado a casa varias veces sin saber si era tarde o temprano. Todo esto podría ser un resumen de estos dos meses. Eso y los libros que has leído. Eso y las películas que has visto. Eso y las veces que has amado. Eso y más de mil cosas. Y entre todas ellas, una que debe ser más que una línea entre todo lo ocurrido, una que, en el fondo, está en el origen de este diario que ahora retomas. Jueves 30 de junio. Diálogo con Enrique Vila-Matas en La Central. Un sueño hecho realidad.

Llegas a Barcelona con Leo la noche anterior y cenáis con unos amigos. Al día siguiente te levantas nervioso. Llevas varios días preparando el encuentro y tienes que pasar a limpio las preguntas. Mientras desayunas comienzas a ordenarlo todo y te das cuenta de que tienes allí conversación para varias horas. Has hablado en cientos de eventos, pero ninguno hasta el momento te ha puesto tan nervioso. Es el escritor al que más admiras, el que más ha influido en todo lo que escribes, es la oportunidad de conversar con él en público, pero también es la posibilidad de fracasar, de hacer el ridículo y no estar a la altura, o de querer ser más listo de la cuenta y pasarte por el otro lado.

A las cinco comienzan los nervios verdaderos. Enrique os invita a tomar café en su casa y no sabes cómo actuar. Fingir normalidad, le dices a Leo. Es la única solución. Y es lo que intentas hacer. Tocas al timbre, saludas como de toda la vida, haces la típica broma a Paula de Parma diciéndole que por fin conoces a la mujer de todas las dedicatorias, entras hasta el salón, hablas con cordialidad, comentas que en la calle hace calor, te sientas en el sofá, aceptas el café que te ofrecen, comes uno de los bombones de naranja que acompañan al café… intentas fingir normalidad. Lo haces incluso cuando miras de reojo la biblioteca, la habitación del fondo, la silla, el escritorio, los papeles sobre la mesa, el ordenador y quisieras sentarte allí un momento, en lugar de la escritura, como si fuera el trono de hierro, el espacio sagrado desde el que se domina el mundo. Normalidad, naturalidad, sí. Y en el fondo, sin embargo, todo es una actuación, una performance normalizadora.

En un momento, Enrique te pregunta: “¿cómo vas a contar esto en el diario?”. Y esa frase lo cambia todo. A partir de entonces todo se relaja. Ha leído tu diario. Te dice que le ha gustado sobre todo el epílogo de Presente continuo y la reflexión sobre los límites entre la realidad y la ficción. Te sonroja. Te hace feliz. Pero no es eso lo que lo cambia todo. Lo que realmente cambia la situación es que, a partir de entonces, la realidad, precisamente, comienza a convertirse en literatura.

¿Cómo vas a contar esto en el diario? La pregunta despierta la escritura. E, inmediatamente, el mundo desaparece para convertirse en literatura. Mientras hablas, piensas en que retomarás el diario nada más llegar a casa. Sabes que escribirás todo esto. Y de nuevo te haces dueño de la realidad. Es curioso, piensas, la escritura regresa como un arma para poner las cosas de tu lado, para naturalizar el mundo haciéndolo extraño, para alejarte de esa ficción de normalidad artificial que ya se te había empezado a notar demasiado.

Al salir de allí, Enrique te regala la edición croata de Kassel no invita a la lógica. En la portada está el perro con una pata rosa de Pierre Huyghe. Se te olvida pedirle una dedicatoria.

Llegáis los cuatro (Paula, Leo, Enrique y tú) a La Central y sigues obsesionado con cómo escribir la tarde. Estás allí, pero no estás del todo. Y eso lo hace todo más fácil. Y también más literario. Incluso la conversación en la terraza, incluso los momentos en los que no sabes qué contestar tras la respuestas ingeniosas de Enrique, incluso la presencia extraña y maléfica del Cónsul de México, incluso el micrófono silencioso que apenas transmite susurros. Todo esa tarde es literatura. Y todo esa tarde es sueño. Sueño de escritura. Y sigue siéndolo después, en la cena, en la que teméis la presencia del cónsul. Os han contado historias extrañas y desasosegantes. Pero su sitio queda vacío, justo frente a ti. Imaginas que está leyendo el libro que ha llevado al acto, que os vigila desde la sala de al lado y que llegará en el último momento para despertarte del sueño literario. Sin embargo, el cónsul nunca llega y el sueño se prolonga mientras escuchas las historias de Enrique.

¿Cómo contarás esto en el diario?, vuelve a preguntar Enrique cuando se despide. No lo sabes, no lo tienes claro; quizá sólo digas que fue un sueño. Un sueño real. Al fin y al cabo no ha ocurrido nada excepcional. Una visita, un diálogo y una cena. La excepcional es lo que no puedes contar, lo que supone para ti, todo lo que esta noche se ha cumplido. El resto es escritura. Y sucede aquí y ahora.