Adelanto de El dios detrás de la ventana, de Michael Krüger

Michael Krüger (Wittgendorf/Sachsen-Anhalt,  1943), es un autor poco conocido para el público en español, pero es un hombre de referencia en Alemania, no solo por sus libros sino por haber sido director editorial de Hanser Verlag y editor de Akente y Edition Akzente. El volumen de relatos El dios detrás de la ventana, fue publicado por Haymon (2015) y en este 2018, gracias a la edición de La huerta grande y la traducción de Clara Grass, podemos leerlo en castellano.

Aquí, un adelanto del libro.

Despedida

El día en que llegó su última carta, una tarjeta dentro de un sobre, llevaba yo toda la mañana en la ventana, después de una noche de insomnio, contemplando el manzano del jardín delantero, que estaba a punto de  florecer. Son los tres o cuatro días del año que más me gustan, a pesar de las frecuentes lluvias. Uno se ve a sí mismo mustio en un mundo rendido, en tanto que el viejo árbol se empeña en hacer brotar de su cuerpo mutilado una flor tras otra. Cada año pido que conserve esa abnegación, pues se nota lo mucho que le cuesta, como si quisiera competir con los árboles jóvenes que se pavonean cuajados de flores en los jardines vecinos. Se levantó un ligero viento, que con una delgada mano lanzó una parte de las hojas del manzano hacia arriba y otra hacia abajo antes de volver a dejarlas como estaban. Igual que un entrenamiento, pensé, para fortalecer la elasticidad de las ramas. Desde que se empezó a hablar de que las abejas podían ser aniquiladas por un virus todavía no investigado, comprobaba todas las mañanas si me habían concedido el honor de formar una colmena en mi árbol como último acto de su vida terrenal. Pero no se las veía todavía; la competencia las atraía mucho más. Solo se dejaban ver las consecuencias de ese viento raro que hacía girar las hojas en distintas direcciones como si debieran aplaudir tan extraño capricho. A menudo me había propuesto podar el árbol porque entre sus torcidas 14 ramas había muchas que estaban secas o se estaban secando, pero luego decidía dejarlo para otro año. De dónde me venían los escrúpulos a la hora de tocar el vetusto árbol claramente tullido era la discusión que sostenía conmigo mismo cuando lo observaba por las mañanas. Respeto, vergüenza, reducir las cosas sagradas a la propia imaginación —y qué podría ser más sagrado que un viejo manzano en flor—, o solo pereza, o peor, indiferencia, porque la verdad es que el árbol necesitaba urgentemente una poda. En los últimos años no he arrancado ni una manzana, solo he recogido las que caían, y como el árbol está ya tan viejo y gruñón y agotado, al final del verano acaban casi todas en la hierba. Solo algunas penden aún, justo en la copa del árbol, donde los pájaros las alcanzan con facilidad, aunque las desprecian abiertamente, y varias tienen la ambición de seguir colgando de su propia rama todo el invierno. Mis manzanas no saben especialmente bien, no son jugosas ni muy dulces, a veces solo les doy un mordisco para no dejarlas sin prestarles atención y luego las tiro con remordimientos. En verano, por las mañanas antes del trabajo, me siento siempre bajo el árbol durante una hora con una taza de café y leo. La vida pierde su importancia cuando justo después de levantarse uno, todavía con los sueños por resolver reflejados en la cara, se sienta bajo un árbol y lee. Yo también era antes de esos que primero van al baño para comprobar en el espejo si aún se reconocen a sí mismos y para recomponer la otra cara que por la noche se les ha colocado encima de la propia. Me he dado por vencido. También he desistido de afeitarme, para no tener que ver las muecas que sin remedio hay que hacer para poder coger los pelos de entre las arrugas. A veces, ya con la espuma en la cara, me he mirado petrificado, como si no pudiera creer lo que veían mis ojos. ¿Quién eres?, me he pregunta- 15 do: ¿el que se mira en el espejo o el otro que desde el espejo te mira? No podía hacerme a la idea de que somos una y la misma persona. De este lado, alguien que todavía se siente joven e igualmente se reventará a trabajar, y allí alguien a quien la muerte ya le ha acariciado la mejilla.

Foto: © Paula Fernández (Todos los Creative Commons)