El accidente del señor gruñón, por Esther María García Pastor
—Estaba limpiando el piano de la abuela y cuando he ido a cogerlo, mira lo que ha pasado —me susurra mi madre con tono preocupado, mientras sostiene una figura partida por la mitad—. Me va a matar. Ayúdame a arreglarlo antes de que se le termine el capítulo de la telenovela. ¿Vas a quedarte como un pasmarote mucho rato? —insiste.
—Necesitamos pegamento fuerte, yo bajo a la tienda.
—No tardes, por el amor de Dios —suplica mi madre a la vez que intenta juntar compulsivamente los dos pedazos del busto.
Cojo las llaves del armarito de la entrada y cierro tras de mí la pesada puerta blindada. Con el paso de los años la abuela se ha vuelto paranoica con la seguridad. De camino a la tienda comienzan a aflorar los recuerdos de aquel fatídico día de hace quince años.
El busto de Beethoven con gesto severo, casi furioso, parecía recordarme que jamás conseguiría sacar una buena melodía de aquel piano. El piano de mi abuela, una reliquia familiar. Formó parte del salón de música de la señorial casa de mis bisabuelos. Ahora, aquel instrumento, parte de una herencia repartida entre dieciséis hijos, se emplazaba en lo que podría llamarse la salita polivalente de la casa de mi abuela. El imponente piano de macizo ébano y delicadas teclas de marfil compartía espacio con el entonces moderno ordenador de mi tío que ocupaba casi un cuarto del espacio de la estancia; una pequeña televisión que reposaba en el aparador, donde también se encontraba el antiguo tocadiscos, sepultado bajo variopintos vinilos; los relucientes cómics de Marvel que se amontonaban en la balda de una estantería junto con los gastados volúmenes de Esther y su mundo que habían pasado por las manos de las cuatro hijas de la casa; y unas pesadas balas en la balda inferior, recuerdo del servicio militar de mi tío, acompañadas por una antigua Mariquita Pérez. Dos destartalados sillones daban al conjunto un toque más extravagante aún, si cabe. El busto del Beethoven ceñudo, también herencia familiar, recordaba que el lugar de todos los trastos que no cabían en otras habitaciones también cumplía la función de templo de la música, y como a tal, se le debía un respeto reverencial.
Yo estudiaba en el conservatorio por aquel entonces. Mi madre se ha empeñado siempre en que sus hijos logren los sueños que ella no consiguió cumplir. Y ya que lo de la carrera de piano no le salió del todo bien, decidió que su hija podría seguir los pasos de su abuela la pianista. Aunque con los años he podido percibir que a mi madre no le importaba tanto mi talento musical, como que la abuela me legara el piano en herencia, ya que, en una ocasión, la escuché discutir con una de mis tías sobre por qué su casa era la mejor para albergar la reliquia familiar. No obstante, parece que el talento musical no se ha reproducido en las nuevas generaciones, no sé qué futuro le deparará al pobre instrumento.
Aquel día había estado practicando en casa el Canon de Pachelbel y solo había conseguido que el gato se refugiara bajo la cama de mi hermana de forma permanente. Mi madre, que estaba viendo su sueño hacer aguas, me llevó a casa de mi abuela. Me sentó en la banqueta del piano, pensando que, si su madre conseguía sacarle música celestial, yo podría conseguir, por lo menos, un sonido que no torturara los tímpanos.
Allí estaba yo, encerrada en aquella ambigua habitación con un hombre desgreñado y malhumorado que estaba harto de que martilleara con tan poca gracia las teclas de su preciado instrumento.
Mi mente de ocho años decidió que no iba a soportar más la mirada de aquel horrible busto, por muy Beethoven que fuera. Lo pondría en la estantería con los cómics, así estaría fuera de mi campo de visión. Desgraciadamente no calculé bien el peso y a mis menudas manos se les escapó la figura. Se rompió en dos pedazos, limpiamente. Nunca había visto a Beethoven tan furioso. Bueno, ahora sí. Estoy segura de que jamás nadie ha tratado tan mal al genio de la música como lo he hecho yo.
Mi abuela se iba a poner histérica si veía a su preciada fuente de inspiración hecha pedazos. Y mi madre se alteraría sobremanera porque la abuela me prohibiría acercarme a su templo de la música. Tenía que arreglar aquello antes de que me pillasen. Pero, si dejaba de tocar durante mucho tiempo, se percatarían y vendrían a ver qué pasaba.
Rebusqué y encontré el Canon entre los vinilos. Recé todo lo que sabía para que aquella fuese una versión a piano, ya que, por el momento, el cuarto multiusos no contaba con una orquesta propia. Una vez puesto en marcha el plan del tocadiscos, tenía que buscar un pegamento; alguno debía de haber en aquella sala donde podías encontrar de todo. Nada. El sudor frío me recorría la espalda. Ya estaba escuchando la regañina de mi abuela. Veía la mirada decepcionada de mi madre.
«¿Ves este cajón? Aquí guardo mis cosas. Cosas que no puede tocar una niña. ¿Entendido?». Entendido tío, pensé, pero esta es una misión desesperada. En medio de un montón de artilugios y cachivaches que parecían a todas luces inútiles, encontré mi salvación: pegamento. En la etiqueta ponía que era pegamento fuerte, seguro que serviría.
Sirvió, hasta hoy. Aunque, después de la ignominiosa destrucción del patrimonio familiar, no he conseguido encontrarme a gusto en la habitación multiusos.
Después de hacerme con el preciado pegamento, vuelvo rápidamente a la zona del siniestro y aplico una generosa cantidad entre las dos mitades del busto.
—Ya está, como nuevo. Vamos a la cocina, que no nos pille aquí —recomiendo a mi madre.
—¿Que no os pille haciendo qué?
Mi madre lanza un gritito histérico. No nos hemos percatado de que hace un rato que ya no suena la televisión del salón. Mi abuela está en el umbral de la puerta, riéndose a mandíbula batiente.
—¡Mamá!
—¡Abuela! Pero, pero… —titubeo.
—¡No es lo que parece! —sentencia mi madre, que extiende sus brazos en un intento de ocultar el Beethoven a la vista de la abuela.
—¿Y qué se supone que tiene que parecer? —pregunta la abuela.
—No ha sido su culpa, abuela. Ya estaba roto —tomo aire antes de hacer la confesión que pensé que jamás me vería obligada a hacer—. Yo lo rompí cuando tenía ocho años.
—¿Por qué hiciste eso?—pregunta mi madre en estado casi catatónico.
—No lo rompí queriendo, mamá —respondo irritada—. Se me cayó porque no quería que me mirara enfadado mientras no daba una con el maldito Canon de Pachelbel.
—Pero, pero… si lo tocaste casi como una profesional —mi madre ya es incapaz de controlar el tic de su párpado izquierdo.
—Hasta un sordo se hubiera dado cuenta de que la que tocaba no era tu hija —sentencia mi abuela—. Para la próxima, el pegamento fuerte que guardo en el segundo cajón del aparador del comedor siempre ha ido muy bien. Ese que habéis usado es una porquería.
—¿Lo sabías? —pregunto.
La abuela nos mira, y dibuja una sonrisa de suficiencia en su rostro.
—Ya me estáis cansando. No os quedéis ahí las dos con la boca abierta que os van a entrar moscas. Voy a preparar un poco de café en la cocina.
Esther María García Pastor es periodista graduada por la Universidad Jaume I de Castellón. Ha finalizado el máster en Escritura Creativa en la Universidad Complutense de Madrid y comenzará con la aventura de Estudios Literarios el próximo curso, en la misma universidad. Ha pasado por la televisión y algunos medios escritos locales y es colaboradora de opinión en el diario digital Infoactualidad. Comienza a dar sus primeros pasos como escritora, pero ya ha recibido un modesto reconocimiento en el certamen de relatos de fantasía, terror y ciencia ficción de la Universidad Complutense. Lectora incansable, comparte las impresiones de los libros que pasan por sus manos en el blog Nota al Pie de críticas literarias.
El número 42 de Eñe. Revista para leer se llama Basados en hechos reales. A los escritores que colaboran en él les pedimos que buscasen inspiración en la verdad: con fechas, con lugares, con nombres y apellidos. Pero queremos que la revista impresa viva en la revista digital, así que ahora te proponemos a ti que Eñe continúe en tu escritura. Esperamos tus escritos —no importa el género, no importa si relato o poesía— basados en hechos reales. Más o menos ficción en ellos, más o menos rumorología, siempre con una base de hechos más que de palabras.
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(La fotografía de Yamashita Yohei se publica bajo licencia Creative Commons.)