Absolutamente Roth, por Sergio del Molino
Al principio de Roth desencadenado, una biografía literaria –o algo así- hecha de lecturas y entrevistas con el interesado, Claudia Roth Pierpont colocó una cita de Nathan Zuckerman: «Creo que solo deberíamos leer los libros que nos muerden y nos punzan. Si el libro que estamos leyendo no nos despabila dándonos un buen golpe en la cabeza, ¿para qué leerlo?». Roth no sólo se dejó morder y punzar por los libros (los de su amigo Milan Kundera, por ejemplo), sino que escribió unos cuantos que mordieron y punzaron a todos sus contemporáneos. Se podrá hablar mucho de su talento, de su deslumbrante capacidad para escribir novelas complejísimas, de su sentido del humor, de su provocación, de sus obsesiones sexuales, de la construcción mitológica de la ciudad de su infancia, del conflicto con la identidad judía y de su forma de esconderse y mostrarse. Todo eso es Roth y, a la vez, no lo es. O no explica qué es Roth. No basta con decir que fue un grandísimo escritor: los ha habido igual de grandes, pero no han sido Philip Roth. Él representa algo que trasciende cualquier análisis y consideración crítica. Roth son tanto sus libros como lo que provocaron sus libros.
No se me ocurre otro autor contemporáneo que haya interpelado con tanta gracia y desfachatez al espíritu de su tiempo. No sólo las convenciones morales de los judíos de Newark entre los que creció, sino todo un país. Su influencia es tan grande que no hace falta haberlo leído, ni tan siquiera conocerlo, para sentirla: está en el humor de muchos cómicos, en la irreverencia como norma de estilo y en la imagen que Estados Unidos proyecta de sí mismo. La mirada desencantada de sus personajes –de él mismo- se ha socializado.
Me da igual que se muriera sin Nobel. Su obra, tan popular, no lo necesitaba. Logró una síntesis que cada vez parece más difícil en un mercado literario donde lo comercial y lo literario ocupan extremos opuestos del salón. No hay muchos más autores que hayan escrito unas novelas tan ambiciosas, tan complejas, tan esquivas, tan burlonas y tan artificiosas, y a la vez hayan conseguido que el gran público las leyese como crónicas de su tiempo o espejos donde las calles y las familias se reflejan con la naturalidad que pregonaba Stendhal.
Lo he gozado en todos sus registros y tonos, con la felicidad de que su escritura fue generosa y abundantísima. Aunque decidió dejar de publicar, sus libros dan para llenar una vida lectora. Emocionante en Patrimonio, escandaloso en El lamento de Portnoy, desolador en Pastoral americana, inquietante en La conjura contra América, trágico en Némesis. Desde sus obsesiones autobiográficas, sin alejarse mucho de la infancia y sus alrededores, metió el dedo en todas las llagas que encontró y nos dejó escocidos y desconcertados, con los mismos párpados entrecerrados de sus atletas fracasados y de los más populares de la clase cuando se hacen viejos.
Foto: Guillermo Roz