El hermano imaginario, por Ana Guerberof Arenas

«¿Te parece bien acá? ¿Ya estás filmando? Bueno, es un poco difícil explicar cómo pasó todo. No sé si te voy a contar las cosas medio enquilombadas. Si vos querés que te aclare algo, avisame. Mirá, recuerdo que desde que yo era muy chiquito decía que tenía un hermano gemelo que se llamaba Alberto. Pero yo no tenía ningún hermano, claro, solo tenía dos hermanas mayores que yo: Verónica, que me llevaba diez años, y Marcela, cuatro. Con Marcela éramos más amigos por la edad, crecimos juntos.

»Así que todos se lo tomaban a joda ¿viste? No me extraña, un petiso como yo que hablaba con un ser imaginario, lo veían como un capricho de chico. Y me decían: “Ah, y tiene nombre y todo tu amigo invisible”. Y yo contestaba muy enojado para que lo entendieran bien: “No es mi amigo, es mi hermano gemelo”. Marcela se prendía de la invisibilidad. Imaginate el potencial tan enorme que tenía este personajes para nosotros. “Decile a Alberto que venga a jugar con nosotros”. Yo servía de médium o intérprete. Hacíamos programas de televisión donde Alberto era el invitado o jugábamos a las cartas y repartíamos para los tres, aunque yo jugaba por él. De repente yo decía: “Alberto dice que quiere un leche con Nesquik y galletitas” o cualquier otra boludez de esas. Era obvio que lo utilizaba para lo que yo quería pero también me hacía compañía. Antes de irme a dormir, por ejemplo, cuando apagaban la luz, me daba mucho miedo y entonces me ponía a hablar con él, muy bajito, sobre lo que íbamos a hacer al día siguiente. Después me fui haciendo grande, empecé a hablarle en silencio para no despertar sospechas o risas entre la gente grande. Tampoco querés que te tomen por loco. Pero ya te da una idea de que me ocurrían cosas a mí, así de bien chiquito.

»En la adolescencia medio lo borré por completo. ¿Sabés cuando soñás algo muy real y decís me voy a acordar, me voy a acordar, pero después te levantás y se te olvidó todo. Lo intentás pero no te acordás de nada. Así que bueno…abandoné un poco a Alberto. Pero creo que estaba presente, como si fuera una cosa de piel ¿viste? Era una presencia desdibujada. Pero realmente sí, poco a poco, todos nos fuimos olvidando de Alberto y quedó como una fantasía de chico, como cuando dicen: “De chiquito no podías decir ‘pantalón’ y decías ‘partalón’. Así quedó, como una fantasía.

»Cuando acabé la secundaria, decidí no entrar en el ejército como venía siendo la tradición familiar. No es que no me gustara la vida militar sino que yo veía que me faltaba el carácter castrense. Pensé que me iban a matar en casa. Fijate que yo era el único varón, el único que podía continuar con la larga estirpe de tenientes, capitanes, tenientes coroneles y voy y digo: “Es que no sé. Ya sabés que soy un poco tímido y me gusta hacer las cosas a mi manera”. ¿Sabés qué pasaba? Yo no me sentía con la autoridad que les veía a los otros familiares militares y que, además, les había llevado a ascender en la carrera. Imagino que fue un golpe duro porque ahí se acababa la saga por nuestra parte. Pero la verdad es que se lo tomaron bien. Ya sabían que yo no tenía las cualidades innatas, me conocían, claro. “De lo que se trata es de hacer algo que te convierta en una persona de provecho”. Así que me matriculé en ingeniería, otra carrera que estaba bien vista. No dije: “Quiero ser actor” o algo así. Se hubieran muerto. A mí, la ingeniería no me apasionaba pero sacaba buenas notas y podía acabar la carrera. De hecho, así fue ¿no? Me fue muy bien, trabajo bien, no me puedo quejar. Pero eso medio que te da más pistas.

»Y un día vino mi novia a casa. Sí, la que conociste el lunes. Hacía tiempo que salíamos pero fue la primera vez que vino a comer a casa con toda la familia. Una presentación formal. Entonces ella va y se queda mirando las fotos. Las típicas fotos que hay en todas las casas: los tres haciendo la comunión, cuando acabé la secundaria, el casamiento de Verónica, la graduación de Marcela. Se quedó mirando las fotos un rato largo mientras nosotros poníamos la mesa. Ella es mucho más curiosa y observadora que yo. Había, sobre el mueble del comedor, unas fotos de cuando éramos bebitos. Había dos prácticamente iguales, hechas en el mismo estudio y todo. Eso que se nota, el bebé en la misma postura, mirando a la cámara sonriente, el mismo decorado detrás. Mi novia me pregunta: “¿Y la tuya?”. Y yo le digo que creo que esa es la mía. “Ese no sos vos”, me dice. “Esa parece Marcela y esta otra debe ser Verónica”. Me sorprendí de que ella lo viera tan claro. Para mí todos éramos muy parecidos y nunca le di ni una vuelta al tema de las fotos. Yo ni las veía, formaban parte del mobiliario. Siempre había asumido, no sé… pero me puse a fijarme y la verdad es que no me parecía a ninguna de las dos fotos. Además, ¿viste que yo tengo ojos claros? Y no me acordaba si me habían dicho que yo era uno de las fotos o si yo siempre lo vi así. Pensé que simplemente yo había decidido que yo era ese bebé y punto. Y me acuerdo que le dije: “Es que como soy el más chico, ya no hicieron más. Ya no era novedad”. Y ella se río, nos conformamos con esa explicación medio improvisada mía pero también muy posible. Pensé que después preguntaría pero, al final, no pregunté. Igual, la idea se quedó ahí latente.

»Hasta que una tarde necesitaba un certificado del secundario y me fui a las cajas con todos los papeles que se guardaban en el armario del cuarto de Verónica. Hacía tiempo que se había casado, ya habían nacido mis sobrinos, y su cuarto se había convertido en el almacén de todo. Bajé varias cajas del estante de arriba. Descubrí fotos sueltas de cuando éramos chicos: todos en un asado en el cuartel, unas vacaciones en la playa, el viaje al sur. Lo pasamos tan bien en ese viaje al sur de camping… bueno, y ahí cuando subo la caja de nuevo, ¡bum!, se cae un sobre grande marrón. El sobre tenía todos mis papeles. Los tuve que mirar varias veces porque no me lo podía creer. Habré estado una media hora como procesando la información y pensando en todo lo que me había llevado a ese momento. Como en las películas, que van mostrando imágenes que justifican la llegada de ese instante. Fue como un temblor de los cimientos, como un terremoto, sentía que se hundía el piso, que perdía estabilidad. Medio tambaleándome, me fui con el sobre para el living. No sé si en ese momento buscaba confirmación o más bien consuelo.

»El televisor estaba encendido, no sé si era la hora de la telenovela. Entonces me acerqué a mi mamá —la que yo creía que era mi mamá— que estaba mirando fijamente, como hipnotizada, la televisión. Me quedé ahí parado sin poder hablar. Yo creo que lloraba pero no sé, está todo muy borroso lo de ese día. Sé que no sabía cómo empezar. Fueron unos segundos, quizás, pero se me hizo eterno. Y ella se dio cuenta de que yo estaba ahí, se giró y vio el sobre que yo llevaba. Ahora… no sé… pienso que tampoco lo escondió mucho, que a lo mejor quería que yo lo encontrara ¿viste? Esas cosas que hacés de manera inconsciente. Ella se dio cuenta de todo al toquecito nomás, me sostuvo la mirada un ratito como con mucho cansancio pero no me dijo nada. Solamente bajó la mirada, así, mirá, hizo así… me pareció que se había encogido y se había fundido con el sofá. Y ahí pensé en Alberto, en mi mundo paralelo, porque yo, en realidad, me llamo Alberto aunque eso no lo sabíamos entonces. Todo eso vino después. Y así empezó la búsqueda de mi verdadera familia, el encuentro con mi abuela… Y bueno, lo demás ya lo sabés, ya hablaste con ella. El resto ya es historia.»

 

 

Ana Guerberof Arenas es Doctora en Traducción y Estudios Interculturales por la Universitat Rovira i Virgili. Ha trabajado durante más de veinte años en el sector de la traducción como traductora, editora, coordinadora, jefa de proyectos, entre otros. Actualmente es profesora de la escuela de escritura del Ateneo barcelonés, donde imparte clases de Redacción y estilo, además de ejercer de traductora, profesora y consultora autónoma.

 

 

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(La fotografía, de Sam Brelsfoard, se publica bajo licencia Creative Commons.)