Mandíbula de Mónica Ojeda, por David Pérez Vega
Mandíbula, de Mónica Ojeda.
Editorial Candaya. 285 páginas. 1ª edición de 2018.
En 2017 leí Nefando, la segunda novela de Mónica Ojeda (Guayaquil, Ecuador, 1988) y la primera que publicó en la editorial Candaya. En 2018, Candaya ha publicado su nueva novela, Mandíbula. Después de la buena impresión que me dejó Nefando, tenía ganas de leer Mandíbula, así que se la solicité a sus editores cuando vi que anunciaban su salida en las redes sociales. Ellos me la enviaron muy amablemente.
Mandíbula empieza con una primera escena impactante: Fernanda, de quince años, despierta atada a una mesa, en una cabaña perdida en un bosque. Ha sido secuestra por Miss Clara, su joven profesora de Lengua y Literatura en el colegio privado Opus Dei al que acude, el más caro de la ciudad de Guayaquil.
En los sucesivos capítulos, el lector irá recibiendo información que le permitirá comprender cómo los dos personajes iniciales han llegado a la situación descrita.
Fernanda forma parte de un grupo de seis chicas de quince años que un día, al salir del colegio, entran en un edificio abandonado a medio construir, un edificio que se irá convirtiendo en su centro de reuniones secreto. «Ya en zona prohibida, las seis se sintieron temerarias y rebeldes, con vidas dignas de ser filmadas y comentadas en un reality show o retratadas en una serie de televisión» (pág. 17). El grupo está dominado por la fuerza y el empuje de Fernanda y Annelise («Las inseparables, las hermanas sucias de conciencia; siempre desnudas de temores y dispuestas a inventarse aventuras con tal de no aburrirse» (pág. 17).
Las seis chicas deciden contarse historias de terror en el edificio abandonado. Si sus historias (muchas sacadas de las creepypastas de internet) no asustan a las demás, tendrán que pasar por distintos «retos» propuestos por las demás. Los retos se irán volviendo cada vez más peligrosos y perversos.
En el edificio abandonado también pintarán de blanco una habitación sin ventanas al exterior. Aquí será donde contarán las historias de terror y donde acabarán rindiendo culto (sobre todo a través de sus historias) a una deidad que Annelise inventa como un juego, el Dios Blanco.
Las pulsiones ocultas que dominan los comportamientos tanto de Fernanda como de Annelise tienen que ver, principalmente, con la relación conflictiva que ambas mantienen con sus madres. La madre de Annelise es una mujer muy religiosa y controladora, que, en cierto modo, ha asfixiado el crecimiento personal de Annelise. Por su parte, la madre de Fernanda parece temer a ésta. «Nunca quiere estar a solas conmigo y, cuando no puede evitarlo, me mira de una forma muuuy fea, como si mirara a una rata o algo que da miedo», le cuenta Fernanda en la página 84 a su psicólogo para explicar el trato que mantiene con su madre. Cuando Fernanda tenía cinco años, su hermano de un año murió ahogado, precisamente cuando se encontraba con ella. Fernanda no recuerda exactamente qué ocurrió, pero sospecha que su madre la culpa de la muerte del hermano, aunque la envíe al psicólogo para que ella se libere a sí misma de cualquier posible sentimiento de culpa.
En varias partes de la novela se insiste en la relación maternidad-canibalismo: las madres devoran a sus hijas, por ejemplo empeñándose en que sean como ellas; aunque en otros casos serán las hijas las que traten de devorar a sus madres. Así, cuando se habla del pasado de la profesora, Miss Clara, se explicará al lector que Clara, una adolescente con problemas de ansiedad, ha crecido tratando de imitar a su madre en todo. Por eso se viste como ella y ha elegido su misma profesión. Cuando Miss Clara entra a trabajar en el colegio Opus Dei al que pertenecen Fernanda o Annelise, se encuentra traumatizada por un suceso que le ocurrió en el anterior colegio en el que trabajaba: dos de sus estudiantes entraron en su casa, la ataron y la torturaron durante horas. La primera vez que leí esta expresión sin género específico: «Dos estudiantes», supuse que habían sido dos chicos. Pero no, las secuestradoras de Clara habían sido dos chicas procedentes de familias desestructuradas. Mandíbula es una novela femenina en un sentido casi estricto. El colegio Opus Dei al que acuden las protagonistas de la novela es sólo de chicas, y los conflictos generacionales se establecen entre madres e hijas; los hermanos o los padres están totalmente desdibujados aquí. Cuando Fernanda acude al psicólogo, los capítulos se le muestran al lector como si estuviera leyendo una obra de teatro, indicando el nombre de la persona que está hablando antes de cada intervención. Pero, en realidad, el psicólogo, el Dr. Aguilar, está borrado de Mandíbula, puesto que después de los dos puntos que anteceden a las que deberían ser sus palabras en la conversación con Fernanda se ha eliminado el discurso, y el lector sólo intuye sus palabras a partir de las respuestas de ella (un recurso muy del gusto de Manuel Puig). En el colegio Opus Dei sí que hay algunos profesores, y aparece, al fin, un personaje masculino (muy secundario, en cualquier caso): Alan Cabrera, profesor de Teología. Al describir su aspecto se resalta que «tenía el culo de una mujer de caderas anchas» (pág. 71). Es decir, uno de los pocos hombres que aparecen en esta novela está caracterizado por su aspecto femenino. En la página siguiente se describirá a otra profesora, y de ella se dirá que «tenía una voz grave, casi masculina». Esta técnica consistente en caracterizar a personajes masculinos con rasgos femeninos y al revés, para proyectar sobre ellos una mirada de extrañeza, la solía usar mucho Juan Carlos Onetti.
En uno de los mejores capítulos del libro se describe una fiesta de universitarios a la que son invitadas las chicas del grupo de Fernanda y Annelise, y aquí sí que aparecen personajes masculinos, cuya presencia acaba sirviendo para unir más los lazos en el grupo femenino.
Los tiempos narrativos de Mandíbula están alterados, aunque suelen avanzar, como ya comenté antes, para que el lector comprenda cómo se ha llegado a la situación del capítulo primero. Me parece que está muy lograda la dosificación de la información, algo que consigue crear un efectivo clima de tensión. Ojeda varía los enfoques para relatar su historia: las conversaciones con el psicólogo, las narraciones en tercera persona apegadas a la voz narrativa de los personajes y otros capítulos que me han gustado mucho, aquellos en los que en los mismos párrafos se alternan dos tiempos narrativos (como ocurría en el capítulo de la fiesta con los universitarios), un recurso muy propio de un escritor como Mario Vargas Llosa. También podemos acercarnos a la primera persona de Annelise gracias a una carta-ensayo que le entrega a su profesora, Miss Clara. En estas páginas, Annelise vierte algunas opiniones sobre el género del terror, que pueden resultar claves para entender la forma de escribir de Ojeda: no existen películas sobre las narraciones de H. P. Lovecraft, porque el terror cósmico propuesto por escritores como él no tiene imagen. Algo que, hasta cierto punto, podría aplicarse a la novela de Ojeda, en la que la atmósfera creada, mediante un lenguaje muy cuidado, posiblemente tiene más importancia que las escenas descritas.
Cuando comenté Nefando señalé que, aun siendo una novela talentosa, Ojeda había cargado las tintas presentando a personajes siempre enfermizos. Lo mismo ocurre en Mandíbula, pero creo que el resultado está más conseguido en esta nueva novela, que crea un mundo autónomo de asfixia y terror para todos los personajes y no resulta forzado, sino que tiene pleno sentido dentro del contexto de la historia propuesta. También señalé que en Nefando se notaba la dependencia de un modelo, el de Los detectives salvajes de Roberto Bolaño. Esto ha desaparecido en Mandíbula, donde hay influencias, por supuesto, pero no dependencia de ningún modelo.
No mucho antes de Mandíbula, he leído Las cosas que perdimos en el fuego de la argentina Mariana Enríquez, un libro de cuentos de terror trabajado y profundo, en la línea narrativa de Mandíbula. Me está pareciendo muy interesante esta corriente literaria femenina que usa el género de terror para hablar de miedos universales. Y tanto Las cosas que perdimos en el fuego como Mandíbula me han gustado mucho.
Mandíbula es una novela más madura y acabada que Nefando (que ya era un buen libro) y su calidad me hace pensar que Mónica Ojeda va a convertirse (si no lo es ya) en uno de los nombres imprescindibles de la nueva narrativa hispanoamericana.
Foto: David Pérez Vega